Enlace Judío México.- La Biblia es un libro que contiene mucha información histórica, pero no es un libro de Historia. El propósito de sus autores nunca fue hacer una crónica precisa de los eventos históricos del pueblo de Israel. Los únicos libros que calificarían para ese rubro son los de Samuel, Reyes y Crónicas, pero allí mismo encontramos referencias a que las crónicas oficiales se registraban en otros volúmenes.

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La Biblia es, más bien, una monumental reflexión sobre el sentido espiritual y moral que tuvo un gran evento de la historia del pueblo israelita: el exilio en Babilonia.

¿Por qué? Porque ese evento puso en crisis el sistema teológico del antiguo Israel. Convencidos de que eran el “pueblo elegido”, los israelitas del siglo VI AEC tuvieron que cuestionarse a fondo la naturaleza de su relación con D-os, para poder explicar por qué había permitido que los babilonios invadieran y destruyeran el país.

Toda la narrativa está orientada hacia esa reflexión: desde la historia de la Creación y sus implicaciones morales, hasta la franca y desinhibida manera en la que Reyes y Crónicas describieron la decadencia moral del pueblo de Israel (principalmente, de sus líderes). Por supuesto, en ese contexto hay dos conceptos que brillan e iluminan toda reflexión posible: la Torá y la labor de los profetas.

La Torá, porque es el meollo de la identidad espiritual israelita-judía, y justamente la desobediencia a sus preceptos fue lo que justificó, teológicamente, la destrucción del antiguo Israel; y los profetas, porque fueron la conciencia moral del pueblo durante los siglos previos a la destrucción.

Y sucede algo curioso: si leemos superficialmente el texto bíblico, pareciera que el mensaje de los profetas siempre fue el eje alrededor del cual giraba la sociedad israelita. Pero no fue así. En realidad, los profetas fueron siempre un sector marginal y crítico del sistema, y no debieron gozar de la simpatía de mucha gente. Justo porque señalaban los errores y defectos de toda la sociedad.

Si en la Biblia parecen ser los protagonistas éticos de todo el relato, es porque la Biblia fue elaborada por los profetas o sus seguidores. Por eso su mensaje resulta tan relevante, junto con la Torá.

De hecho, la lógica del relato bíblico es esta: en el centro de todo está la Torá, pero la obediencia a sus preceptos es algo que se puede mal entender, y con mucha facilidad la gente puede pensar que todo es cuestión de cumplir con los aspectos rituales, sin que eso se traduzca en la construcción de una sociedad justa. Los profetas son aquellos que han venido a explicarnos cuál es el verdadero sentido de los preceptos de la Torá, más allá del ritual. Rechazados y desdeñados por la mayoría de los gobernantes y del pueblo, su mensaje fue claro y contundente: el no entender la naturaleza moral de la Torá, y limitarla a una naturaleza meramente ritual, provocó que Israel mismo se sentenciara al castigo, y este se dio con el exilio en Babilonia.

Por supuesto, para explicar este proceso la Biblia apela a una gran cantidad de datos históricos. Pero como ya señalamos, eso no la hace un tratado de Historia. Y por eso a veces suceden cosas interesantes que, cuando las analizamos a la luz de los descubrimientos arqueológicos, nuestra comprensión del texto bíblico se amplía.

Un ejemplo muy singular es el de las llamadas “tribus perdidas” de Israel. Siguiendo la información superficial que nos da el texto bíblico, pareciera que lo que sucedió fue esto: después de la muerte de Salomón, el reino de Israel se dividió. En el norte se estableció un reino con capital en Samaria, y en el sur se estableció otro reino cuya capital siguió siendo Jerusalén. Las tribus se distribuyeron asimétricamente: diez en el norte y dos en el sur, con la tribu de Levi presente en todos lados debido a sus funciones rituales.

Las invasiones asiria y babilónica afectaron del mismo modo a los dos reinos: fueron destruidos, y sus pobladores enviados al exilio. Sin embargo, las dos tribus del sur (Judá y Benjamín, por supuesto junto con Levi) regresaron y reconstruyeron el que vino a llamarse Reino de Judea. De allí descendemos los que actualmente somos llamados judíos. Pero las otras diez tribus no regresaron, sino que permanecieron dispersas en diferentes lugares del mundo. De ello, muchos deducen que el “pueblo judío” no es “la totalidad del pueblo de Israel”, y se dedican a largas especulaciones para intentar identificar quiénes son “los otros israelitas”. Cualquier cantidad de pueblos han desfilado por las listas de supuestos descendientes de alguna “tribu perdida”: escitas, celtas, ingleses, escoceses, sajones, daneses, japoneses, mayas, lo que ustedes gusten.

Pero ¿qué tan exacta es, históricamente, esta apreciación? En realidad, no mucho.

Lo primero que hay que señalar es que es falso que el actual pueblo identificado como judío desde hace unos 2600 años sea la descendencia de sólo las tribus de Judá, Benjamín y Levi. La lógica es que “judío” (en hebreo, YEHUDÍ) significa “de la tribu de Judá”. Pero eso es falso. “Yehudí” es un toponímico, no un gentilicio o patronímico. Es decir, se remite a un vínculo territorial, no parental. Dicho en otras palabras, “yehudí” significa “habitante de Judea”, no “de la tribu de Yehudá”. Para decir esto último, el hebreo usa la fórmula “benei Yehudá”.

¿A quiénes incluye históricamente el nombre “yehudí” o “habitantes de Judea”? A quienes se restablecieron en Judea después de que Ciro el Persa permitió la restauración de la nación y con ello se puso fin al exilio.

¿Fueron solamente tres tribus –Yehudá, Benjamín y Levi– las que se reinstalaron allí? No. Por lo menos, I Crónicas 9:3 nos dice de modo muy preciso que también las tribus de Efraim y Menashé lo hicieron. Y la lógica intrínseca de ciertos párrafos de los libros de Ezra y Nehemiah nos sugieren que, en realidad, fueron TODAS las tribus las que participaron en el regreso.

Tiene lógica: cuando Ciro permitió la restauración de la nación judía, le asignó a Zerubabel un cargo muy singular. No lo nombró regente o rey etnarca de Judea; menos aún, sátrapa. Lo nombró “exiliarca” del pueblo de Israel. Es decir: Zerubabel pasó a ser la autoridad oficial sobre todos los israelitas que habitaban en el Imperio Persa, sin importar si estaban de regreso en Judea o seguían viviendo en los lugares a donde los hubiera llevado el exilio.

¿Cuántos israelitas estaban incluidos en ello? Todos. Los de las 12 tribus, las 10 del norte y las 2 del sur.

El Imperio Asirio fue más extenso en su territorio que el Imperio Babilónico. Por eso, muchos exiliados del reino israelita del norte (el de “las diez tribus”) quedaron fuera del alcance de los babilonios, ya que vivían en zonas que estos últimos nunca lograron conquistar. Pero los persas sí conquistaron todo el territorio que previamente dominaron tanto asirios como babilonios. Por lo tanto, los exiliados de todas las tribus de Israel quedaron bajo su dominio.

Al nombrar exiliarca a Zerubabel, Ciro puso bajo una sola autoridad a todas las comunidades de origen israelita. Por ello, no resulta extraño que el Reino de Judea se haya restaurado con gente perteneciente a todas las tribus.

Esta extraña forma de reunificación política sólo se mantuvo vigente mientras existió el Imperio Medo-Persa. Tras su colapso causado por la invasión macedónica a finales del siglo IV, la diáspora judía se extendió y nunca se volvió a dar una situación en la que todos los judíos quedaran sujetos a una misma autoridad, si bien los exiliarcas herederos de Zerubabel continuaron ejerciendo su función como máximos líderes de los israelitas (de cualquier tribu) que vivieran dentro de las fronteras de los Imperios que dominaron la zona de la antigua Persia (como el Imperio Parto o el Imperio Sasánida), hasta bien entrada la Edad Media.

Hay un dato extra que nos obliga a aceptar esta realidad como algo inobjetable: las investigaciones de Israel Finkelstein, uno de los más importantes arqueólogos israelíes de la actualidad, han demostrado contundentemente que, en realidad, la fusión de las 12 tribus de Israel se dio desde antes del exilio en Babilonia.

La amenaza asiria empezó a agobiar al Reino de Samaria a mediados del siglo VIII AEC. Para intentar detener el avance de los asirios, Samaria se alió con una coalición liderada por Egipto, pero el esfuerzo fue en vano: los asirios los aplastaron y arrasaron con sus enemigos. Samaria cayó en el año 722 AEC, y muchos de sus habitantes fueron llevados al exilio.

Finkelstein demostró que a inicios del siglo VIII AEC, la densidad demográfica en la zona norte del antiguo Reino de Judá (el reino de las dos tribus del sur) era una, pero que hacia mediados de ese mismo siglo sufrió cambios radicales. La población se multiplicó sorprendentemente. De un aproximado alrededor de 25 poblaciones a inicios del siglo VIII AEC, en apenas unas décadas se pasó a más de 130. Eso, en el cálculo más moderado, significaría que la población completa del Reino de Judá se triplicó.

El hecho de que este cambio de densidad demográfica se diera en el norte del Reino de Judá (es decir, al sur del Reino de Samaria) implica que se debió a una migración muy nutrida de israelitas del norte, que se dieron cuenta que los reyes de Samaria se habían involucrado en una política suicida al intentar oponerse a los asirios, mientras que los reyes de Judá –que por entonces era un reino pequeño y débil– estaban optando por una postura neutral (cosa que, al final de cuentas, salvó al reino de una desgracia). Conscientes del riesgo que se venía sobre el Reino de Samaria, mucha gente huyó y buscó refugio en el vecino del sur.

Eso significa que hacia el año 750 AEC, una gran cantidad de israelitas de las 10 tribus del norte se establecieron en el territorio de las 2 tribus del sur. Por ello, cuando vino la invasión babilónica casi siglo y medio más tarde, la población del Reino de Judá ya había fusionado a todas las tribus, y eso es lo que hace que resulte lógico que medio siglo más tarde, el nombramiento de Ciro para Zerubabel tuviera un alcance hacia todos los israelitas, sin importar si descendían de unos exiliados o de otros.

Por eso, en estricto, no existen “tribus perdidas”. Todas las tribus de Israel se reunificaron –repito: es un hecho arqueológicamente demostrado, así que no tiene caso discutirlo–, y los judíos somos descendientes de todas ellas. Por eso, justo después del exilio se impuso la costumbre de sólo identificar tres linajes posibles: los Kohanim, los Leviim (ambos, la tribu de Levi) e Israel (es decir, TODAS las demás tribus).

La demostración de que siglos más tarde no existía el concepto de “tribus perdidas” la podemos encontrar en diversas fuentes documentales.

Por ejemplo, tenemos el relato legendario sobre el origen de la Septuaginta (la traducción de la Torá al griego). Según este, el Faraón Ptolomeo IV convocó a 72 sabios judíos para elaborar la traducción. Seis de cada tribu. El relato no es histórico, pero nos da un dato muy interesante: acepta como perfectamente lógico y natural que se pudieran buscar, localizar y convocar a seis sabios de cada tribu. Luego entonces, eso significa que las tribus no estaban perdidas.

Tenemos también un interesante párrafo del llamado “Rollo de la Guerra”, o “La lucha de los Hijos de la Luz contra los Hijos de las Tinieblas”, uno de los documentos recuperados entre los Rollos del Mar Muerto. Allí se explica cómo se tienen que organizar las tropas de cada tribu de Israel, cada una con su estandarte. Es decir: da por sentado que las doce tribus están presentes y podrán organizarse para presentar combate a los Kittim (romanos).

Son dos datos que confirman que entre los siglos II AEC y I EC no existía la noción de “tribus perdidas”.

Sin embargo, el Judaísmo –hasta la fecha– habla del regreso de muchos exiliados desde todos los confines de la Tierra, como parte de la redención final de Israel. Y en muchas ocasiones, se les menciona como parte de las “tribus perdidas”. ¿Qué es lo que sucede?

En realidad, lo único que sucede es que hay que ser un poco más precisos con los términos que usamos. Lo importante es esto: el hecho de que no haya “tribus perdidas”, porque los judíos de hoy somos descendientes de todas las tribus, no descarta la existencia de muchos descendientes de israelitas que se encuentran dispersos por todo el mundo.

Es decir: hay exiliados, y según las expectativas judías, deben reintegrarse a Israel. Sin embargo, aplicarles el término de “tribus perdidas” es inexacto. Son descendientes de los exiliados de todas las tribus (y cuando digo “todas”, me refiero a las doce, no sólo a las diez del antiguo Reino de Samaria), pero así como ellos están dispersos en diversos lugares del mundo, el pueblo judío es también descendiente de todas esas tribus.