Enlace Judío México e Israel.- En muchos países se festeja con estrellitas, luces multicolores, música, cohetes, cañitas voladoras, petardos rompe portones, que en forma casera se preparaban en mi infancia conteniendo bulones y tuercas, como materiales explosivos: mezclas de azufre y potasio en polvo, que al ser estrellados contra paredes, portones de galpones o el mismo empedrado de las viejas calles de hace 50 ó 60 años, producían un terrible estruendo que asustaba incluso al que lo disparó.

JOSÉ PIVIN PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Todos los años, para estas fiestas, en la República Argentina había cientos de heridos, con quemaduras en distintas partes del cuerpo, chicos y jóvenes que perdían la vista en uno o los dos ojos, como resultado de esta primitiva forma de expresar alegría por las fiestas de fin de año.

El ABUELO QUE NO CONOCI

Para no ir más lejos, les cuento mi anécdota personal. Corría el año 1925 en la ciudad de Rosario, Argentina. Fin de año, verano tórrido y húmedo, como corresponde a esa fecha del verano rosarino. Ya había anochecido, pero aún no era medianoche.

Se escuchaban estruendos de explosiones en casas vecinas o en calles de la zona…La gente festejaba de esa manera las fiestas navideñas y de fin de año….

En esa época no existían acondicionadores de aire como en los últimos años. Muy posiblemente tampoco había ventiladores, que tal vez no se habían inventado, o de haberlos, solamente existían en viviendas de gente con buenos ingresos.

Los habitantes de escasos recursos, y también muchos de mejor nivel de vida, trataban de pasar esas noches calurosas y húmedas de verano, plagadas de mosquitos gigantes que enloquecían a todos, sin distinción de clases o recursos…

La mejor solución era dormir en los patios, sobre improvisadas camas o ‘catres’, tal vez en el suelo, sobre algún colchón arrastrado desde el dormitorio, o sobre una colcha vieja extendida en el patio, alguna frazada encima y sobre ella, finalmente, una sábana.

Otros, preferían abrir las ventanas, sobre todo las que daban a la calle y dejar abierta la puerta del dormitorio, a fin de disfrutar de alguna posible – en realidad ,casi imposible- brisa que viniera desde el no muy cercano río Paraná que rodea a esa hermosa ciudad, la más grande del litoral argentino.

Mi madre, que era una niña de 9 años, se había quedado ligeramente dormida en la cama de sus padres, mientras que su mamá terminaba de limpiar los platos, cacerolas, vasos y utensilios de la cena, en la cercana cocina de la casa.

Mi abuelo materno, a quien no conocí, se dispuso a dormir en su cama matrimonial, en la modesta casa de esa ciudad, que alquilaba con esfuerzo. Abrió la ventana de su dormitorio que daba a la vereda de la calle donde la casa estaba afincada.

Se recostó vestido en su cama matrimonial al lado de su hija – la niña-mi madre- que se despertó y ambos miraban pasar las cañitas voladoras que cruzaban el aire rumbo al cielo, mientras que los estruendos de cohetes y ‘rompe portones’ estremecían la noche veraniega.

De pronto, una bala perdida, que había sido disparada en algún lugar desde algún revolver, posiblemente en dirección al estrellado cielo, entró imprevistamente por el hueco que el marco de la ventana abierta ofrecía.

La bala perdida se incrustó en una de las piernas de mi abuelo, quien se retorció de dolor y sus lamentaciones llegaron a la cocina, donde su esposa – mi abuela, estaba terminando sus tareas caseras de la noche.

Mi mamá, con sus escasos 9 años rompió en llanto, mientras gritaba pidiendo ayuda.

No sé exactamente quién, ni cómo, trasladó a mi abuelo al Hospital Público más cercano. Allí quedó internado y debió ser operado de esa pierna herida, que fue amputada luego por temor a una gangrena. Hablamos de 1925, allá lejos y hace tiempo…

El zeide* nunca se recuperó. Empezó a usar un par de muletas, mientras hacía equilibrio con una sola pierna para desplazarse y no caerse. A los pocos meses falleció, no sé si de tristeza o de algún infarto al miocardio. Nunca lo supe. Nadie lo sabe.

Y así terminó su corta vida a los 49 años, mi zeide* Jacobo (Yaacov-Yankl) Rabotnicoff, oriundo de un “Shtetl”(una pequeño pueblo cercano al gran pueblo de Bereznehuavate), en la región de Gerson/Kherson Guvierna en la Ucrania dominada por el Imperio Ruso de los Zares.

Había logrado sobrevivir al frío aterrador de esa zona.

Había sobrevivido al régimen zarista opresor y antisemita y a los cosacos ucranianos antijudíos.

Había engendrado una familia amplia y solidaria, allá lejos. Él vislumbró la posibilidad de una vida mejor y en plena libertad.

Cruzó países europeos buscando un barco para llegar a la soñada tierra sudamericana. Se embarcó en tercera clase en algún barco medio oxidado que lo trajo a las costas de Buenos Aires, en la promisoria República Argentina, a principios de 1900.

De la vida sacrificada como agricultor en la Colonia Dora, en la Provincia de Santiago del Estero, junto a su delicada esposa, la bobe** Slave Zelde Rabkin y sus nueve hijas e hijos, luchando contra las condiciones del terreno, suelos salados, en parte desmontados por ellos mismos; con felinos y ofidios, con la escasez de agua potable, con los mosquitos y el calor reinante y otras, no me extenderé ahora.

La llegada a la ciudad de Rosario se produjo después de varios largos años de su vida de chacarero humilde y trabajador en el pequeño “campo” (que nunca fue suyo) situado a pocos kilómetros del paupérrimo pueblito santiagueño conocido como “Colonia Dora”, y que reunía a pocas familias de colonos judíos llegados de Ucrania y posiblemente de Rumania.

Cuando mi abuelo y su familia dejaron la chacra, sólo tenían deudas, pero nada de bienes. Eso después de años de sacrificio, trabajando duramente de sol a sol, sufriendo las inclemencias del tiempo y viviendo frugalmente en una humilde vivienda campesina con paredes de rústicos ladrillos y pisos de cemento sin mosaicos.

 

 

 

*Zeide: en idish: abuelo, saba, nono.
**Bobe: en idish: abuela, sabta, nona.

 

 

 

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