IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – ¿Sabía usted que una Olimpiada completa fue pagada por un gobernante del pueblo judío? Con dinero de la mismísima tierra de Israel, seguramente.

A muchos puede parecerle un dato extraño, porque la idea generalizada es que el Judaísmo ha sido la antítesis del Helenismo, y las Olimpiadas son –por definición– uno de los conceptos más radicalmente helénicos. De hecho, estamos hablando de una competencia deportiva que surgió como homenaje a Zeus y a su consorte Hera, cuya sede de culto fue la ciudad de Olimpia, a los pies del Monte Olimpo (y de allí el nombre).

Pero la realidad es que los contactos e intercambios entre las culturas judía y helénica son antiquísimos. Datan de la época en la que los clanes hebreos apenas le estaban dando forma a la nación de Israel.

Los siglos XIII al X AEC marcan la época de los Jueces, una etapa en la que el antiguo Israel vivió en una suerte de anarquía favorecida por el paulatino colapso del podería egipcio. Dicha decadencia se debió, en gran medida, a la invasión de los llamados Pueblos del Mar, uno de los cuales fue repelido del propio Egipto, y se asentó en lo que actualmente es la franja de Gaza, construyendo cinco ciudades que, muy pronto, se convirtieron en la sede de una de las más importantes culturas de la zona y de la época.

Nos referimos a los famosos filisteos, presentados en el texto bíblico como grandes enemigos del pueblo de Israel.

¿De dónde llegaron los filisteos y los demás Pueblos del Mar? De Grecia. Concretamente, de la zona del Mar Egeo. Entonces, las guerras entre israelitas y filisteos fueron parte del primer contacto que hubo entre el antiguo Israel y Grecia, entre cinco y siete siglos antes de que Pericles y Platón sellaran el momento más esplendoroso de Atenas.

La Biblia no da muchos detalles respecto a la suerte ulterior de los filisteos, pero sabemos que, superados y dominados finalmente por Israel, fueron exterminados por asirios y babilonios entre los siglos VIII y VI AEC. Cuando Israel regresó de su exilio en el siglo V AEC, los filisteos ya sólo eran una lejana memoria.

El siguiente gran contacto con la cultura griega vino a finales del siglo IV AEC, cuando Alejandro Magno conquistó Fenicia y Judea, y el pueblo judío quedó bajo el dominio de un gobernante helénico. Los relatos tradicionales sobre la entrada de Alejandro Magno en Jerusalén nos muestran una relación muy cordial entre judíos y griegos. El Talmud y Flavio Josefo cuentan que Alejandro Magno soñó con un hombre que era no otra cosa sino el representante de D-os en la tierra, y cuando fue recibido por el Sumo Sacerdote a las afueras de Jerusalén, se dio cuenta que era idéntico al hombre de su sueño. Para sorpresa de todos, se postró delante de él. Dada la cordialidad con la que ambos líderes se trataron, el Sumo Sacerdote decretó que todos los primogénitos judíos que nacieran ese año serían llamados Alexander, y que ese nombre nunca faltaría entre los hijos de Israel desde ese momento y para siempre. Y se cumplió: Alexander es un nombre que se usa entre judíos desde hace 2300 años.

A partir de entonces, para bien y para mal, el Judaísmo tuvo que coexistir con la cultura helénica. Hubo un enriquecimiento mutuo, sin duda; pero también fricciones que derivaron en la dolorosa Guerra Macabea (años 167-158 AEC).

Más allá de esos aspectos que deben analizarse por separado, lo cierto es que una gran cantidad de judíos se asimiló sin problema a la cultura helénica, especialmente en Alejandría, capital cultural del mundo en esos momentos. La comunidad judía local –de un nivel económico y cultural muy elevado– vino a convertirse en una especie de aristocracia intelectual, y produjo grandes filósofos como Filón, cuya obra demuestra que fue una de las mentes más portentosas del siglo I.

Para esas épocas, las Olimpiadas tenían más de siete siglo de haberse inventado. De hecho, empezaron a celebrarse cuando los filisteos estaban en su última fase de existencia, antes de ser aplastados por los asirios y babilonios.

Se sabe que la primer Olimpiada se celebró en el ao 776 AEC, y la última en el 393 EC. Es decir, casi mil doscientos años de Olimpiadas (nosotros apenas llevamos un poco más de cien). Regularmente se celebraban cada cuatro años, así que el término “olimpiada” se refería, específicamente, a dicho período de tiempo.

Los ideales griegos respecto a las Olimpiadas fueron, en su momento, muy avanzados. No sólo estaba la idea religiosa de rendirse ante Zeus y su consorte Hera en la sede de su culto religioso –la antigua Olimpia–, sino que también se usaban las Olimpiadas como modo de motivar la concordia entre la gente de diferentes naciones. Por supuesto, no todo era simplemente bonito: sólo podían participar hombres libres y que hablaran griego.

Estos ideales se mantuvieron vigentes hasta el siglo IV, cuando la invasión macedónica vino a revolucionar toda la cultura helénica. Filipo II, y luego su hijo Alejandro Magno, se encargaron de la expansión de una cultura –la griega– que nunca había tenido la vocación de conquistar otros lugares del mundo. Por lo tanto, alteraron muchos de sus objetivos y de sus perfiles originales. Los nuevos Juegos Olímpicos –y otros más que surgieron en imitación suya– frecuentemente estuvieron dedicados a los gobernantes y no a los dioses, cosa que los griegos veían con desagrado.

La decadencia definitiva vino con la conquista romana y su intrusión en las Olimpiadas antiguas, que pasaron a convertirse en mero espectáculo (sanguinario incluso, a diferencia de lo que sucedía en las épocas griegas). La llegada del Cristianismo vino a rematar esta decadencia, y en el año 393 se celebró la última justa deportiva, antes de que Teodosio las prohibiera por estar dedicadas al “culto pagano”, y de que los germanos invadieran la zona y destruyeran la ciudad de Olimpia.

La conquista romana provocó otro problema: desde entonces (año 146 AEC), Olimpia empezó a tener problemas para financiar las Olimpiadas.

No eran un evento barato: había cinco días de competencias, pero además había que alimentar y dar hospedaje a una gran cantidad de atletas, jueces y visitantes. Además, el último día se ofrecía una Hecatombe (es decir, el sacrificio de cien bueyes). Todo ello resultaba notablemente caro, y las finanzas de la ciudad no mejoraron con la invasión romana. De hecho, fueron decayendo poco a poco y un poco más de un siglo después, en el año 12 AEC, llegaron al colapso definitivo.

Se cumplió la Olimpiada como período de tiempo, y no había dinero para organizar los juegos.

Por extraño que parezca, fue el rey etnarca de Judea –Herodes el Grande– el que rescató la situación. Para ese entonces acababa de terminar la remodelación de la parte central del Templo de Jerusalén, y le faltaba poco para culminar su obra maestra, Cesarea Marítima, un puerto literalmente inventado de la nada.

Herodes puso a disposición de la ciudad de Olimpia no sólo el dinero para celebrar las justas deportivas, sino también para los sacrificios y los banquetes en honor a Zeus, la remodelación o reconstrucción de los santuarios donde se realizaban los eventos, la ceremonia inaugural, el pago de los jueces y funcionarios, y la elaboración de las estatuas de los vencedores. Flavio Josefo dice que incluso hizo donativos para que los Juegos Olímpicos de años posteriores estuviesen garantizados.

Por todo ello, Herodes fue nombrado “presidente de las Olimpiadas” de manera vitalicia (un rango honorario que, hasta donde parece, se inventó para él).

A su regreso a Judea Herodes introdujo mucho de esta cultura deportiva. En Cesarea Marítima mandó a construir un tetro, una arena y un hipódromo; en Jerusalén, un teatro y un gran anfiteatro (aunque de este último no se han encontrado restos arqueológicos). Y decretó que se celebraran juegos cada cuatro años en honor al César.

Cuando Cesarea Marítima fue inaugurada en el año 9 AEC, hubo torneos musicales y atléticos, carreras de caballos y luchas de galdiadores contra bestias.

Todos estos detalles reflejan la realidad de que Herodes fue un gran visionario que supo dónde dejar su huella. Sabía identificar qué cosas podían perdurar por siglos y siglos. Por ello se dedicó lo mismo a construcciones magníficas (se dice que bien pudo haber sido el más grande constructor en toda la Historia del Imperio Romano), que a los Juegos Olímpicos.

Sin embargo, también fue un rey paranoico y cruel. Su memoria en el pueblo judío fue, simplemente, infame. Se calcula que su reinado dejó un saldo de alrededor de cien mil varones en edad productiva muertos, y esto ocasionó un empobrecimiento generalizado del país. Para resolver la situación, Herodes trajo mucha mano de obra extranjera, y muchas regiones del norte –sobre todo en Galilea– se helenizaron por completo.

Por ello, tras las catastróficas revueltas anti-romanas que dejaron como saldo la devastación del país y de Jerusalén, los primeros sabios de la Era Rabínica no manifestaron ningún tipo de aprecio por Herodes. Ni por los Juegos Olímpicos.

Naturalmente, la Era Moderna trajo la reconciliación. Los modernos Juegos Olímpicos no pusieron ningún énfasis en algún aspecto religioso, y eso facilitó la participación de atletas judíos desde la primera mitad del siglo XX.

Todavía con un pícaro sabor antagonista, en 1921 se fundó la Unión Macabi Mundial, y en 1932 se celebró la primera Macabeada. Una justa deportiva que, en términos simples, no es otra cosa sino una mini-Olimpiada. Sin embargo, su nombre hace referencia a Yehudá Hamakabi, o Judas Macabeo, el gran líder judío que derrotó… a los griegos.

Las Macabeadas se celebraron a veces con tres, a veces con cuatro años de intervalo, y lógicamente se suspendieron durante la II Guerra Mundial. A partir de la Sexta Macabeada (1961) se estableció que estas se celebrarían cada cuatro años, y además se obtuvo el reconocimiento oficial por parte del Comité Olímpico Internacional.

Por decirlo de algún modo, con ese detalle se cerró un círculo en el que hubo de todo: filisteos, Sansón y Dalila, David y Goliat, Alejandro Magno, Herodes y sus edificios, pero también sus crímenes, la devastación de Judea, las condenas de los antiguos rabinos contra las prácticas paganas greco-latinas, las Olimpiadas modernas y las Macabeadas. Todo ello, reconciliado en el noble ideal de MENS SANA IN CORPORE SANO (mente sana en cuerpo sano).

Sin olvidar, por supuesto, el extraño momento en que un gobernante del antiguo Israel financió los Juegos Olímpicos y, de hecho, los rescató.

Aunque usted no lo crea.