Enlace Judío México e Israel.- Deshacer la casa de tu abuela es el siguiente escalón después de haberla enterrado y cumplido con el luto que sigue a este. Un duro trago que se hace con una mezcla de ternura, emoción y tristeza infinita. Rescatar recuerdos, encontrar pequeños tesoros que no recordabas o que ni siquiera sabías que existían.

THELMA KIRSCH

Te sientes como un ladrón abriendo cajones cerrados con llave, como un intruso que husmea en intimidades ajenas. Encuentras tu propio pasado, recuerdos de la infancia, de la tuya, de la de tus padres, incluso de la vida de tus abuelos, mezclados con trazas de tus propios hijos, fotos, dibujos “para la mejor abuela”, tarjetas, muchas tarjetas…. Podrías pasar días, semanas, pero es una labor que quieres terminar de organizar y al mismo tiempo deseas que nunca acabe, que continúe como una metáfora de aquel primer cordón umbilical, como esa última oportunidad de sentir su olor, todavía presente, en los cajones, los roperos, llenos de su perfume y de su ropa.

En uno de esos ratos de lágrimas y de sonrisas, encontré los botones de mi abuela, un enorme regalo para la imaginación y la reflexión. He pasado tardes clasificándolos, mirándolos, casi mimándolos y al final dejando plasmada su existencia en mi memoria como un homenaje a la mujer excepcional que fue.

Pero muchos de sus atributos son comunes a una generación de mujeres. Aquellas que fueron niñas de la guerra y la posguerra, pasando hambre y miedo, adolescentes y jóvenes con una educación limitada (“pues ser médico es cosa de hombres”), mujeres siempre a la sombra y bajo tutela, primero de sus padres y luego de los maridos (la generación que ni siquiera podía abrir una cuenta en el banco o tener una propiedad si no era compartida con un varón). Pero que eran excelentes economistas capaces de ahorrar, de dirigir familias numerosas, fantásticas cocineras, cuidadoras dedicadas, maestras de vida. Mujeres que individualmente no han hecho historia pero que como generación trabajaron para levantar países en ruinas y para que sus hijos y nietos fuéramos mejores y tuviéramos más que ellas mismas. Mujeres que supieron luchar por el futuro.

Los botones de mi abuela me han contado muchas cosas; he encontrado el pasado familiar en varias formas y materiales diversos: cuero, nácar, metal, madera, plástico; leo historias en botones de los años 50’s que reconozco en una foto amarillenta de mi abuela, los de las trenzas infantiles, alguna ropa de fiesta, las de las batas de estar en casa, los del uniforme de gala del colegio, de las camisas de mi tío, botones minúsculos de ropita de bebé, botones forrados… hay cientos de botones, algunos preciosos como joyas, otros son demasiado feos.

Resulta que en su casa nunca se tiraba un botón, cuando una prenda se jubilaba, se guardaban los botones y se hacía trapos con la tela. Un eterno “por si acaso” y un constante “esto ha costado dinero”. Y en estos cientos de botones leo el salto generacional e intuyo cómo hemos cambiado y quizás, lo que hemos perdido.

Vivimos en una sociedad de usar y tirar, de “obsolescencia programada”, de reciclar como moda y no como costumbre, de no apreciar que las cosas cuestan dinero, trabajo y esfuerzo; ahora somos de comprar y consumir a marchas forzadas. Consumistas pertinaces y obsesivos.

Vivimos en una sociedad siempre de prisa, descentrada, incapaz de pararse a realizar tareas sencillas o poco llamativas, hemos dejado de encontrar placer en la simplicidad de las cosas, vivimos con un pie en la virtualidad de las redes sociales.

Nuestra atención siempre se encuentra dividida.

Vivimos en una sociedad en la que la palabra “ahorro” se vio sustituida por la palabra “crédito” desde hace algún tiempo, donde en vez de prever el futuro, reservar por si “acaso” se necesita, se gasta por adelantado. No solo no se guardan esos botones, sino que se compran botones sin tener cómo pagarlos.

Vivimos en una sociedad de mujeres completamente incorporadas al mundo laboral, dejando en las casas ese hueco que nadie puede ni podrá cubrir (y que conste, soy feminista como pocas). Nuestras abuelas, “de profesión: sus labores”, hacían esa función que aunque no reconocida ni pagada era inmensa y que a veces incluía reciclar botones y otras, no faltar ni un solo día a abrirnos la puerta al volver del colegio, o prepararnos la merienda a la hora exacta, acudir a los festivales del colegio, ayudar a sus nietos con las tareas de “pretecnología”, echarles alcohol en las rodillas o atenderlos con el “tengo sed” a cualquier hora. Y es que hay cosas que solo una abuela puede hacer como una abuela, y que incluso el padre más entusiasta y dedicado es un sucedáneo de lujo, pero sucedáneo al fin y al cabo.

Creo que por lo menos mi abuela no vivía frustrada ni alienada, al revés, sabía que hacía su trabajo y que lo hacía bien. Ella, que siempre hubo querido ser economista, doctor, ingeniero, fue hasta el final, una madre entregada, buen ejemplo para su generación. Mujer sin mediocridades, sin ser madre, esposa o profesional de tiempo parcial y sin nunca poder darlo todo.

Y además, como un premio o como un lujo en esos días, con un poco más de tiempo para arreglarse, organizar cenas con los amigos o salir de su casa, al cine o simplemente a descansar. (Eso también me lo dicen los botones…). Las mujeres de ahora, nos hemos liberado…nos hemos liberado… ¿Nos hemos liberado? La inmensa bolsa llena de botones se ríe de mí.

Lo que no sé es cuántos botones faltan, cuántos realmente fueron de utilidad, cuáles se utilizaron en otra prenda, porque la bolsa solo tiene los que nunca llegaron a ver más vida que la foto en la que ahora quedan inmortalizados. Y es que al final, la vida quizás sea solo eso, una enorme bolsa de botones.

 

 

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