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TERESA DE JESÚS PADRÓN BENAVIDES

La sociedad contemporánea es la sociedad del miedo. Vivimos inmersos en un mundo cada vez más proclive a la violencia, a la barbarie y a la transgresión. Habrá quienes argumenten (no sin mucha razón) que siempre ha sido así, que desde el surgimiento del primer homo sapiens, la lucha por el dominio, el poder y el control han sido una constante hasta nuestros días.

El hombre, movido por el miedo primigenio, el miedo a la muerte y a la soledad, ha recurrido a toda clase de métodos para exorcizarlo y el más efectivo ha sido el de la represión, el control y el dominio del otro, del extraño, del diferente, del extranjero, de quien no es como él pues, según la creencia generalizada, ese, el diferente a nosotros es el enemigo a vencer.

Necesitamos al otro para corroborar que no estamos solos en el mundo y ejercemos sobre él nuestro poder para sentir que lo sometemos, que lo dominamos, que somos invencibles, inmortales. En el otro, en el que sometemos, vemos el reflejo del débil, del esclavo, del “mortal”. Es necesario ese sometimiento para sentir que hemos vencido sobre la muerte, nuestro miedo primigenio. Somos como “dioses”, invulnerables.

Al menos eso creemos, hasta que enfrentamos a alguien más poderoso que nosotros. Hasta que la muerte nos toca de cerca, en alguien que sí nos ha hecho sentir vulnerables. Y entonces, todas nuestras muestras de fortaleza se desvanecen como figuras de arena arrasadas por las olas. Enfrentamos nuestra miserable condición de mortales y ese enfrentamiento nos frustra, nos enfurece y buscamos desesperadamente alguien más a quien someter y otros métodos para lograrlo.

Y entre esos métodos, uno delos más socorridos y que más gusta a los norteamericanos es la creación de héroes y de leyendas que justifiquen su Historia (con mayúscula) y que le den sentido y coherencia a su espíritu de “libertad y de justicia”, que hacen de esa patria una nación “independiente, humana y generosa” (nótense las comillas). No es de extrañar que los Estados Unido sean la cuna de muchos de los súper héroes del cómic, del cine y de la pantalla chica. Ellos son fuertes, hermosos, buenos, justicieros, inteligentes, independientes, y, sobre todo, invencibles.

Los Iron men son el prototipo de “hombre” estadunidense. Pero como eso sólo existe en la ficción, para ejercer el poder, muchas personas recurren otros métodos, más prácticos, más accesibles, más fáciles: al sexo como la forma de sometimiento por excelencia. A la música estridente, al alcohol, a las drogas, al desenfreno, a la anarquía, a la desobediencia y a la rebeldía para demostrar a los demás y a ellos mismos que son “fuertes”, “valientes”, “dueños de sus vidas”, “independientes”, “autónomos”, que no le temen a nada ni a nadie y que no necesitan a los otros para que los afirmen.

Pero de todas esas formas de sometimiento, el miedo es la más poderosa y el miedo que provocan las armas, es el peor de ellos. Porque las armas se usan para matar y nadie quiere morir, aunque su vida sea la más miserable de todas. Y tal vez sea verdad que ese tipo de “control psicológico” que se ejerce a través de las armas haya sido así desde siempre, pero no cabe duda que ahora se ha vuelto cada vez más sofisticado, más “fino”, más sutil, si se quiere. Hoy en día la influencia que los medios ejercen en el pensamiento de las personas aunado al control de estos medios por los grupos de poder, han hecho que la violencia se vuelva algo cotidiano, algo “normal”.

Los recientes acontecimientos en Boston, por ejemplo, son sólo la punta del iceberg. Los tiroteos en las escuelas que han vuelto a poner en la mesa de discusión el control de las armas en aquel país son sólo la consecuencia lógica de un culto por las mismas que hunde sus raíces en los albores de la historia norteamericana. Los estadounidenses aman las armas tanto como aman la sensación de poder que dan a quienes las portan. Defienden con la vida su derecho a tenerlas y a usarlas, pues esto les confiere “respeto”, dicen.

Uno de los argumentos más fuertes que esgrimen para la defensa de las armas es el de que “el enemigo acecha y hay que estar preparado. Pero, ¿de qué enemigo hablan? ¿De quién o de quiénes hay que defenderse? “Puede ser cualquiera”, dicen. Una frase muy socorrida entre ellos es “Sleeping with the enemy”. Y sí, efectivamente, el peor enemigo de los estadunidenses son ellos mismos.

La cultura del culto a la violencia que profesan muchos de los estadunidenses y que plasman no sólo en sus películas, en sus series televisivas, y en su estilo de vida en general, aunado al negocio tan jugoso que la industria de las armas representa (entre 30 y 35 billones de dólares anuales en ventas directas por contratos y en que en años recientes se ha elevado hasta alcanzar entre 50 y 60 billones), son sólo algunas de las causas. El show anual que realiza la NRA (Asociación Nacional del Rifle) y que exhibe los “daddy´s new toys”, como las llaman los amantes de las armas, arroja también ganancias jugosísimas no sólo para los fabricantes, sino para los comerciantes y, por supuesto, para el gobierno. Pero no sólo eso, sino el uso y abuso que los Estados Unidos han hecho de su poder para obtener el poderío económico mundial, sometiendo a países débiles y erigiéndose como el parangón de la democracia para invadir países ricos en recursos naturales con el pretexto de “libraros del yugo de la opresión de sus gobiernos” y enfrascándose en cruentas guerras que sólo han traído más dolor y más miseria para aquellos países y más locura y más odio para Estados Unidos.

Con todo esto no intento justificar la violencia interna que padece aquel país. A él me unen vínculos afectivos muy grandes, pues allá vive la mitad de mi familia, allá nació mi esposo y allá viví muchas de las experiencias más gratas de mi vida, pues crecí en la frontera y viajaba continuamente a Estados Unidos. No, nada más lejano a mi intención. Sólo intento abordar los recientes acontecimientos desde la óptica de la historia cercana de Estados Unidos para tratar de entender (si eso fuera posible), las causas y los motivos que orillan al odio exacerbado y que desembocan en tragedias como las de Boston que cobran la vida de muchas personas inocentes. Porque cuando se lucha frente a frente y se conoce al enemigo, se le puede llegar a vencer, pero cuando la batalla se libra contra un enemigo invisible, como en la mayoría de los actos terroristas, la lucha está perdida de antemano.

En este caso, no sólo el autor intelectual (hasta hoy)es invisible, sino que las armas mortales utilizadas en esta barbarie, fueron de fabricación casera y de lo más rudimentarias. Ollas de presión. Ollas que las amas de casa usan para preparar la comida de su familia. Ollas que las mujeres atesoran pues de ahí surgen cosas deliciosas que hacen felices a los suyos. Eso es lo más irónico y tal vez haya un mensaje oculto en todo ello. Un mensaje subyacente que diga “Ni siquiera hemos utilizado sus cochinas armas para aterrorizarlos, sino que lo hemos hecho con utensilios de uso diario y que se hallan en el corazón de sus hogares”.

En un lugar en donde todo gira en torno a la violencia, cualquier cosa puede ser utilizada como un arma de destrucción masiva.