Los nazis y la música clásica

JULIÁN SCHVINDLERMAN

Enlace Judío México | El año 1933 dio inicio a una era en Alemania en la que la música clásica sería exaltada, promovida y difundida por los nazis y en la que famosos compositores alemanes serían adicionados al ideario nacional-socialista. Aunque muchos regímenes se han apropiado de grandes figuras artísticas del pasado para galvanizar sus propios propósitos políticos, ninguno lo ha hecho con tal celo como los nazis. El gobierno nazi explotó la ola de euforia popular que siguió a su ascenso al poder tomando a respetadas personalidades musicales de antaño para dar continuidad con el pasado y realzar la rica herencia cultural de la nación alemana. Así Bach, Beethoven, Handel, Haydn, Mozart, Schubert y, por supuesto, Wagner, fueron cooptados por los nazis. Cada caso era singular. Wagner fue celebrado como el compositor cuya ideología prefiguró la del nacional-socialismo. Anton Bruckner fue convertido en ícono nazi. Beethoven fue presentado como un modelo del heroísmo nórdico en la música. Bach fue adoptado pero se debió minimizar el contexto religioso de su obra; tal como en el caso de Handel, cuyas preferencias por textos del Antiguo Testamento y residencia en Inglaterra le jugaban en contra. Schubert y el austríaco Mozart fueron sumados al panteón nazi; el polaco Chopin fue germanizado y Liszt fue elogiado como parte de la tradición alemana y como mentor de Wagner. Incluso Brahms (poco amigo de Wagner) fue aplaudido como un genio artístico.

El Tercer Reich dio ímpetu al ambiente musical, elevó el estatus económico y profesional de sus músicos y patrocinó financieramente a orquestas, salas de ópera y al festival de Bayreuth. Fue establecida la Cámara de la Cultura del Reich (de membresía obligatoria para todos los profesionales de la cultura) y premios fueron creados a la excelencia musical, como el premio nacional de las artes y ciencias (suerte de remplazo del Premio Nobel al que los alemanes no se podían postular por orden de Hitler), el premio Dietrich Eckart de la ciudad de Hamburgo y el premio nacional a la mejor canción folclórica. Ceremonias paramilitares recibieron el sello de aprobación oficial y se estimuló la investigación y educación en diversas áreas de la música alemana. A los musicólogos se les encomendó re-escribir la historia de la música alemana según la visión nazi y así fueron escritos artículos, manifiestos y libros justificadores de la práctica totalitaria nacional-socialista bajo el aura de la “regeneración del pueblo alemán y de la cultura alemana”. Los jornales musicales quedaron bajo las directivas del Ministro de Propaganda Joseph Goebbels, quién seleccionó como órgano mediático oficial de la Cámara de la Cultura del Reich alVölkischer Beobachter. Otros jornales adoptaron la línea del partido nazi y nuevas publicaciones, fieles a la musicología nazi, fueron creadas.

En su búsqueda de la pureza musical aria, los nazis atacaron toda expresión artística diferente, a lo que denominaron “arte degenerado”. En el ámbito musical ello incluyó purgar de judaísmo y de judíos a la música germana. Ya los primeros tres meses de gobierno nazi dejaron en claro que la puja del nacional-socialismo por purificar la música alemana era real. En poco tiempo, músicos considerados racial o políticamente inadecuados, por más prominentes que éstos fuesen, fueron despedidos de sus trabajos y forzados a emigrar. Inicialmente, el régimen nazi simplemente enviaba a sus matones a sabotear sus performances como, por ejemplo, le ocurrió al conductor Fritz Busch en la Ópera Estatal de Dresde: cuando comenzó la performance de Rigoletto, activistas nazis sentados en las primeras filas gritaron “Afuera Busch” y él fue reemplazado por otro conductor in situ. Poco tiempo después dejó el país (él no era judío pero fue repudiado por sus ideas, por su amistad con judíos y porque un hermano suyo estaba casado con una judía). Gran presión fue ejercida sobre el compositor judío Kurt Weill a través de la prensa y de intervenciones de burócratas del partido para que su última ópera Der Silbersee fuese cancelada en Leipzig, Magdeburgo y Erfurt. Al poco tiempo él dejó Alemania. Similar destino corrió el reconocido conductor hebreo Bruno Walter cuando las autoridades se negaron a garantizar la seguridad pública en conciertos planeados con la Orquesta de Leipzig y la Filarmónica de Berlín. El director canceló todos sus conciertos en Alemania y partió rumbo a Austria. Posteriormente, el nazismo legalizó estas intimidaciones en la Ley para la Restauración del Servicio Civil profesional que puso término a los contratos de muchos músicos en orquestas, óperas y conservatorios.

El prominente musicólogo nazi Walter Abendroth escribió en 1934 sobre “un bacilo que ha producido modorra, implantado en el cuerpo cultural [alemán] por agentes hostiles”. En 1935, el Instituto para el Estudio de la Cuestión Judía publicó Die Juden in Deutschland en cuyas páginas se alegaba que “los estudiosos camaradas raciales” de Meyerbeer y Offenbach habían convertido a la música en un asunto de especulación financiera. El mismo año Christa María Rock y Hans Brückner postularon lo mismo en su obra Ein musicalisches Jundetrum-ABC. Otro musicólogo halló intolerable, en 1936, que los compositores judíos “obedecen una ley de su raza, por lo cual deben intentar destruir una armonía generalmente extraña”. En 1940 Alfred Rosenberg se mostró preocupado por la influencia musical exógena ejercida sobre “la sangre y alma del pueblo alemán”. En 1941 fue publicado el libro de referencia antijudío más importante sobre la música y los judíos durante el Tercer Reich: el Lexicon der Juden in der Musik. Editado por Theo Stengel y Herbert Gerigk, atribuía a los hebreos apenas una “capacidad parasitaria para entender las obras de otros”, denunciaba el “vacío, en tanto sentido oriental judío” y los difamaba extensamente. Los autores declaraban haber producido el primer análisis científico sobre nombres judíos y la relación entre la raza y la música y daban crédito por el trabajo pionero a Richard Wagner, Richard Eichenauer y a Karl Blessinger. Ensayos, artículos y libros que denunciaban la presunta influencia perniciosa de los judíos en la música proliferaron.

Uno dato extraño. Adolf Hitler admiraba a Gustav Mahler por sus interpretaciones de Wagner a pesar de que éste era judío (converso al catolicismo, pero según el dogma nazi seguía siendo un judío). El Führer era un amante de la opereta, género que había denostado en los años veinte pero que posteriormente apreciaría. Aparentemente gustó de La viuda alegre de Franz Lehár y de El murciélago de Johann Strauss. Esos eran gustos curiosos dado que Lehár estaba casado con una judía y cooperaba regularmente con judíos en tanto que Strauss tenía sangre judía en sus venas.

Fuente:Revista Compromiso