IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Probablemente no exista un oficio bíblico más fascinante, controvertido y mal entendido que el de los Profetas.

El paso de los siglos ha provocado que tanto sus mensajes como la imagen que tenemos de ellos, se hayan desvirtuado sutilmente. Inevitablemente, se les ha dotado de una cortina de sensacionalismo donde el Profeta se desenvuelve entre lo natural y lo sobrenatural, cuando la realidad es que en su momento no hubo personas más comprometidas y conectadas con el aquí y el ahora.

Empecemos por entender el término: por “profeta” nos referimos a todo aquel que haya tenido un contacto directo y especial con D-os (aclaro lo de especial, porque cualquiera podría decir que “el contacto con la naturaleza nos pone en contacto con D-os”, pero ese no es el modo de entender el contacto que tiene el profeta), que se traduce en la encomienda de un mensaje que luego se tiene que transmitir a la demás gente.

En estricto, eso nos obliga a definir como “profetas” a Adán y Abraham, por ejemplo. Según la tradición judía, la posibilidad de tener este tipo de contacto especial con D-os concluyó con Malaji (Malaquías), que vivió hacia el siglo IV AEC, al que se le considera el último profeta.

El profeta no debe ser confundido con el vidente. Si una persona en la antigüedad tenía sueños especiales, no por ello se le consideraba profeta. El vidente tenía una visión (valga la redundancia) que le revelaba algo oculto, pero el profeta hacía cosas más sofisticadas (que ya explicaremos). El ejemplo más claro de cómo se puede confundir a un vidente con un profeta es Daniel. Para muchos, es uno de los tantos profetas del antiguo Israel, pero el Judaísmo no lo reconoce como tal. Lo reconoce sólo como un vidente (y cuando hayamos analizado las características de los verdaderos profetas, podremos entender las diferencias trascendentales que hay entre el libro de Daniel y los libros de los demás profetas).

Hay otro punto importante a señalar: aunque técnicamente existen profetas desde Adán, hay un período histórico muy concreto al que se le ubica como el del Profetismo del antiguo Israel, y cuyos protagonistas fueron profetas en un sentido muy especial, directamente definido por el contexto político e histórico de los antiguos reinos israelitas, antes y un poco después del exilio en Babilonia.

En este caso –que es el verdaderamente digno de análisis– hay que ubicar como profetas, en un sentido especial, al grupo que comienza con Samuel y termina con Malaji.

Estamos refiriéndonos al profetismo que estuvo directamente vinculado con la evolución del antiguo Israel como monarquía, desde su inicio bajo los reinados de Saul y David (a quienes Samuel ungió como reyes en su momento), hasta la parte final de la llamada Etapa Persa (539 AEC a 332 AEC).

La primera característica que sobresale en los Profetas de este período es su postura abiertamente anti-institucional. Son feroces críticos del sistema político y/o religioso.

En muchos sentidos, son la contraparte de la Casta Sacerdotal: mientras que esta representa la religión formalizada, sistemática y con protocolos bien definidos, los Profetas representan un cuestionamiento permanente contra todo esto, siempre bajo la bandera de que ningún ritual religioso tiene sentido si no va acompañado de una vida justa en obediencia a los aspectos éticos y espirituales de la Torá.

Muy relacionada con lo anterior, la segunda característica de los Profetas es que son personas profundamente preocupadas por la justicia social. El suyo no es un discurso místico o abstracto. Todo el tiempo se refieren a la obediencia de la Torá no en el sentido ritual, sino en el sentido ético. Y eso sólo se manifiesta en el modo en que una sociedad trata a sus integrantes más desfavorecidos.

Por lo mismo, su anti-institucionalidad se extiende no sólo a la crítica de los líderes religiosos, sino también a la de los líderes políticos.

Este detalle hace doblemente interesantes los múltiples pasajes en donde los Profetas aparecen anunciando graves desgracias contra tal o cual reino, o incluso contra los propios reinos israelitas. En un primer nivel, está el lógico interés dado que se asume que los Profetas pueden anticipar dichas desgracias gracias a una revelación divina; pero hay otro nivel, más complejo aún porque nos remite a algo que no tiene nada de mágico: en realidad, el Profeta es un analista de su realidad. Sabe que viene la desgracia no sólo porque D-os se lo revele, sino porque entiende que su sociedad no está funcionando. Y una sociedad que no funciona no tiene más destino que el colapso.

¿Qué es, entonces, lo que D-os le revela al profeta? ¿El inminente colapso de una sociedad, o las razones por las cuales viene ese colapso? A fin de cuentas, el Profeta es un analista bastante lógico. Entiende las relaciones entre causas y efectos, y sus anuncios de calamidades pueden estar inmersos en una interpretación teológica, pero al final de cuentas son puro sentido común: quien hace mal, termina mal.

La tercera característica es que el profeta es alguien incómodo. Su mensaje es perturbador, crítico. No está para complacer ni a unos ni a otros. Se trata, literalmente, de la conciencia de toda una sociedad; en su versión más pura, de la voz de los que no tienen voz.

¿Subversivo? No. ¿Anarquista? Tampoco. Simplemente, alguien comprometido con la justicia. Paradójicamente, los mayores ideales –utópicos, por supuesto– de orden y estabilidad son los propuestos por los profetas. Es una diferencia interesante si lo comparamos al universo sacerdotal: en los libros típicamente sacerdotales, como el Levítico, el orden se da por sentado. Todo tiene una fórmula que lo hace funcionar, y dicha fórmula gira en torno al rito que se celebra en el Tabernáculo, primero, y en el Templo, después, por medio de los sacrificios.

En los libros de los Profetas todo es al revés: no hay orden, sino caos; no hay protocolos ni sacrificios que sirvan, sino la voz del profeta que denuncia que sin justicia o misericordia, todo lo demás es hueco y carece de sentido. Incluso, le resulta una abominación a D-os.

Lo sorprendente del Judaísmo es la lucidez con la cual fusiona ambas tradiciones en un mismo volumen sagrado, y nos dice con ello que las dos cosas son necesarias.

También nos dice en qué orden deben ir: la denuncia del profeta no es la base que luego deba ser reinterpretada por el rigor de la Ley. Es al revés: la base es la Ley, y el profeta es la ruta de interpretación.

Los profetas mismos fueron conscientes de ello, y por eso su mensaje siempre estuvo enfocado hacia eso que, exteriormente, parecían atacar: la ley institucionalizada. Pero no, su conflicto no es con eso, sino con el cumplimiento externo vacío de contenido, compromiso interno.

Probablemente quien mejor refleja esta dicotomía, incluso esa contradicción, es Jeremías, profeta y sacerdote al mismo tiempo. Él es el modelo del verdadero rebelde en la Biblia: nacido en la Casta Sacerdotal, educado para ministrar desde el interior de la institución, se convierte en uno más de esa dinastía de predicadores rebeldes que no se cansan nunca de denunciar todo aquello que ven mal.

¿Qué es lo que veía mal el profeta-sacerdote Jeremías? El cumplimiento de los requisitos legales sin que eso hubiese llegado a ser una verdadera conciencia moral.

Por eso, en el que acaso es el capítulo más heremoso de su libro (el 31), nos habla de una época cuando los judíos aprenderíamos a relacionarnos con la Ley, con la Torá, en un nivel distinto al que estábamos acostumbrados. Se refiere primero a esta etapa como una Ley escrita en tablas de piedra, pero anuncia que vendrán días cuando esa Ley estará escrita en los corazones.

Este es uno de los pasajes acaso más mal entendidos de la literatura profética. La simpleza de pensar en el profeta como alguien que anuncia el futuro provocó que muchos –judíos y cristianos por igual– vieran en esta predicción de Jeremías el anuncio de una llegada donde, acaso por arte de magia, todo cambiaría para la humanidad.

Pero Jeremías va hacia otro lado, hacia otro objetivo. Conocedor del rito como sacerdote que es, comprometido con la denuncia como profeta que no puede evitar ser, de lo que Jeremías habla es de la evolución del Judaísmo que empezó como una religión donde el hacer lo bueno era una obediencia a D-os por mecanismos de coherción (“obedece o vendrá el mal sobre ti”), pero que se transformó en una religión donde lo bueno se hace porque es bueno.

Se dejó el mundo de la simple ordenanza, y se llegó al mundo de la Halajá. Se superó el nivel de la obediencia para alcanzar el de la conciencia. Si lo vemos en términos históricos, concluyó la era de los sacerdotes y comenzó la de los rabinos.

Así es el profeta: desconcertante, imposible de ubicar o clasificar, siempre huidizo, siempre molesto, siempre listo para criticar porque siempre anhela que mejoremos.

Su discurso no es sentimental ni místico. No empieza por decirnos que tenemos que amar a D-os o que estudiar su Palabra, sino por embarrarnos en la cara que mientras haya viudas, huérfanos y extranjeros desprotegidos (desempleados, gente sin opciones, inmigrantes, diríamos hoy en día), no podemos decir que amamos a D-os o que estudiamos su Palabra.

La mística del profeta sólo existe y tiene sentido en el modo de vivir y en el modo de tratar a nuestros semejantes.

Así lo cuenta una vieja historia jasídica: se dice que hubo un Rebbe profundamente espiritual, un sabio como pocos, un hombre acostumbrado a vivir en la presencia de D-os. Se dice que sus discípulos decían que había horas en las que estaba desaparecido, que nadie lo encontraba en su casa o en los alrededores, y que seguramente eran los momentos en los que el santo Rebbe iba al cielo, a estar en la presencia de D-os.

Uno de sus discípulos un día decidió resolver el misterio. Se escondió y estuvo atento hasta que lo vio salir de casa, disfrazado de hombre del campo.

Lo siguió hasta las afueras del pueblo, justo hacia la casa donde vivía una mujer sola, sin esposo y sin hijos, pobre. Y el invierno estaba próximo a llegar.

El discípulo se sorprendió de que su maestro se dirigera hacia allí, pero no se detuvo. Observó como el rabino sacaba de entre sus ropajes un hacha, y lo vio cortar trozos de madera durante horas. Al final, tomó toda la madera cortada, tocó en la casa, y la obsequió a la mujer, que simplemente agradeció el gesto.

Luego, el Rebbe tomó su hacha y regresó a casa. Cuando los demás discípulos vieron a su compañero que había seguido al Rebbe, le preguntaron: “¿Es cierto que todas esas horas que se ausente es porque sube al cielo?” Y el joven contestó, conmovido: “No. Sube mucho más allá del cielo”.

Ese es el verdadero mensaje de los Profetas.

Lo sorprendente no es su capacidad para adivinar el futuro, sino su capacidad para transformar el alma humana.

Como dijo Chesterton: no me impresiona que haya libros que enloquecen a quienes los leen. Me sorprendería que hubiera libros que hacen al hombre entrar en razón.


Las opiniones, creencias y puntos de vista expresados por el autor o la autora en los artículos de opinión, y los comentarios en los mismos, no reflejan necesariamente la postura o línea editorial de Enlace Judío.