El día que los palestinos renunciaron a la tierra

IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Uno no destruye lo que ama, y uno ama todo aquello hacia lo cual tiene pertenencia. Cuando este vínculo entre el apego, el amor y el cuidado se rompe, es porque hay algo insano, demencial, como trasfondo.

Durante décadas, los hoy llamados “palestinos” se han quejado de que fueron despojados de “su tierra”, y que viven bajo una cruel ocupación. Exigen que se les devuelva “lo que se les quitó”.

Sin embargo, su conducta contradice la base de ese reclamo. En cada detalle que se pueda analizar de su comportamiento, lo único que se hace evidente es que no tienen ningún tipo de apego real por el territorio, y que –por el contrario– la única forma en la que saben relacionarse con lo que llaman “su tierra” es la destrucción.

Ellos apelan a que son “el pueblo original”, y que están allí presentes desde tiempos ancestrales. Por supuesto, el dato es falso. Carece de sustento histórico. Por ello, los líderes palestinos han sido capaces de decir verdaderas barbaridades dignas de un absoluto ignorante, como que ellos ya estaban allí “hace un millón de años”, o que lo mismo son descendientes de filisteos que de jebuseos (para que sepa, querido lector, los jebuseos fueron un pueblo cananeo; los filisteos, invasores de origen griego; no se puede ser “la descendencia” de unos y de otros al mismo tiempo).

Bueno, el exceso absoluto es que ellos mismos se identifiquen como “palestinos”, palabra que se origina en el idioma hebreo, cuyo significado es “invasor”. Decir “somos los palestinos, habitantes originales de Palestina”, es tan inteligente como decir “somos los invasores, habitantes originales de la tierra invadida”.

Pero dejemos por un momento esos dislates. Vayamos a los hechos concretos: ellos dicen vivir allí desde tiempos inmemoriales. Bien: ¿en qué condiciones tenían su tierra?

La cruda realidad es que a finales del siglo XIX ese territorio era un lugar apenas habitable. La mayor parte, desierto; el resto, pantanos. Inhóspito, miserable, abandonado. Los únicos lugares potables para vivir eran las milenarias ciudades como Jerusalén o Nazaret, que de todos modos no eran cómodas. Había todo tipo de carencias. Apenas a finales del siglo XIX e inicios del XX, los pioneros sionistas que llegaron a establecerse allí empezaron a transformar ese panorama. Pese a vivir en las condiciones más desventajosas posibles, sentaron las bases para lograr que reverdeciera ese lugar desolado. Y sólo hasta entonces el sitio se empezó a repoblar.

El resto de la historia se conoce bien: Israel es un milagro por donde quiera que se le vea. De ser un territorio desolado durante casi dos milenios, pasó a convertirse en uno de los países más prósperos en todo sentido. Su agricultura está a la vanguardia; está en primera línea en desarrollo tecnológico; su nivel cultural está a la par de las naciones más ricas del mundo; muchas de las peores enfermedades están encontrando su cura en sus universidades y hospitales.

Es decir, que en 68 años los judíos hicimos con Israel todo lo que los árabes no tuvieron la mínima intención de hacer durante milenio y medio de dominación.

Aquí no hay vuelta de hoja: uno ama aquello con lo que tiene vínculos.

Si estuviésemos hablando de situaciones que se desarrollaron a lo largo de 30 o 40 años, podríamos considerar muchos factores que pueden limitar la acción de un grupo de personas: la dominación extranjera, guerras, hambrunas, etc. Se podría comprender que en algunas décadas, un grupo no pueda realizar nada a favor del territorio que ama, de su propio hogar.

Pero quince siglos es otra cosa. En esa cantidad de tiempo ya no hay pretexto que valga. La cruda y molesta realidad es que a los árabes nunca les importó la entonces provincia de Palestina.

En la última semana dieron el siguiente paso en su evidente desinterés por esa tierra.

En el marco de una temporada de calor que provocó varios incendios forestales, muchos palestinos se dieron a la tarea de azuzarlos o incluso provocar nuevos incendios, en lo que vino a convertirse en una ola de verdadero piro-terrorismo. Muchos otros –miles de ellos– se dedicaron a aplaudir el crimen, y a rogarle a D-os que consumiera a todo Israel con el fuego.

No aman la tierra, porque no son de allí. Por eso son capaces de considerar que incendiarla es una opción; o por eso son capaces de aplaudirlo.

Los incendios de este año en Israel –los más violentos de los que tengamos registro- fueron como ver a una madre enferma.

Sus hijos la llenaron de cuidados.

Sus enemigos la intentaron arruinar más.

Con su conducta de esta semana, los palestinos han renunciado a la tierra. Han demostrado que no la quieren. Nos han convencido de que lo mejor es que esté en manos de judíos.

Hace tres mil años, la Torá hizo una profecía de lo más irracional: un pueblo abandonaría un territorio para ir al exilio, y el territorio quedaría desolado y yermo. Eso no tiene lógica. Si el territorio era fértil, sus nuevos habitantes podían mantenerlo fértil aunque el pueblo original ya no estuviera allí.

Pero no. La profecía se cumplió, y el territorio se volvió estéril.

Pero también hizo otra profecía todavía más extraña: ese pueblo regresaría, y el territorio volvería a florecer.

No tiene sentido que un territorio entero muera o reverdezca en función de las idas y venidas de un grupo de gente. Sin embargo, la profecía se cumplió al pie de la letra: los judíos regresamos a nuestra tierra, y esta reverdeció.

La tierra sin pueblo estaba esperando el regreso del pueblo sin tierra.

Los destrozos ocasionados por los incendios no nos afectan en nuestra fibra más íntima. Ya hicimos reverdecer el desierto. Volveremos a plantar los árboles, volveremos a cuidarlos, volveremos a amarlos. Los frutos regresarán, la fauna se multipliará, el lugar volverá a ser hermoso. Si nos limitamos a hacer las cosas como solemos hacerlas, será inluso más hermoso.

Somos el hijo que cuida a su madre y procura su bienestar. Es nuestra tierra, hoy y siempre. Ya derrotamos a los árabes en su intento por destruirnos.

Los derrotaremos también en su intento por destruir la tierra.

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Irving Gatell: Nace en 1970 en la Ciudad de México y realiza estudios profesionales en Música y Teología. Como músico se ha desempeñado principalmente como profesor, conferencista y arreglista. Su labor docente la ha desarrollado para el Instituto Nacional de Bellas Artes (profesor de Contrapunto e Historia de la Música), y como conferencista se ha presentado en el Palacio de Bellas Artes (salas Manuel M. Ponce y Adamo Boari), Sala Silvestre Revueltas (Conjunto Cultural Ollin Yolliztli), Sala Nezahualcóyotl (UNAM), Centro Nacional de las Artes (Sala Blas Galindo), así como para diversas instituciones privadas en espacios como el Salón Constelaciones del Hotel Nikko, o la Hacienda de los Morales. Sus arreglos sinfónicos y sinfónico-corales se han interpretado en el Palacio de Bellas Artes (Sala Principal), Sala Nezahualcóyotl, Sala Ollin Yolliztli, Sala Blas Galindo (Centro Nacional de las Artes), Aula Magna (idem). Actualmente imparte charlas didácticas para la Orquesta Sinfónica Nacional antes de los conciertos dominicales en el Palacio de Bellas Artes, y es pianista titular de la Comunidad Bet El de México, sinagoga perteneciente al Movimiento Masortí (Conservador). Ha dictado charlas, talleres y seminarios sobre Historia de la Religión en el Instituto Cultural México Israel y la Sinagoga Histórica Justo Sierra. Desde 2012 colabora con la Agencia de Noticias Enlace Judío México, y se ha posicionado como uno de los articulistas de mayor alcance, especialmente por su tratamiento de temas de alto interés relacionados con la Biblia y la Historia del pueblo judío. Actualmente está preparando su incursión en el mundo de la literatura, que será con una colección de cuentos.