Enlace Judío México — Se dice, desde una perspectiva muy tradicional, que el Judaísmo tiene 613 preceptos, todos ellos obtenidos de la Torá. Se dice que, por lógica, son la base de la ética judía.

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Pero sucede algo singular con esos preceptos: no todos pueden ser cumplidos por todos los judíos. Muchas de esas ordenanzas, por ejemplo, están íntimamente relacionadas con las liturgias del Tabernáculo y del Templo y, por lo tanto, sólo incumben a la Casta Sacerdotal (Kohanim) y/o a los Levitas (Leviim).

De todos modos, el Judaísmo está plenamente convencido de que si esos preceptos están en la Torá, es porque encierran algo que tiene un valor eterno y trascendental, más allá de los límites originales que los circunscribían a un santuario físico y a un grupo clerical en específico.

Entendiendo esto, se entiende en qué sentido el Judaísmo no es una religión que podría definirse como “bíblica”. Y es que el Judaísmo tiene muy claro, desde hace más de 25 siglos, que la época bíblica original ya pasó, y que la realidad circundante siempre cambia. Por ello, ese necesario ajustar nuestra comprensión del texto bíblico, pero —más importante que eso— ajustar nuestra comprensión de nosotros mismos.

Pongamos un ejemplo sencillo: la Torá ordena que las esquinas de los campos de cultivo no deben ser cosechadas, sino que deben dejarse para que los pobres y los extranjeros puedan obtener de allí su sustento. Es una genialidad, porque propone de modo bastante claro que la solución no es el asistencialismo. Es decir: los problemas de una sociedad no se resuelven simplemente dándole de comer al pobre. La idea no es subsanar las necesidades de los más desfavorecidos, sino de crear espacios donde ellos mismos puedan resolver sus propios problemas. En lenguaje de hoy, no es alimentarlos, sino empoderarlos.

Pero ¿cómo obedecemos esa ordenanza en una época en la que casi nadie se dedica al campo? O peor aún: en la que mucha de la gente que se dedica al campo, es pobre. La riqueza se ha trasladado a las zonas urbanas e industriales.

Uno no puede decir, simplemente, “oh, es que como yo no tengo campos de cultivo, no tengo necesidad de obedecer esta ordenanza”. El Judaísmo exige una reflexión a fondo. Como ya señalamos, lo primero es entender qué es lo que dice el texto bíblico. Más allá del tema de “las esquinas de los campos”, analizar lo que significa trabajar, lo que significa ser pobre, lo que significa ser extranjero, etcétera. Y lo segundo es entendernos a nosotros mismos. De nada sirve toda esa reflexión en abstracto, si no somos capaces de comprender nuestra realidad y aplicar las soluciones dadas por la Torá, para mejorar la calidad de vida de la gente.

El texto bíblico se elaboró hace miles de años, y por ello este ejercicio de reflexión para entender sus valores eternos apareció desde hace ya mucho tiempo. Concretamente, desde la época de Esdras, justo después del regreso del exilio en Babilonia. Desde entonces se desarrolló la costumbre —por necesidad— de analizar el texto literal de la Torá, entender lo que significaba en su momento original, y aplicarlo a una realidad diferente (porque no era lo mismo ser judío en tiempos del regreso de Babilonia, que en tiempos del Éxodo).

Desde entonces, las circunstancias que han rodeado al pueblo judío y su modo de vivir la religión han seguido cambiando. Y mucho. Tras el exilio en Babilonia vino una etapa relativamente tranquila que duró unos 200 años, pero después de la invasión griega las cosas empezaron a cambiar. La llegada de las modas helénicas a Judea generó nuevas tensiones entre los grupos tradicionalistas y los enamorados de la “modernidad”, y en su momento culminante se llegó a la Guerra Macabea (167-158 AEC). Luego vino la etapa del Judaísmo antiguo más rica en reflexiones en torno a la Biblia, y la protagonizaron las cuatro sectas mejor conocidas: Saduceos, Fariseos, Helenistas y Apocalípticos.

Esto significó un severo problema para la reflexión judía. La razón es fácil de entender: la Guerra Macabea fue una especie de parte aguas que obligó al Judaísmo a reinterpretarse a fondo, y una de las discusiones que más importó a Saduceos, Fariseos y Apocalípticos fue la de quién de ellos preservaba las enseñanzas del Judaísmo previo a la guerra.

Los Saduceos fueron los de la opinión más parca y escueta, al punto de que no generaron literatura nueva. Los Apocalípticos, por su parte, escribieron una gran cantidad de libros (hoy conocidos como los Rollos del Mar Muerto) hasta su extinción hacia el año 70, durante la guerra contra los romanos. Y los Fariseos, por su parte, comenzaron a compilar las discusiones o enseñanzas de los sabios previos a la guerra y, sobre todo, de los grandes maestros a partir del siglo II AEC.

Luego vino la guerra contra Roma (66-73 EC) y el cambio más radical en las condiciones de vida de los judíos, tras la destrucción de Jerusalén y el Templo. El Judaísmo, tal y como se había practicado durante más de mil años —con los ritos y sacrificios del Templo como eje rector— desapareció, y entonces hubo que llevar a cabo la reflexión más profunda de todas.

El resultado fue otra genialidad: el rito judío dejó de girar alrededor de los sacrificios y empezó a girar alrededor de los libros. La importancia que en otras épocas tuvo el matar animales en un altar, ahora la tuvo la lectura de la Torá y la discusión de las enseñanzas de los sabios antiguos.

Los rabinos del siglo II entendieron bien el nuevo rumbo que estaba tomando la religión de Israel, y hacia el año 200 el rabino Yehudá Hanasi, un príncipe del linaje de David, concluyó con la primera gran compilación de discusiones de los sabios antiguos. La escribió en hebreo, y es lo que hoy conocemos como Mishná.

Esta colección fue tan importante, que casi de inmediato comenzaron a compilarse dos nuevas tandas de discusiones alrededor de la Mishná: una en Jerusalén, y otra en Babilonia. Las dos son conocidas hasta la fecha como Guemará. Uniendo la Mishná a la Guemará de Jerusalén, tenemos el llamado Talmud Yerushalmi; uniendo la Mishná a la Guemará de Babilonia, tenemos el llamado Talmud Bavli.

En su conjunto, la Mishná y las dos versiones de la Guemará son un monumental constructo retórico que nos pone sobre la mesa miles y miles de ejemplos de cómo se discute la Torá. En primer lugar, para qué: para tomar un texto antiguo (porque incluso a los sabios del Talmud la Torá ya les resultaba un libro antiguo), analizarlo, entenderlo, y aplicarlo a una nueva realidad. En segundo lugar, para exponer qué tipos de razonamiento son válidas y cuáles no lo son.

La Guemará de Jerusalén fue concluida entre los años 350 y 400, y la de Babilonia entre los años 500 y 550. Si tomamos en cuenta que las discusiones más antiguas registradas en la Mishná corresponden a sabios que vivieron a mediados del siglo II AEC, entonces tenemos que el Talmud es la compilación de unos 800 años de discusiones de los sabios judíos (desde 250 AEC hasta 550 EC). Un logro sin parangón en la Historia Universal.

Por supuesto, el Talmud no está ordenado temáticamente. Aunque cada tratado pretende enfocarse en un tema en concreto, la realidad es que las discusiones internas parecen, por momentos, verdaderamente caóticas. Los sabios que están discutiendo todo el tiempo van y vienen por cualquier cantidad de temas, exponiendo cualquier tipo de argumentos y llegando a todo tipo de conclusiones, muchas veces contradictorias. Como si el propio Talmud nos dijera: “esto no es un recetario; ahora te toca seguir analizando a ti”.

Concluido el Talmud, una nueva generación de sabios judíos tuvo que dedicarse a poner orden en todo ese mar de ideas. Los sabios que vivieron entre los años 550 y 1000 son conocidos como los Gueonim, y básicamente se dedicaron a ordenar temáticamente todo el contenido del Talmud y de otros escritos secundarios de la tradición rabínica. Eso dejó preparado el camino para que a mediados de la Edad Media aparecieran los grandes legisladores, que a partir del orden temático ya logrado por los Gueonim, le dieron forma a la sistematización teórica (y generalmente jurídica) de la normatividad del Judaísmo.

A esta nueva generación de sabios se les conoce como los Rishonim, y sus más grandes exponentes fueron, al principio de esta etapa, el rabino Shlomo Itzjak —Rashí— y Maimónides. A lo que estos titanes del pensamiento judío se dedicaron fue a darle una explicación racional a todo lo que había atrás de ellos: la Torá, los Profetas, las discusiones de los sabios compiladas en el Talmud, y la sistematización temática aportada por los Gueonim.

Gracias a ello, la siguiente generación de sabios —los llamados Ajaronim, y que comienzan en el siglo XVI y se extienden hasta nuestros días— llegaron al punto culminante en la evolución de la estructura ideológica del Judaísmo. La primera grandísima aportación la dio el rabino Yosef Caro con su libro Shulján Aruj, obra cumbre de la normatividad religiosa judía. Allí se aprovechan a fondo las aportaciones de los Guenoim y de los Rishonim —sobre todo de Rashí y Maimónides—, y se ofrece un texto compacto, bien estructurado en sus temas y en su desarrollo, para dejar en claro cómo funciona la religión judía. Por ello el título: Shulján Aruj significa “la mesa puesta”. Como si todos los rabinos anteriores se hubiesen dedicado a cultivar el campo, criar el ganado, producir alimentos, transportarlos a la tienda, comprarlos para la casa, almacenarlos en la cocina, prepararlos en la estufa, y finalmente Yosef Caro sólo hubiera servido la mesa para que el judío simplemente se siente a disfrutar de los mejores alimentos.

Lo más interesante de todo este proceso es el cambio (o más bien, la evolución) que se dio desde el concepto original de “ordenanza”, hasta el concepto final de Halajá.

La gran diferencia entre las ordenanzas de la Torá y las Halajot expuestas por Yosef Caro en el Shulján Aruj, es que la Torá establece criterios punitivos para quienes no obedecen. Es decir, castigos (que pueden llegar hasta la muerte). En contraste, el Shulján Aruj no plantea semejante nivel de judicialización.

Esta diferenciación no es gratuita. Tiene un significado hermoso: que el pueblo judío evolucionó en su comprensión de las ordenanzas de D-os, y pasó de una etapa inicial (y primitiva) en la que la obediencia era un asunto de coerción (obedezco porque si no, hay castigo), pero se convirtió en un asunto de convicción (obedezco, porque es lo correcto).

El judío que verdaderamente entiende su religión hace las cosas buenas no porque D-os se lo exija, sino porque entiende que son buenas. Y se abstiene de hacer lo malo no porque haya un castigo de por medio, sino porque entiende que lo malo es lo malo.

El Judaísmo es una religión que ha sabido evolucionar para llevar al ser humano a un nivel cada vez más elevado.

Por eso, sigue vigente pese a todas las transformaciones que ha tenido la humanidad en los últimos cuatro mil años. Y para mantener esa vigencia, lo único que se necesita es la Torá, ese libro ancestral con el que inicia todo, y un grupo de judíos y/o judías que se sienten a discutirlo.

Algo que, por supuesto, ya se nos volvió costumbre.