“Encontré que convertirme en científico fue un premio y una alegría: cuando descubres, aunque sea una cosa pequeña, te genera un profundo placer, casi llega a la euforia”, dice el físico teórico, que también fue uno de los descubridores de la teoría de dispersión algebráica.

ADRIAN FIGUEROA

Una, dos, tres, cuatro… contaba el niño Alejandro Frank Hoeflich cada vez que el balón de fútbol tocaba su pierna o cabeza para completar una dominada más. Quería romper su récord de 200 al hilo. El fútbol era su pasión y dominar el balón su gran habilidad, un gusto que en sus hendiduras tenía algo que le daría el mayor premio de su vida: convertirse en un renombrado físico teórico y uno de los descubridores de la supersimetría nuclear y la teoría de la dispersión algebráica.

Hoy, Alejandro es integrante de El Colegio Nacional y ha recibido muchos reconocimientos, como el Premio de la Academia Mexicana de Ciencias (1989); la Medalla Marcos Moshinsky (1997); el Premio Manuel Noriega Morales de la OEA (1991); el Premio Nacional de Ciencias y Artes (2004) y el Premio Scopus México 2008, como el científico mexicano más citado en los diez años anteriores al galardón.

Origen.

Alejandro cuenta que nació en 1951 en Monterrey, pero en realidad su familia no vivía en esa ciudad. No fue un acto milagroso, sino que su madre, Martha Hoeflich, iba a Monterrey para que sus hijos nacieran ahí. Ella pertenece a una familia regiomontana de tradición y su padre, Nathán Frank, era de Ucrania. “Estos antecedentes me hacen heredero de dos grandes culturas, algo que enriquece mi vida, aunque la haya hecho difícil en algunos momentos en la niñez, al tener que estar en la búsqueda de mi identidad”.

La familia de su padre llegó en 1927 a Monterrey, de tránsito para buscar visas para los Estados Unidos. En esa época la frontera de México con la Unión Americana estaba cerrada. Pasaron un año, dos o tres sin obtener los documentos y decidieron quedarse a vivir en esa ciudad.

En ese tiempo, cuenta, sus abuelos trabajaban como comerciantes y su padre estudiaba. Fue el primero de su familia en cursar una carrera: se graduó como ingeniero. Su mamá, era una niña con una educación solida, culta y persona sencilla cuyo abuelo era alemán y su apellido significa cortés. Se conocieron cuando tenían 15 años. “Su encuentro es muy romántico porque ninguna de las dos familias aceptaba el noviazgo, hasta que se pudieron casar en 1948. Una historia que algún día voy a escribir”, dice Alejandro Frank.

Tras su nacimiento en 1951, Alejandro sólo está los días necesarios en Monterrey lo llevan a Cuernavaca, donde la familia residía. Ahí ya vivía su hermano mayor —por dos años—, Mauricio, un gran lector. Después nacerían sus hermanas Katya y Mayra.

Alejandro residió ahí hasta los siete años. “Fue una etapa muy formativa. Nuestra casa, en la colonia, era la única de cemento, las demás estaban construidas con cartón y láminas al ser una zona de pocos recursos, pero tenía algo mágico: todos los días jugaba futbol con los niños, eso me hizo consciente de las diferencias sociales. Además, conocí el lenguaje del pueblo, me peleé a puñetazos con otros niños, cazábamos lagartijas con resorteras —el arma predilecta— y había grandes cazadores, yo nunca lo fui. Y el futbol”.

El futbol, evoca, se jugaba con cualquier cosa, “pero recuerdo el día en que mis padres me regalaron una pelota. La cuidé como si fuera un ser mágico. La quería con toda mi pasión. Me pasaba dominándola, tratando de romper mí récord de 200 al hilo, aunque no era un maestro como los de ahora que la dominan por mucho tiempo. Fue mi actividad importante en ese tiempo, no la lectura. Es más, jamás pasó por mi mente la idea de ser científico”.

Para Alejandro, el futbol fue en su niñez y adolescencia el amor de su vida, de hecho pensaba en ser futbolista. Hoy es seguidor de los Pumas de la UNAM, pero de niño, por razones históricas, le iba al Monterrey.

—¿Las dominadas tienen que ver con la física?

— De alguna manera, sí.

—Tras siete años de vivir en Cuernavaca, ¿a dónde fue?

—Nos mudamos a la Ciudad de México. Es 1958 y fue un cambio radical en mi vida, porque siendo mi padre inmigrante y sabiendo de las dificultades del mundo, insistió en que aprendiéramos inglés. Nos inscribió en una escuela muy rígida y disciplinada donde fui muy infeliz durante la primaria, pero me salvó el futbol. Era un niño muy pequeño. Al terminar la primaria tenía una estatura de un metro 41 centímetros; sin embargo, fui el capitán del equipo de futbol.

En la escuela había alumnos que abusaban de otros: los grandotes; hoy se le llama bullying, pero me salvé de todo eso: uno, porque había boxeado bastante y no me daba miedo enfrentarlos y, dos, porque era muy popular al ser el capitán del equipo de futbol. Entonces, mi autoestima no provenía de mi estatura ni de hazañas en lo escolar, sino de la cancha de futbol donde dejaba el alma en cada partido. En ese tiempo no me atraía lo académico ni la vida social, siempre fui muy tímido, ahora dicen que no se me nota tanto.

Fui un alumno mediano, aunque no de los que sufrían para pasar materias, pero ¡jamás destaqué! No tenía mayor interés en el estudio, me aburría; sin embargo, a Mauricio, mi hermano mayor, a quien quiero mucho, le debo mis lecturas. Él es un gran lector, amante de la ciencia ficción, de las aventuras de Salgari, de los grandes escritores y de Tarzán, de Edgar Rice Burroughs. Entonces los libros que dejaba, los tomaba y leía. Jamás compré uno, pero él buscaba todo el tiempo qué leer y así se convirtió en uno de mis maestros. Luego descubrí los ensayos de ciencia de Asimov, Sagan y otros, que son obras maestras de la divulgación científica.

Cambio.

Antes de ingresar a la secundaria, le sucede algo que marcó su vida. Alejandro tenía 12 años e iba en sexto de primaria. Los amigos lo invitan a jugar beisbol, por su habilidad para los deportes. “Estuve en una liga pequeña, La Yaqui, con sus uniformes y la gorrita, pero tenía un problema: tuvieron —siempre me he reído de eso— que mandar hacer una gorra especial, porque soy muy cabezón. Incluso, cuando en la Universidad hicieron mi toga y birrete, tuvieron que hacer un esfuerzo para hacer el birrete al tamaño de mi cabeza. En las escuelas me decían `cabeza de huevo´…, y de chiquito dicen que no me equilibraba bien al caminar”.

Cuando jugaba beisbol, por la emoción que le producía, dormía las noches de viernes y sábado vestido con el uniforme. A los juegos iban su madre y hermanas. Se convertía en el evento de fin de semana, “pero cuando terminó esa temporada, en 1963, me enfermé gravemente de los riñones. Un padecimiento autoinmune que me postra en la cama y no me deja jugar el segundo año de beisbol, cuando ya había crecido en estatura un poco más”.

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Alejandro Frank era primera base y bateador muy sistemático, pero cuando le dijeron que no podía seguir jugando, recuerda: “¡Fue una tragedia!, que siguió y siguió. La enfermedad era muy grave y de hecho fui atendido por médicos del Instituto Nacional de Nutrición. El mismo Salvador Zubirán, cuya hija era cercana a mi madre, le dijo a mi mamá que se resignara, que el problema que tenía no era curable. Para mi madre fue terrible”.

Alejandro es muy cercano a su mamá, que hoy tiene 93 años y medio, y desde niño ella habló con él y sus hermanos sobre la vida, de lo correcto e incorrecto. “Entonces, mi enfermedad para ella fue un shock. Mi padre, fuerte y de mucho carácter, también lo resintió”.

En ese tiempo, regresaba de Harvard un joven médico: José Carlos Peña, y su especialidad era la nefrología. Él también diagnosticó que el padecimiento, hasta donde sabía la ciencia, era incurable, aunque propuso llevar a Alejandro al hospital Peter Bent Brigham, de la Universidad de Harvard, para intentar un procedimiento experimental.

“Eso cambió mi vida, una bifurcación que sacudió a la familia. Mi padre tuvo que vender lo que tenía para llevarme. En Harvard me hicieron un procedimiento experimental: fui el único niño en ese hospital. Me suprimieron el sistema inmunológico y me quitaron el bazo. De pronto, empecé a mejorar, pero quedé un tiempo con el sistema inmunológico deprimido”.

Tras esto, llega a la secundaría de la Ciudad de México, seis meses tarde, donde estaba exento de la clase de gimnasia, pero cada vez que estornudaba, su madre pensaba que moría. En ese momento descubrió las matemáticas, mientras no tenía mayor posibilidad de jugar.

“Hubo momentos, cuando estaba enfermo, que pensé que no iba a durar muchos años, pero aquí sigo. Fue entonces cuando descubrí, para sorpresa de mis compañeros, las matemáticas, algo que me fascinaba. Al entrar a preparatoria, el profesor de matemáticas, Miguel Ángel Herrera —astrónomo y después mi mentor—, dijo en su primera clase: `Voy a poner este problema a los tres años de la preparatoria. Ustedes no han aprendido, no saben manejar el álgebra, pero de todos modos lo pongo´”, agrega.

Alejandro Frank relata que ese fue un momento crítico en su vida. “Vi el problema, pero no tenía la intención de resolverlo aun cuando había descubierto que las matemáticas eran divertidas, porque éste era un problema serio. Entonces, algo me sucedió: no me podía quitar el problema de la cabeza. Me senté y lo resolví. Tuve que inventar el lenguaje para hacerlo: hice mi propia manera de pensar el problema y lo escribí en un cuadernillo. Se lo entregué muy orgulloso al maestro y quedó muy impresionado.

“De ahí mi prestigio subió. Aún era muy pequeño de estatura, pero en ese momento en la escuela adquirí fama, las niñas me pedían que les diera clases, ¡a mí, que les llegaba al hombro! Así recuperé la autoestima, ésa que había perdido tras dejar de ser futbolista.

Eso cambió mi capacidad económica, porque Miguel Ángel me recomendó para dar cursos a alumnos de secundaria que estaban atrasados. ¡Tuve muchas satisfacciones como maestro!”.

Por esto, Alejandro Frank decidió estudiar matemáticas y su profesor Miguel Ángel lo convenció de entrar a la carrera de Física en la UNAM, donde podía ser matemático o físico. “Se lo agradezco mucho, porque hoy soy un físico teórico, aunque no tengo el rigor de los matemáticos”.

El ingreso a la Facultad de Ciencias fue en 1970. Dos años atrás fue el movimiento estudiantil de 1968 y las facultades aún estaban agitadas. Alejandro Frank recuerda que participó en discusiones, “pero siempre fui muy individualista. Me costaba trabajo seguir a un grupo, porque notaba que había múltiples opiniones y no era posible conciliarlas. Aún me pasa que no soy muy dado a las manifestaciones colectivas”.

En la Universidad descubre un mundo nuevo, él que venía de una escuela privada. “Se me abrió el horizonte. Tenía compañeros de diversas partes de México, todos con la creencia e ilusión de que tenían mucho talento. Eso pasa con los que entran a física, tienen la impresión de que son especiales”.

Pero estar en la Facultad de Ciencias fue maravilloso, no porque estudiara todo el día, sino por lo que descubría, aunque no asistía mucho a clases. “En la Universidad a veces me decían el cometa, porque no iba muy seguido a las clases, sino que sólo averiguaba en qué andaban para ir a buscarlo en los libros. Creo que una de las primeras clases en las que estuve muy metido fue la de Octavio Novaro y luego con Moshinsky, que no eran clases sino sesiones larguísimas de trabajo, pero muy placenteras”.

El cambio de Alejandro se dio cuando tuvo contacto con el doctor Octavio Novaro —también integrante de El Colegio Nacional—. Él le dio los primeros cursos de física moderna y aunque su relación inició un poco ríspida, “porque yo creía que la física moderna era como magia negra. Después de esto, vino lo excepcional: mi encuentro con Marcos Moshinsky. Él era muy famoso y casualmente accedió a dirigir algunas tesis de licenciatura. Así dirigió la mía y después la de maestría y el doctorado. Fue espectacular, porque era un hombre de gran sapiencia y gran cultura. Un hombre con una gran decencia personal, ética e intelectual y en sus clases todo lo que escribía en el pizarrón, sus alumnos eran capaces de seguirlo. Yo había tenido maestros a los cuales era difícil seguir, pero con Moshinsky todo era transparente”.

Recuerda que Marcos, siendo el mejor físico y el más reconocido en México, podía mostrar que la ciencia es un proceso lógico. “Eso fue lo mejor para mí. Sus clases de Teoría de grupos, entre otras, me enamoraron de la física nuclear. A estas alturas comenzó mi verdadero amor por la ciencia, por la mirada científica, y paralelamente leí a Carl Sagan, a Stephen J. Gould y muchos otros escritores. Sagan fue mi mayor motivación. Leí su libro Los Dragones del Edén, que curiosamente es de biología, y me pareció fascinante”.

Esto le da pie para recordar que antes quiso ser biofísico, pero en México no había con quién estudiar. “Soy físico nuclear por Moshinsky. Un hombre de gran sensibilidad, nada arrogante, extremadamente sencillo que sabía de sus talentos, pero no los lucía. Era especial e incluso cuando sus alumnos le preguntaban algo poco inteligente, él le daba la vuelta para hacerla interesante: “ No, mire usted…”.

Alejandro cuenta que su relación con Moshinsky prosiguió después de hacer el doctorado. Escribieron artículos y luego fue el colega, un amigo al que vio como su padre académico. “Es la persona más influyente en mi vida académica. Murió en mayo de 2009 , pero dejó un legado muy importante y en su honor, con sus ahorros, creamos la Fundación Marcos Moshinsky, que otorga cátedras cada año a jóvenes y de la cual fui el primer presidente.

El baile, la música…

En su juventud, Alejandro era un idealista, políticamente hablando, inclinado a la izquierda; sin embargo, no un militante. “No fui muy fiestero y aprendí lo básico para tocar guitarra. Es tiempo de música y ¡claro!, The Beales y el rock, pero más que esto, el folclor latinoamericano. Era el momento de Violeta Parra, Víctor Jara y otros. Hoy, me gusta la música de concierto, el blues y el jazz y la música mexicana tradicional, esta última me emociona mucho”.

De ese tiempo también están los grandes amigos de la Universidad: gente extremadamente inteligente, que le mostró que el talento sobra en el país. Con ellos iba al billar. “¡Eran nerds, los niños talentosos!, aunque, mi cercanía era más por su sentido del humor”.

Termina el doctorado e ingresa, muy joven, como investigador, al Instituto de Ciencias Nucleares. Ahí conoció mucha gente, publicó con decenas de científicos de muchos países. “Encontré que convertirme en científico fue un premio y una alegría: cuando descubres, aunque sea una cosa pequeña, te genera un profundo placer, casi llega a la euforia”.

En todos estos años, Alejandro ha gozado de algo: la capacidad de diálogo, de escuchar al otro, de confiar en su intuición más que en el trabajo sistemático para descubrir y crear. Al centro de esto, añade, está la imaginación. “Dicen, que decía Albert Einstein, porque a él le achacan miles de frases, que la imaginación es más importante que el conocimiento. Creo firmemente en esa frase, porque el arte y la ciencia tienen eso en común: la imaginación e intuición para llegar a metas. Porque hay que saber la solución antes de comprobarla”.

El científico cuenta que es muy afortunado por tener a la ciencia como premio, de ser integrante de El Colegio Nacional, “nunca imaginé estar, lo digo sinceramente”; y su otro amor: la UNAM; de ser uno de los creadores del Programa Adopte un Talento (Pauta) y el Centro de Ciencias de la Complejidad.

“Una vida que no cambiaría por nada. El máximo placer, para mí, es la mirada que da la ciencia, que no es incompatible con gozar del arte, de la familia y los afectos, porque la ciencia es mi columna vertebral, es poder ver el mundo desde un lugar privilegiado. “Ése es mi caso”, concluye.

Fuente:cronica.com.mx