El mundo de la moda es misterioso: es un mundo hermoso cuando acerca a las personas a la belleza. Es decir, cuando el ama de casa, la mujer trabajadora o la adolescente de la prepa encuentran formas nuevas de cubrir y adornar su cuerpo, de verse en el espejo y sentirse plenas. Nadie lo duda, el estilo y el refinamiento en la ropa trae alegría a quien lo genera y serenidad a quien lo admira.

Sin embargo, como todo, no hay nada absolutamente bueno ni absolutamente malo. La elegancia también se puede convertir en una obsesión y esa obsesión se puede volver cultural. Éste fue entre varios, uno de los grandes problemas que afrontaron las mujeres del siglo pasado. Nuestras madres, abuelas y bisabuelas se enfrentaron a un mundo donde la imagen de la mujer importaba. Para bien o para mal, importaba tanto que muchas veces determinaba sus relaciones sociales.

Hoy en día estamos acostumbrados a que la imagen importe, pero a que no nos afecte tanto. Las reglas de etiqueta se han relajado, la gente ya no tiene códigos tan complicados. No usamos atuendos distintos en nuestro día a día, difícilmente cambiamos de ropa tres veces en la misma tarde como en antaño hacían (uno para salir a la calle, otro para la hora del té y otro para la noche). Ya nadie critica a los jóvenes y señoritas por usar pantalones de mezclilla y hay muchos trabajos que no exigen a sus empleados reglas de etiqueta estricta.

Claramente el parámetro social ha cambiado. Sin embargo, algo que se nos olvida es que también había cambiado antes. Estamos acostumbrados a ver el pasado como un panorama estático, como si las cosas siempre hubieran sido así, sin embargo, se nos olvida que toda época tuvo un tiempo anterior y toda norma en su momento fue cambio. Lo mismo es con el parámetro de la elegancia.

Uno de los recuerdos más vívidos que tengo de mi adolescencia, que muestra los contrastes generacionales, fue encontrar los retratos de mi tatarabuela y mi bisabuela puestos sobre la misma hoja. Las dos fotos habían sido tomadas cinco años después de que bajaron del barco; las dos mujeres no podían ser tan distintas.

Mi bisabuela, mi “Bobe Blanca” como la recuerdo, es la mujer más elegante que he conocido en toda mi vida. Aún está fija en mi memoria arreglándose, a sus ochenta y cinco años, hablando como una verdadera dama. Todas las personas que he conocido, lo primero que me dicen de ella es “que era la mujer más elegante que habían conocido”.

En la foto que vi, tiene dieciocho años. Usaba un abrigo negro, sostenía una boquilla del mismo color y tenía el cabello semi suelto, pero en un peinado elaborado de rulos, sus ojos y su sonrisa serían capaces de enamorar a cualquiera. Justo a su lado estaba su madre: una señora seria, con una mirada que mataba incluso desde la fotografía, usaba un chal negro sencillo, tapada hasta el cuello y el cabello modestamente recogido.

Una era la hija citadina, la inmigrante que junto con sus padres vivió la pobreza, pero salieron adelante y pudo disfrutar de la riqueza en su juventud. La otra, era la mujer que se crió en Polonia, a cuya familia exterminaron los nazis; una mujer que pudo sobrevivir gracias a su dureza de carácter y decidió tener a la escasez presente hasta su tumba.

Las dos fotos marcan dos épocas distintas, tanto para el mundo judío como para México, Occidente y Norteamérica. Un cambio generacional que podemos observar a través de la ropa.

Mi bisabuela vivió en una época de abundancia, mi tatarabuela en una de pobreza. Una vivió en la época donde la elegancia fue adoptada como parámetro dentro de un espectro amplio de diversas clases sociales y la otra, en una época donde el lujo y el arreglo personal estaban relegados únicamente a la aristocracia.

Ésta es la misma historia que vivió Lane Bryant, la fundadora de la empresa dirigida a coser ropa para mujeres con sobrepeso más conocida en el mundo. Ella se convirtió en el ícono del diseño para ropa especializada a un mercado y fue la primera mujer en coser un vestido para mujeres embarazadas y comercializarlo. La historia de su vida es la historia de cómo han cambiado los parámetros de elegancia y belleza en EUA, queremos contársela. Esperamos les guste.

La industria una nueva forma de vida.

En la última década del siglo XIX, en Estados Unidos se vivió lo que sería llamada la Segunda Revolución Industrial. Las máquinas empezaron hacer el trabajo que antes hacían más de cien hombres. Nuestro vecino del Norte vivió un frenesí por el desarrollo tecnológico. Todo giraba alrededor de hacer más máquinas, que fueran cada vez más rápidas y produjeran… más.

El resultado fue un país extremadamente rico, que exportaba a todas partes del mundo, generaba una cantidad inimaginable de empleos bien pagados y precios competitivos a artículos de buena calidad. Por eso mismo, fue un país capaz de recibir a millones de inmigrantes que buscaban “la tierra de la libertad”; que venían huyendo de un mundo de pobreza o de persecución y llegaban a un lugar donde podrían empezar una vida nueva, donde podrían trabajar y ahorrar para hacerse ricos. En ese contexto sucedieron las grandes olas de inmigración judía a Estados Unidos, entre ellas llegó Lena Himelstein (nombre original de Lane Bryant).

Ella era una niña de dieciséis años, judía, venida de Lituania con sus padres. Cuando desembarcó en 1895 en el puerto de Nueva York se enteró que su familia había arreglado su matrimonio con el hombre que pagó su pasaje. Ella se rehusó a casarse, dejó a su familia y empezó a trabajar en una fábrica de ropa íntima, ganando 1 dólar a la semana. Con el tiempo fue refinando sus habilidades y terminó por adquirir velocidad en la costura hasta ganar 15 dólares semanales.

Finalmente había llegado a la tierra de la elegancia. El área textil estaba en su apogeo, por primera vez en siglos la ropa había dejado de ser un artículo de lujo para convertirse en un artículo de uso cotidiano. Sombreros, zapatos, mascadas, guantes, suéteres y vestidos eran accesibles para todo aquel que pudiera comprarlo y eso incluía a muchísimas capas de distintas clases sociales.

La riqueza trajo consigo una nueva forma de vida y con esa forma una nueva exigencia. Si bien antes se esperaba que una persona tuviera un solo par de zapatos para toda su vida, ahora cualquier mujer que se respetará tenía al menos tres tipos de vestidos distintos, y cualquiera que fuera la imagen que toda dama presentara a la sociedad sería juzgada con ojos escrutadores. Se generó una obsesión por la moda, la elegancia y el buen vestir.

Esto ayudó a que Lena pudiera abrir un taller de costura en su propio departamento. A los tres años de haber llegado a Estados Unidos, contrajo matrimonio con David Bryant, inmigrante ruso de quien tomaría su apellido. Al casarse él fomentó que abandonara el trabajo de costurera para atender su embarazo y cuidar de su próximo hijo. Sin embargo, una catástrofe ocurrió, su esposo murió pocos meses de que el niño había nacido. Completamente sola se tuvo que hacer cargo del cuidado y la manutención del niño.

No podía regresar a las fábricas, por eso, abrir su propio taller fue la única solución que tuvo a la mano. Para 1904 ya tenía el suficiente éxito para rentar un local en la Quinta Avenida de Nueva York, y pudo ponerle nombre a su tienda. Se dice que “Lane Bryant” fue el error de un notario que confundió “Lena” por “Lane”, cualquiera que haya sido el motivo, lo cierto es que el nombre final tuvo popularidad.

La tienda es un indicador de la movilidad social tan amplia y la riqueza que había en ese momento en ese país. Tan sólo el hecho de que una adolescente completamente sola, una madre viuda, pudiera alcanzar en pocos años el nivel económico suficiente para poner una tienda de ropa en la colonia más reconocida de la ciudad, habla del bienestar económico que se vivía en Nueva York en esa época.

Entre la elegancia y la familia, cambios en los parámetros de maternidad.

Regresando a nuestra historia, a la tienda le iba bien. Sin embargo, el verdadero éxito vino cuando una mujer embarazada le pidió que cosiera un vestido para salir a la calle durante su embarazo. ¡Nadie vendía este estilo de cosas! Bryant, tenía mucha ropa que embarazadas podían usar: ropa de noche, batas, vestidos y faldas, pero todas eran para usarse dentro de la casa, nadie esperaba poder usarlos en la calle.

Como mencionamos antes, el lado negro de la elegancia era la obsesión. Durante años, la maternidad fue vista como algo vergonzoso. Era muestra de debilidad mostrar cariño a los hijos en el espacio público. En las clases sociales donde la mujer no se veía en la necesidad de trabajar, el embarazo la recluía por completo. No podía pensarse que una “dama” se atreviera a aparecer en sociedad con “esa figura”. El resultado era muy negativo para el bienestar familiar, porque la madre terminaba por sentir rechazo contra el cuerpo nuevo que estaba teniendo e ira contra el niño que le había ocasionado el cambio.

Éste era el punto donde los vestidos, los gorros, los guantes y las mascadas que tanta felicidad habían traído a las clases emergentes perdían su fuerza y se convertían en un vehículo de malestar. No podían ser usados, porque por más disfraces que una se pusiera, la figura y la imagen frente al espejo seguía siendo la del embarazo, una figura vergonzosa para el momento. El tiempo tendría que ayudar a sanar este error generacional.

Aquel momento en el que la mujer llegó a la tienda de Bryant, para pedir un vestido en su embarazo, es muestra del inicio de la sanación; porque vestir el cuerpo, en este caso vestir el cuerpo embarazado, es una forma de aceptarlo y celebrarlo; es lo que le da su sentido a la ropa.

Lo que la mujer le estaba pidiendo a la costurera era que le ayudará a romper un tabú social; lo estaban haciendo de forma disimulada e individual. El reto era enorme, la costurera creativa no se dio por vencida. Aceptó el desafío y empezó a buscar ideas entre las telas que tenía. Logró hacer una falda con pliegues y elásticos que fue del agrado de la cliente. Pronto empezaron a llegar más mujeres con la misma petición y empezó a producir todo tipo de vestidos y ropa especializada para mujeres embarazadas.

Al poco tiempo, su compañía se hizo popular. El tabú estaba roto en algún punto, pero en otro todavía era muy presente: le era muy difícil conseguir periódicos o medios comunicativos que difundieran su publicidad, ya que era mal visto hablar de maternidad públicamente. El día en que por fin The New York Herald aprobó uno de sus anuncios, ese mismo día, vendió todos los vestidos que tenía disponibles.

Por 1915 empezó a establecer una cadena de ropa y abrió tiendas en Chicago, Detroit y otros estados. Se había vuelto a casar y tenía tres hijos con su esposo. Juntos abrieron una modalidad de venta por catálogo que llegó a vender más de un millón de dólares en 1917.

Una de las características que más resaltaba de su marca era la publicidad tan buena que Bryant hizo a la misma. Junto con los catálogos empezó a incluir folletines con consejos sobre maternidad y moda y formó su propia revista para difundir sus productos. También empezó a innovar en giros comerciales y mercadotecnia dirigida.

Para ese momento, la moda había cambiado y las mujeres cada vez más buscaban una figura más delgada. Mujeres con cuerpos menos esbeltos empezaron a quedarse sin lugares donde hacer sus compras usuales. Por ello, Bryant tuvo la genial idea de empezar a vender ropa más holgada, específicamente dirigida a las mujeres que no cumplían con las características físicas deseadas para la época. Empezó a surgir lo que entonces se llamaba “slenderizing” (ropa para hacerte ver más delgada) que combinaba patrones de líneas, cuellos y demás para ayudar a aparentar el sobrepeso.

En 1923 las ventas eran mayores a 5 millones de dólares y la ropa para mujeres con sobrepeso había rebasado las ventas de la ropa para maternidad. Así fue como finalmente la tienda adquirió el giro comercial que la caracteriza hoy en día.

En 1951 que Bryant fallece la marca ya estaba completamente configurada y establecida en el mercado. Sus hijos pudieron heredarla y continuar con la empresa que su madre había creado. Hoy en día es una tienda exitosa, sin embargo, el legado más grande que dejo esta mujer a la sociedad es la idea de que maternidad y moda pueden combinarse. Que el embarazo lejos de un periodo vergonzoso puede ser un momento donde la mujer se identifique con su próximo hijo, se arregle y use ropa con la que se siente cómoda y le ayude a acentuar su belleza.