Mi amiga, la directora del Semanario Hebreo, Ana Jerozolimski, tras haber calificado en su editorial de irresponsable una decisión del gobierno israelí, retoma el tema a la semana siguiente, anunciando en su portada: “Polemizando sobre el rezo en el Kotel”. Voy a acudir en su ayuda, ya que todas las opiniones vertidas reflejan un mismo punto de vista. Y, por definición, en una polémica debería haber más de una visión.

GERARDO STUCZYNSKI
Mis diferencias no radican en cuanto a las consideraciones acerca de que el Muro de los Lamentos debiera ser un lugar de encuentro e identificación para todas las vertientes del judaísmo. En realidad comparto todos los argumentos que se exponen sobre la necesidad de que, tanto el Kotel en particular como Jerusalén y el Estado de Israel en general, debieran pertenecer a todos los judíos del mundo, sin importar su adhesión a determinada tendencia, grado de religiosidad u origen.

El significado del Muro va mucho más allá de lo espiritual, ya que es un verdadero símbolo nacional, arqueológico, histórico y cultural. Por lo tanto, oponerse a la medida del gobierno de congelar una fórmula de entendimiento en la que todas las corrientes se sintieran representadas, es de perogrullo.

Sin embargo, entiendo que las contundentes y numerosas declaraciones de rechazo omiten importantes elementos que me veo obligado a mencionar. No podemos pasar por alto el hecho de que el statu quo del Kotel tiene 50 años y que fue decidido e instrumentado por gobiernos laboristas. Mucho menos podemos abstraernos de que con el actual mapa electoral israelí, resulta imposible superar esta verdadera imposición de los partidos ultraortodoxos.

La norma que obliga a rezar por separado a hombres y mujeres frente al Muro, es una formalidad que no perturba la cotidianeidad de los israelíes, cuya enorme mayoría nunca concurre allí con ese fin. Pero sí sufren una desproporcionada influencia religiosa en aspectos mucho más relevantes de su vida que, en algunos casos, afecta su propia libertad y que no han podido resolver en casi 70 años.

Los israelíes no cuentan con una alternativa de matrimonio civil. En Shabat, el día de descanso religioso semanal, no hay transporte público, lo cual impide trasladarse a quienes no cuentan con locomoción propia. Los estudiantes ortodoxos están eximidos de cumplir con el servicio militar, que es obligatorio para el resto de los jóvenes. Las escuelas religiosas reciben suculentas subvenciones del presupuesto nacional, mientras sus egresados, si es que alguna vez deciden serlo, no son capaces de insertarse en el mercado laboral.

Los judíos de la diáspora deben comprender que Israel es una democracia, con representación proporcional y que tiene una demografía propia que es bien diferente a la de sus respectivas comunidades. Quienes votan y son representados por el gobierno son los ciudadanos israelíes.

A los judíos del mundo que se sientan moralmente afectados por esta decisión, quiero recomendarles que, antes de poner el grito en el cielo, se armen de una pequeña dosis de realismo y hagan algún elemental cálculo aritmético. En el régimen parlamentario israelí se requiere al menos de 61 diputados en 120 para conformar un gobierno.

Dada la actual distribución de escaños, no existe ninguna fórmula en la que se pueda formar otro gobierno sin la participación de los partidos religiosos. Para excluirlos, los partidos sionistas tradicionales de la derecha y la izquierda, deberían acordar un gobierno de unidad nacional. Pero los líderes centristas y laboristas, como Lapid y Livni, que hicieron caer al gobierno anterior por sus discrepancias provocando elecciones anticipadas, prometieron en su campaña electoral que bajo ninguna circunstancia harían una alianza con los partidos nacionalistas.

Y luego de su derrota en las urnas en 2015 se mantuvieron en esa tesitura, a pesar de las constantes invitaciones del primer ministro a que se sumen al gobierno. Incluso la cancillería está acéfala, y quien cumple esas funciones es el propio Netanyahu, a la espera de que Hertzog, (hasta hace pocos días) el líder laborista, estuviera dispuesto en algún momento a asumir esa cartera y a integrarse a la coalición.

Si algún cándido creyera que el tema amerita la renuncia del primer ministro por no haber podido cumplir su compromiso con la diáspora respecto a un nuevo reglamento para rezar en el Muro, debo advertirle que una nueva consulta popular no ayudaría en nada a ese propósito.

Entre múltiples razones, porque éste no es un tema que esté en la agenda ni en el interés de los israelíes, que son quienes viven, trabajan, pagan sus impuestos y se enrolan en el ejército para hacer posible que el Estado judío sea una extraordinaria realidad.

En cambio, los judíos del resto del mundo requieren de un vínculo de naturaleza más espiritual o religiosa para continuar sintiéndose parte del pueblo judío. Ésa es una de las muchas causas por las cuales, desde hace décadas, cada vez se amplía más la brecha entre las prioridades y preocupaciones de los judíos de la diáspora y las de los israelíes.

Por poner solo un ejemplo, los judíos del mundo son más proclives a que Israel haga cualquier tipo de concesión para demostrar su voluntad de paz y mejorar así su imagen internacional. En cambio los israelíes, cuyo deseo y necesidad de paz son aún mayores porque sufren el conflicto en carne propia, anteponen las cuestiones de seguridad a las consideraciones sobre la opinión pública mundial, que de todas maneras les es permanentemente hostil.

Mientras el sistema político israelí continúe rehén de sí mismo, Netanyahu es un muy sagaz capitán del barco que navega en aguas turbulentas, más allá que alguna ola fuerte le pueda propinar una gran sacudida.