Enlace Judío México.- Un barrio lleno de voces, de movimiento, en el que una comunidad comenzaba a rencontrarse a sí misma y construía vínculos con su nuevo país. Así recuerda la escritora, académica y crítica literaria, Margo Glantz (Ciudad de México, 1930), las calles aledañas a La Merced, en el centro histórico de la ciudad de México. Judía mexicana de primera generación, plasmó la memoria de aquellos años en su obra Las Genealogías (1981).

EL CAMINO DESDE ODESA.

Glantz se reconoce “muy asimilada” a los modos y peculiaridades mexicanos. También se define a sí misma como “muy desvinculada” de lo que hoy es la vida de la comunidad judía en México. Incluso, al mirar hacia su infancia en aquel barrio piensa que sus recuerdos pueden ser un poco “postizos”.

“Nací en la calle de Jesús María. Era una vecindad con un gran patio en el centro y cuartos alrededor, y un barandal en el piso superior. Teníamos un cuarto bastante grande, de techos muy altos. Ahí vivíamos mis padres, mi hermana y yo. Ahí llegó mi tío Volodia, desde la Unión Soviética, para cuidar de su hermana, mi madre, que era la única de su familia que había emigrado. Venía enviado por mi abuelo, que decidió que uno de sus hijos varones debía viajar para cuidar a su hija, tan bonita, la única mujer de sus ocho hijos”.

Glantz recuerda que en aquella vecindad, su familia era la única judía, pero eso no los aislaba: “participábamos de las posadas, que eran muy tradicionales, con peregrinos y velitas y piñatas. Tío Volodia siempre quebraba las piñatas. Lo embromaban: como era extranjero y no sabía español, le rellenaban las piñatas de ceniza, de jitomates podridos. Pero era una travesura, una maldad cariñosa”.

Margo Glantz recuerda a su madre Elizabeth Shapiro, su madre, como silenciosa, un tanto melancólica. Ella y su esposo, el poeta Jacobo Glantz, venían de Ucrania. “Mis padres se conocieron en Odesa, donde ella vivía. Papá nació en un poblado pequeño, Cremenchug. Creció en un pequeño ghetto. Cinco de sus hermanos emigraron hacia Estados Unidos: eran días muy violentos en Ucrania. Hubo pogromos muy fuertes, vandalismo y muertos. Por eso decidieron buscar su vida en otra parte. Mis tíos, los 5 mayores fueron a Filadelfia; allí se instalaron y estudiaron. En 1917 los siguieron otros 2 hermanos”

Jacobo Glantz permaneció en Rusia, pero a medida que la revolución iba llenando aquel inmenso país, él comenzó a moverse. Estuvo en Kiev, donde vivió días de hambruna; pasó a Odesa, donde conoció a la que sería su esposa. “Papá era un joven comunista que empezaba a publicar poesía. Con la muerte de Lenin y la subida al poder de Stalin empezó la represión. Entonces mis tíos de Estados Unidos decidieron ayudarlos para que salieran de Ucrania con mi abuela paterna, porque las cosas en la Unión Soviética iban a ponerse peores”.

Pero los límites impuestos por el gobierno estadounidense a los inmigrantes, cambiaron la historia de los Glantz. “Solamente mi abuela pudo entrar a Estados Unidos”. Ellos tenían pasaje de barco hasta Cuba. Allí, una mano amiga les prestó dinero para que pudieran llegar a Veracruz”. Jacobo y Elizabeth Glantz pisaron tierra mexicana en 1925. Se trasladaron a la Ciudad de México para iniciar una nueva vida.

LA MERCED, POPOTLA, LA CONDESA…

De día, aquellos judíos inmigrantes buscaban trabajo. De noche se reunían en un club donde se hablaba ruso, polaco, ucraniano y yidish, que funcionaba como idioma común de los judíos europeos. Casi todos vivían en el centro de la ciudad. Los Glantz no fueron la excepción, al menos en sus primeros años en México. “Mis padres vivieron en la calle de la Soledad. Luego, en Licenciado Verdad. Después, en Jesús María”.

Margo Glantz recuerda las calles de aquel barrio judío como vivas, ruidosas, llenas de gente. “Estaba la sinagoga, las carnicerías judías, cerca del gran ex convento de Jesús María. Enfrente de mi casa vendían natillas, gelatinas y rompope. Con esa memoria de los niños de 5 o 6 años, recuerdo que nos llevaban a comer gelatinas, y su sabor es uno de los recuerdos más intensos que tengo de mi infancia”.

El poeta Glantz se dedicó a vender pan para sostener a la familia, que empezó a crecer. “Llevaba el pan en una canasta. Luego consiguió a Serafín, un muchacho que le ayudaba. Juntos, iban de casa en casa. Según papá, la ciudad se terminaba en el número 123 de la calle de Coahuila. No sé si eso era cierto, pero eso quiere decir que la colonia Roma era la orilla de la capital.”

Muchos de aquellos judíos cambiaron de rumbo: dejaron la Merced para moverse a colonias como la Condesa. Pero los Glantz tuvieron una vida mucho más movida. “Vivimos en barrios mucho más populares: en La Lagunilla, en Tacuba, en Popotla, en Clavería, en la Guerrrero, en Cuauh­temoctzin. Íbamos de un lado a otro porque mis padres nunca tuvieron la suficiente estabilidad económica”.

La familia Glantz vivió de mil cosas: tuvieron un café en la calle de Guatemala, una fábrica de cajas de cartón, una zapatería en Popotla, una tienda de sombreros femeninos. Andando los años, en 1956, tuvieron un café, el Carmel, en el pasaje Génova, muy favorecido por artistas e intelectuales en los días dorados de la Zona Rosa.

Jacobo Glantz tuvo posiciones en las organizaciones de la comunidad judía. Fue uno de los firmantes del acta constitutiva del Comité Central. “Mucha gente nos venía a ver a casa. Papá empezó a publicar poesía muy joven; era conocido en las comunidades intelectuales judías de Canadá y Estados Unidos. Aquí fue amigo de artistas como Diego Rivera, de poetas como el colombiano Leopoldo de la Rosa. Mis papás no eran ricos, de acuerdo con los cánones de la comunidad. Mi padre era un prominente intelectual que escribió en periódicos casi 50 años. Cuando había cosas importantes en la comunidad, él siempre era el orador; era una presencia esencial, pero no era tan bien visto, porque tenía que depender de la comunidad y recibir sueldo en vez de pagar sueldos”.

Margo Glantz casi siempre estudió en escuelas públicas mexicanas. “Hice dos años de secundaria en una escuela israelita que fueron terribles para mí, porque era la única que no hablaba yidish, porque los demás se conocían desde el kínder, porque yo era un personaje extraño, entre judío y no judío, siempre entre dos mundos: en casa se comía a la europea, y lo judío era la sinagoga y la familia, pero vivíamos en rumbos donde la cotidianeidad no era judía”.

JUDÍA, CATÓLICA, TRANSGRESORA.

Las muchachas que ayudaban a Elizabeth Glantz con el cuidado de sus hijas, solían llevarlas a las iglesias católicas. “Recuerdo los Cristos sangrientos y terribles. Puede verse como algo complicado, ser judío y al mismo tiempo católico, pero cuando era niña me parecía completamente normal.”

Incluso, de niña, Glantz fue católica durante tres años: “nos cuidaban unas señoritas venidas a menos, que decidieron que era muy triste que mi hermana y yo nos fuésemos al infierno porque éramos judías. De manera que nos llevaban al catecismo en Tacuba, Nos bautizaron en la iglesia de Popotla. Nos “adoptó” la familia Sodi Pallares, que era muy rica y vivían en la colonia Santa María la Ribera. Nos apadrinaron para hacer la primera comunión: nos compraron vestidos de seda blanca, misales de cuero. Nos regalaban libros de historias de monjas y de santos, que leía con fervor. Mis papás no se enteraron sino hasta que quisimos convertir a mi hermana menor. Mamá se dio cuenta, se puso furiosa y despidió a las señoritas.”

Los padres de Margo Glantz no eran muy religiosos, pero sí muy tradicionales. “Cumplían con las fiestas, pero asimilaron a México. En ellos pesaba más la parte de la identidad judía que la parte religiosa, y para mí es igual: la tradición literaria judía, los pensadores y escritores judíos como Kafka, Roth o Benjamin son importantes para mí.”

La escritora piensa que la vida interna de la comunidad judía mexicana ha cambiado. “Ahora hay mayor relación entre comunidades. Antes era muy difícil que ashkenazíes se casaran con judíos árabes. Pero cuando yo era niña no era así, e, inclusive, era muy difícil que una niña judía se casara con un mexicano. Yo fui la tercera o cuarta judía que se casó con un mexicano no judío y fue un escándalo muy grande en la comunidad, porque mi padre era una figura muy conocida. Para él y para mi madre, mi matrimonio con Francisco López Cámara fue una gran afrenta. No me dieron dote, y a mis hermanas sí. Nosotros nos fuimos a Francia a estudiar, becados. En los cinco años que estuvimos allá (1953-1958), solamente me enviaron 100 dólares. Allá nació Alina, mi hija mayor. Cuando volvimos, mis padres la acogieron como una nieta más. Se suponía que a una mujer que se casaba con un no judío la daban por muerta, pero a mí no me lo hicieron. Empezamos a trabajar y a prosperar, pero fue puro esfuerzo nuestro, mis padres nunca nos ayudaron”.

ENTRE AMBOS MUNDOS.

“Me siento completamente judía y completamente mexicana, pero no soporto a la mayor parte de mis paisanos, aunque tengo muy buenos amigos judíos”, afirma Margo Glantz. “Hoy la comunidad está orgullosa de mí, pero en alguna época, no tanto. Soy importante desde el punto de vista cultural, he sido uno de los pilares de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, para qué me hago tonta, y he tenido momentos de cercanía y otros de lejanía con la comunidad judía. Así ha sido mi vida, complicada, viviendo entre ambos mundos”.