Enlace Judío México e Israel. – La muestra en el Museo del Legado Judío es atractiva y conmovedora, aunque muy a menudo las víctimas judías parecen ser pensamientos tardíos.

EDWARD ROTHSTEIN

El epígrafe que abre la exhibición inmensa, desgarradora, pero problemática en el Museo del Legado Judío, “Auschwitz. No Hace Mucho. No Muy Lejos.,” cita al sobreviviente de Auschwitz, Primo Levi. “Sucedió, por lo tanto puede suceder nuevamente,” declara él. “Puede suceder en todas partes,” concluye.

Ese sentimiento se ha vuelto tan generalmente abrazado que incluso es usado para definir un propósito de los museos del Holocausto: como faros de advertencia. Pero la idea es extraordinariamente peculiar. Aquí hay un acontecimiento marcado por la singularidad — el intento de erradicar a un pueblo que comprendía a millones, viviendo en más de una docena de países en el continente más sofisticado políticamente en el mundo, quienes fueron ejecutados con brutalidad meticulosa y obsesiva en medio de una guerra mundial. Después de tres cuartos de siglo, todavía obstruye los esfuerzos por entender.

De alguna manera, sin embargo, esa singularidad inspira la insistencia en lo opuesto, como si el Holocausto fuera simplemente el resultado del fascismo o racismo o intolerancia. La repetitividad presunta del Holocausto—si no la inminencia—lo despoja de particularidad y lo disminuye convirtiéndolo en una analogía siempre lista.

Tales riesgos están presentes en esta exhibición también. Pero los artefactos aquí son tan destacables—más de 700 objetos y 400 fotografías de más de 20 fuentes, muy notablemente del Museo Estatal Auschwitz-Birkenau de Polonia—que las dudas e interrogantes son pospuestos a medida que nos sumergimos en el inframundo nazi.

Muchos artefactos son del mismo Auschwitz: una litera de tres niveles que una vez estuvo abarrotada de pies a cabeza con prisioneros; un caldero de 66 galones que calentaba sopa flaca para 200 (ración: un litro de sopa de nabo por persona por día); cartas arrojadas desesperadamente de trenes destinados a los campos de la muerte; un zapato de niño con un calcetín plegado adentro como anticipando un retorno rápido que nunca tuvo lugar. Tales artefactos hacen imperdible esta exhibición.

Los orígenes improbables de la exhibición fueron una idea de Luis Ferreiro, el director de Musealia, una empresa española que creó una exhibición itinerante exitosa sobre el Titanic. Comenzó una colaboración con el museo de Auschwitz para crear una exhibición con fines de lucro. Sus curadores incluyen al historiador de Auschwitz, Robert Jan van Pelt, y al estudioso del Holocausto, Michael Berenbaum, entre otros; fueron hechas algunas modificaciones para New York.

Fue diseñada para atraer a un gran público, lo cual llevó, quizás al título desafortunado inspirado en la ciencia ficción y a algunos juicios erróneos. Descansando en el patio al aire libre está uno de los 120,000 vagones de carga construidos entre 1910 y 1927 para el Ferrocarril Nacional Alemán, pero no hay indicación acerca de si transportó a judíos, ni hay información acerca de cuan estrechamente recuerda a los furgones que lo hicieron: Es por lo tanto una cartelera.

En cuanto a la estructura de la exhibición, comienza hace un poco mucho tiempo atrás y demasiado lejos, con “un punto en el mapa,” como lo dice la exhibición, una pequeña ciudad polaca, Oświęcim, que en 1914 tenía 10,000 habitantes, más de la mitad de ellos judíos—y que más tarde se convirtió, bajo ocupación alemana, en Auschwitz. Pero también aprendemos sobre la historia del antisemitismo europeo, empezando con el “Anti-Judaísmo” de la teología cristiana. Vemos una proclama alemana del año 1551 que obligaba a los judíos a llevar un círculo amarillo, montado bellamente y presentado por Reinhard Heydrich a Hermann Göring en su cumpleaños en 1940. Para esa época el antisemitismo había sido absorbido dentro de la teoría racial alemana.

La formación de una “mentalidad genocida,” explica la exhibición, requirió nociones de raza y superioridad que fueron usadas “para excluir de la sociedad a los opositores políticos, reales o imaginarios. Estos incluían a sindicalistas de comercio, personas con discapacidades, varones homosexuales, ‘elementos asociales,’ testigos de Jehová, y gitanos.” Los enemigos de los nazis eran “ante todo, sindicalistas de comercio, los social-demócratas, y los comunistas.”

En la sección introductoria, los judíos parecen pensamientos tardíos, secundarios a odios políticos más fundamentales. Aun al describir la maquinaria de muerte, las descripciones son hechas tan generales como es posible: “Los trenes, viajando todo el día, llevaron a 1.3 millón de judíos, polacos, gitanos, y otros enemigos del Tercer Reich, reales o percibidos, a Auschwitz.”

Pero desde el principio mismo, como aclaró Hitler en “Mein Kampf” en 1925 (vemos la copia anotada de Heinrich Himmler), los judíos estuvieron en el centro de las obsesiones nazis. La exhibición admite que los judíos fueron un “blanco especial,” pero parece intencionada en minimizar esa cuestión. El resultado es que la expulsión de los judíos por parte de Alemania y luego la Solución Final parecen surgir sin contexto.

Es dada, por ejemplo, atención inusual a los gitanos, quienes son, por supuesto, parte de esta historia espantosa. Hubo 23,000 gitanos en Auschwitz; 21,000 murieron—la mitad en cámaras de gas. Pero las muertes de los judíos—un millón en Auschwitz—fueron al menos 50 veces mayores. Aparte, los gitanos vivían en un área separada del campo, mantuvieron su propia vestimenta y permanecieron juntos como familias, cuestiones no mencionadas aquí. Tales distinciones son inexploradas en otros casos también, como si pudieran arruinar una visión más ecuménica de los odios nazis y admitir una jerarquía espantosa.

Explicar Auschwitz requiere comprensión diferente. Fue fundado en la primavera de 1940, leemos, como un campo de concentración, parte del “equipo de herramientas que usaron los alemanes para desmantelar el estado polaco.” Luego se volvió un campo de trabajo esclavo. Finalmente, como se señaló, fue hecho también para servir a la Solución Final. Auschwitz proporcionó un enfoque más sistemático que campos de la muerte como Belzec o Treblinka podían manejar con sus gases de caños de escape y entierros masivos.

Pero la exhibición no nos prepara para darle sentido a esto o para reconocer que a pesar del sufrimiento generalizado, sin el objetivo de matar judíos, Auschwitz habría seguido siendo un pozo del horror nazi convencional. Auschwitz es testimonio de una obsesión, alrededor de la cual circularon de forma inconstante otros odios.

No se equivoquen: Esta muestra esgrime considerable fuerza, pero, como la mayoría de las exhibiciones del Holocausto (aparte de Yad Vashem en Jerusalén), es perturbada extrañamente por ese centro judaico y se contenta abiertamente con clichés contemporáneos. En el catálogo, Piotr M. A. Cywiński, el director del museo de Auschwitz, advierte que un Auschwitz podría ocurrir nuevamente debido a “la escalada del populismo, la xenofobia, el antisemitismo, y otras ideologías racistas.” Esta necesidad de catalogar villanías tiene contrapartes en otras respuestas hacia el odio al judío, asegurando que cualquier condena del antisemitismo sea amortiguada por una lista de otros odios.

Pero vemos demasiado en esta exhibición para reconocer que el antisemitismo no es realmente un ejemplo de racismo (o una cuestión de “tropos,” como se sugiere ahora a menudo). Es, en cambio, como sugiere agudamente el mismo Auschwitz, una visión casi metafísica del mal amenazante. Y si uno está convencido de los poderes demoníacos y conspirativos del judío, entonces la única forma eficaz de anularlo es adoptar métodos similares: los nazis reflejaron a su judío imaginado.

 

 

 

Fuente: The Wall Street Journal
Traducido por Marcela Lubczanski para Enlace Judío México