Enlace Judío México e Israel.- La misión de la guardiana nazi: flagelaciones, palizas y disparos a sangre fría.

MÓNICA G. ÁLVAREZ

Los rasgos marcados de su cara, su pesada mandíbula y su mirada desafiante caracterizaron a una de las guardianas nazis más aterradoras que ha dado la historia del Tercer Reich. Herta Bothe, ex enfermera reconvertida en Aufseherin en Stutthof, Ravensbrück y Bergen Belsen, fue descrita como una “supervisora despiadada”, ruidosa y arrogante que irrumpía repentinamente en el Judenältester (el campamento judío) emitiendo teatrales y calculados gritos a sus prisioneras cada vez que estas no realizaban correctamente sus tareas. Esto es, lavar los platos o incluso a hacer la cama.

Si tales quehaceres no se hacían con el suficiente cuidado, Bothe abofeteaba duramente y sin miramientos a las “responsables” de aquel desaguisado. Su único objetivo: intimidar, atormentar y humillar a una población recluida entre cuatro paredes.

Numerosos testigos aseguraron durante el juicio que la Sádica de Stutthof –así denominada entre sus camaradas- maltrataba sin piedad a los reclusos hasta el punto de dispararles a bocajarro. Castigaba impunemente a unos siete u ocho internos mediante la privación de comida. Les retiraba el pan, el agua o cualquier alimento que pudiesen ingerir. Sus visitas no tenían otro propósito que el de causar la consternación, la humillación y, como no, la muerte.

Durante el juicio de Belsen celebrado en septiembre de 1945, Herta Bothe negó todos los cargos que se le imputaban y aunque los testimonios ratificaron que fue la responsable de numerosas muertes violentas, su condena fue menor que la de otras compañeras. Para remate, y como un acto de indulgencia por parte del Gobierno Británico, Herta fue liberada el 22 de diciembre de 1951.

De espíritu ario y nazi

La ciudad alemana de Teterow, en el distrito de Mecklenburg al noroeste del país, vio nacer el 8 de enero de 1921 a Herta Bothe, una de las mujeres más relevantes de los Konzentrazionslager nazis durante la Segunda Guerra Mundial.

Si bien la mayoría de las guardianas de las SS apenas sabían leer o escribir, Bothe se caracterizó no solo por trabajar desde una edad muy temprana, sino por su especial interés en ayudar al prójimo. Su incansable laboriosidad hizo que en 1938 y a la edad de 17 años compaginase diferentes tareas. Por un lado, la de ayudar a su padre en la pequeña tienda de maderas que tenía en su pueblo natal; y por otro, bregaba temporalmente en fábricas además de ejercer como enfermera en un hospital industrial. Su conducta para con los demás era prácticamente ejemplar. Aunque ésta cambió poco tiempo después.

No se conocen quiénes fueron sus progenitores, ni sus nombres, ni tampoco si tuvo hermanos o familiares cercanos que pudiesen esclarecer detalladamente quién fue Herta Bothe. Es como si esa parte de su vida, la infancia y la adolescencia, hubiera querido borrarlas de un soplo, enterrarlas y que solo constasen sus “mejores años”. Aquellos que vivió tras su ingreso en la Bund Deutscher Mádel (La Liga de Mujeres Alemanas-BDM) en 1939.

Aunque el alistamiento no era de carácter obligatorio, Herta encontró en aquella organización unas tradiciones que la entusiasmaron. La doctrina nacionalsocialista flasheó sobremanera a una jovencita que necesitaba sentir que su nación contaba con ella. Al fin y al cabo, pertenecer a la BDM era un privilegio solo meritorio para ciudadanos alemanes, arios y sin enfermedades hereditarias.

En los siguientes tres años, Bothe destacó en el ámbito deportivo. La vitalidad que desplegaba en cada una de las disciplinas entusiasmaron tanto a sus superiores, que en septiembre de 1942 la reclutaron como guardia del campo de concentración de Ravensbrück. Durante cuatro semanas fue entrada y adiestrada para formar parte del personal de supervisión del centro. Allí se topó con Irma Grese o Dorothea Binz con quienes casualmente compartiría sus inhumanas fechorías, sus sangrientos suplicios y sus atroces perversiones.

Tras treinta días en el ‘Puente de los Cuervos’, la joven alemana inició su terrorífica carrera en su primer destino, el campo de concentración de Stutthof, ubicado cerca de Danzig al este de Gdansk (Polonia). Allí desarrollaría tareas como Aufseherin.

Herta, la Sádica

Este campamento construido por el régimen nazi fuera de sus fronteras, comenzó siendo un centro de internamiento civil administrado por la policía; después se empleó como campo de “educación laboral” administrado por el Sicherheitsdienst (Servicio de Seguridad Alemana-SD); y finalmente, como un campo de concentración regular en enero de 1942.

Emplazado en una zona aislada, húmeda y boscosa al oeste del pequeño poblado de Stutthof, su ubicación lo hacía “especial”. Allí perecieron más de 85.000 personas de las 110.000 deportadas por culpa de las condiciones catastróficas del campamento (el hambre y las enfermedades), sino también por las muertes y ejecuciones generales que el personal encargado efectuaba diariamente. No había escapatoria alguna.

Stutthof, como el resto de campos de concentración levantados por los nazis, se encontraba amurallado y rodeado por alambradas, algunas de ellas electrificadas. A medida que la población del cuartel crecía iban construyendo más barracones hasta edificarse treinta naves más, un crematorio y una cámara de gas. Todo ello, dos años antes de su liberación en mayo de 1945.

Fue en 1943 cuando Stutthof se incluyó en el programa de la Solución Final, convirtiéndose por tanto en un campo de exterminio de masas. Tal llegó a ser la sobresaturación de reclusos, que según llegaban a las instalaciones eran automáticamente eliminados en las cámaras de gas. Esto sumado a las condiciones infrahumanas a las que las guardianas sometían a los reclusos, hacía casi imposible la supervivencia.

Herta Bothe fue una de las 130 mujeres que sirvieron en dicho completo durante el periodo más cruel y trágico. Treinta y cuatro de aquellas guardias femeninas incluyendo la Sádica, fueron acusadas de crímenes contra la humanidad al final de la guerra. Si alguna vez se habló de horror fuera de Alemania, éste fue en Stutthof.

Su liberación se produjo el 9 de mayo de 1945 gracias a las tropas del Ejército británico. Pero poco pudieron hacer ya para salvar la vida de los reos asesinados. Aunque esto no era lo que más preocupada a la protagonista. Tal y como recordó en una entrevista, su mayor temor era contraer tifus al levantar los cadáveres de los prisioneros muertos. Los aliados no les dejaban usar guantes para enterrar a los difuntos y Bothe solo se preocupaba de no contagiarse y de descansar cada poco tiempo.

Entre los testimonios que dan fe de las vejaciones de los prisioneros en este campo de concentración, nos topamos con el de la rumana Teréz Mózes, quien en su libro Staying Human Through the Holocaust explicaba cómo “nos pegaban con todas sus fuerzas mientras pasábamos a través de la puerta. Teníamos tanto miedo de las palizas que preferíamos saltar desde la ventana”.

Alexander Lebenstein, único superviviente entre los miembros de 19 familias judías de Haltern am See, recordaba que con tan solo once años lo perdió todo. Su casa, sus posesiones, su vida, pero sobre todo su familia. También rememoraba que guardianas como Herta Bothe, disparaban a los prisioneros con cualquier pretexto. Se trataba de un acto cotidiano que con el tiempo consiguió hacerle inmune. Como el olor de los crematorios “que lo impregnaba todo”.

La muerte en Bergen-Belsen

La muerte estaba en todas partes. El futuro no existía, todo era presente y sobrevivir era la única cuestión importante. Para el joven Alexander las puertas del infierno se encontraban en Stutthof y Herta Botheera la mismísima reencarnación del Innombrable. Los latigazos y disparos a sangre fría eran su seña de identidad. No fueron las únicas acciones criminales que cometió, tras pasar por el campo de Bromberg Ost y Bergen Belsen -éste fue su último destino-, sus fechorías se multiplicaron.

El 21 de enero de 1945, Bothe a sus 24 años había conseguido un ascenso, ser Oberaufseherin. Era la responsable de acompañar a las denominadas “marchas de la muerte” (caminatas de prisioneras) desde Polonia central hasta el estado de Baja Sajonia (Alemania). Para que nos hagamos una idea, la distancia entre un campo y otro era de unos 700 kilómetros y las internas estaban obligadas a hacerlo a pie.

Durante el largo recorrido las más débiles terminaban muriendo por agotamiento, inanición y por el trato vejatorio de sus niñeras. Si a esto le sumamos que en la ruta hacia Bergen-Belsen se desviaron otros 600 kilómetros más para acampar en Auschwitz-Birkenau, la sensación de extenuación era insoportable. Treinta días después de su partida, arribaron a Bergen Belsen.

Durante los siguientes dos meses y medio, la guardiana –según su propio testimonio- se encargó de: supervisar los baños públicos, trabajar en la cocina para llevar comida a los cerdos; y controlar a la Brigada de Mujeres para la Búsqueda de Madera que estaba compuesto por 60-65 convictas. Pero nada más lejos de la realidad.

El calvario de las víctimas

En el juicio de Belsen celebrado el 17 de septiembre de 1945, las declaraciones juradas de los testigos de aquella masacre indicaban todo lo contrario. Pese a que la Aufseherin pretendía pasar desapercibida con respecto a sus homólogas Irma Grese o María Mandel, finalmente sus actos salieron a la luz.

Uno de los primeros en subir al estrado fue Wilhelm Grunwald, un superviviente checo de 17 años que, tras identificar a Bothe en la fotografía número 25, pasó a narrar uno de los asesinatos que cometió en su presencia. “Vi a varias reclusas muy débiles llevar un recipiente de comida desde la cocina hasta el bloque. Como estaba lleno y pesaba mucho, las mujeres lo pusieron en el suelo para descansar”, explicó el interno. Entonces, “vi a Bothe disparar a las dos presas con su pistola. Ellas se desplomaron”.

Por su parte, el testimonio de Katherine Neiger, checa de 23 años, fue clave para señalar a la acusada como una de las maltratadoras y asesinas de Belsen. Explicó que solía verla golpeando a las niñas enfermas con un palo de madera. Además, enumeró las muertes se producían en el campo. Los nazis le habían encargado registrar el número de internas que fallecían a diario.

Según sus palabras ante el tribunal, desde enero hasta finales de marzo de 1945, Neiger contabilizó 349 fallecimientos, unas 15-20 muertes por día. Una cifra que no era exacta, ya que no se reportaban todas las defunciones y la mayoría de los cadáveres acababan siendo apilados a la intemperie. En total, la checa aseguró que unas 900 mujeres de su grupo había muerto durante aquel período.

Otra de las declarantes fue la polaca Sala Schifferman de 18 años que trabajaba en la cocina número 4 del campamento de las mujeres. Por culpa de Bothe una amiga suya terminó muriendo de una brutal paliza. “La golpearé hasta la muerte”, llegó a gritar la guardiana mientras apaleaba a la salvajemente por estar comiendo cáscaras de nabo que previamente había cogido de la cocina. “Bothe me ordenó a mí y a otras chicas que llevásemos el cuerpo a una habitación en el bloque al lado del hospital donde ponían todos los cadáveres. La chica había sido asesinada”, concluyó la polaca durante la vista.

Otro relato también señaló a Bothe como la responsable de palizas con un “palo pesado”. Así lo confirmó Luba Triszinska, una judía rusa detenida y llevada a Belsen, que describió los continuos malos tratos impartidos a las reclusas. Especialmente, los realizados por la Sádica de Sutthof. Algo similar contó la alemana Hildegarde Lohbauer, otra de las supervivientes de este campo, que aparte de ratificar que los trabajadores portaban pistolas, pidió que castigasen a Bothe por pegar y maltratar a los confinados.

Aparte de los supervivientes, hubo camaradas y compañeras de Bothe que la señalaron por su falta de escrúpulos como supervisora. Por ejemplo, Herta Ehlert, una vendedora alemana que tras pasar por Ravensbrück terminó compartiendo tareas con la Aufseherin. De ella afirmó que fue responsable de golpear a reclusos indefensos, además de mentir respecto a sus ocupaciones reales en el campamento. Tras prestar declaración en el estrado, Ehlert ni siquiera quiso cruzar mirada alguna con su superior.

Dos hermanas, Ilse e Ida Forster, trabajadoras en las cocinas del campo de Belsen, narraron al Tribunal que abofeteaban a los prisioneros para evitar que robasen comida o que cogieran más de la cuenta. Y que no lo hacían solas, Bothe era una de las supervisoras que ejecutaba estas acciones junto a ellas.

Negación absoluta

Pero no todos los testimonios fueron en contra de Herta Bothe, algunas compañeras quisieron defenderla. Una asistente de laboratorio Charlotte Klein, aseguró que fueron compañeras de habitación y jamás vio a la guardiana portar pistola ni tampoco pegar a nadie. Lo mismo que Gertrud Rheinholdt, otra compañera de cuarto que negaba verla armada y, por supuesto, tener un arma consigo.

Llegó el turno de la protagonista. El lunes 29 de octubre de 1945 y tras varios días escuchando los testimonios que avalaban su culpabilidad, Herta Bothe se subió al estrado y después de jurar toda la verdad y nada más que la verdad, comenzó una retahíla de insólitas certezas. No solo aclaró cuáles fueron sus tareas en los diversos campos, si no que dio fechas concretas. Aparte de negar tener pistola y, por supuesto, disparar a dos jóvenes reclusas que porteaban comida.

Según Bothe, el testigo que afirmó tal dato, Wilhelm Grunwald, mentía. También impugnó la declaración de Schifferman que la acusaba de haber matado con un palo a una chica llamada Eva, aunque reconoció haber pegado en alguna ocasión a algún confinado. “Sí, con mis manos, porque robaban madera y otras cosas. Nunca he golpeado a nadie con un palo, un trozo de madera o una porra de goma. (…) Nunca he pegado a prisioneros. No tenía nada que ver con los internos”, aseguró la acusada ante las preguntas del coronel Backhouse. Cada vez que el letrado le cuestionaba su declaración en relación con los maltratos a reos, Herta rechazaba cualquier implicación al respecto. Y en cuanto a la escasa alimentación que recibían los finados, Bothe respondió: “no podía decir que era demasiado para ellos”. Y una vez tras otra, la guardiana insistía con un “no” a todas las acusaciones vertidas durante los día atrás.

Aunque también entró en varias contradicciones. Si hasta ahora había negado cualquier agravio a los prisioneros, ahora afirmaba haberlo hecho pero a modo de reprimenda. “Cuando los prisioneros trabajaban en mi Kommando y les pillábamos robando, entonces los abofeteaba en la cara”, aseguró.

A medida que Herta Bothe respondía a las preguntas del Tribunal, se destapaban algunas mentiras. Como por ejemplo, que según la vigilante jamás vio cuerpos depauperados al lado de las fosas, algo imposible. Y es que cuando el Ejército británico liberó Belsen se topó con 10.000 cadáveres apilados unos encima de los otros. Era imposible no verlo.

Gracias a las alegaciones finales de su abogado defensor, el capitán Phillips, la Corte terminó convenciéndose de que Herta Bothe fue obligada a obedecer las órdenes legítimas de sus superiores. Esa baza y el modo en que desmontó las declaraciones de los testigos, permitieron exculparla de toda responsabilidad. Al fin y al cabo, según el abogado al formar parte solamente el Kommando de Madera su sanción tenía que ser proporcional a su participación en la responsabilidad de los hechos. Si no ocupaba un cargo importante, no debía de ser sentenciada como tal. E incluso, a ser absuelta.

Tras la guerra

El 17 de noviembre de 1945 la Corte emitió un veredicto. Herta Bothe fue declarada culpable de cometer crimen de guerra en Bergen-Belsen (Alemania) entre el 1 de octubre de 1942 y el 30 de abril de 1945. Había violado las leyes y costumbres de la guerra al maltratar a algunos de los reos que tenía a su cargo causándoles incluso la muerte. Su pena: 10 de años en prisión. Una sentencia menor en comparación con otras compañeras como Mandel o Grese que fueron ejecutadas.

Tras seis años en la cárcel de Celle, Bothe salió en libertad como acto de clemencia del Gobierno británico. Su buen comportamiento, además del buen hacer de los ingleses, le sirvió para olvidarse de su pesadilla y germinar una nueva etapa al margen de los nazis. Era el 22 de diciembre de 1951.

Algunos datos apuntan a que la Sádica de Stutthof logró casarse y cambiar su apellido por el de Lange. Aquella fue una buena forma de poner tierra de por medio y desechar su identidad hasta ese momento. De este modo, nadie la reconocería, nadie sabría quién era, qué hizo durante la guerra y por qué estuvo en la cárcel. Podemos decir que consiguió su propósito: disminuir su responsabilidad diciendo que en verdad eran los hombres los únicos engranajes posibles del Führer. Los únicos que daban las órdenes.

Años más tarde, en 2009, un conocido director de cine documental alemán Maurice Philip Remy, aseguró ser la última persona que entrevistó a Herta Bothe. Lo hizo para un reportaje llamado Holokaust en el año 2000. En declaraciones hechas al periódico The Sun, Remy espetó por ejemplo: “Ella tenía recuerdos horribles de los campos de concentración, pero no tenía capacidad de dar sentido a su papel en ellos. […]No tenía ningún remordimiento. No podía entender qué había hecho algo mal. Sentía que era una víctima”.

A sus 79 años y desde su residencia en una comunidad modesta al noroeste de Alemania, Herta Bothe accedió a hablar para el equipo de Remy y el documental que estaban preparando sobre el Holocausto. Durante la entrevista hubo momentos donde la ex Aufseherin se puso a la defensiva en lo que respecta a la cuestión de si debió entrar o no como guardiana en los campos de concentración. Pese a los años transcurridos, aún se la veía nerviosa pero capaz de responder cosas tan espeluznantes como ésta:

“Qué quiere decir, ¿que cometí un error? No… no estoy segura de lo que debería responder. ¿Cometí un error? No. El error fue el campo de concentración, pero tenía que hacerlo, de otra forma me habrían puesto ahí. Ese sí fue mi error”.

En la actualidad nadie sabe de su paradero. Si aún sigue viva con más de 97 años, o si finalmente murió el 16 de marzo del 2000. Los expertos no logran ponerse de acuerdo.

De lo que sí podemos estar seguros es de que vivió apartada del mundo, en silencio, sin querer llamar la atención, ni para recordar. Y cuando lo hizo, con aquellas nefastas afirmaciones, la herida del Holocausto volvió a abrirse. Toda aquella pantomima sobreactuada durante el juicio le había servido para ser libre, pero no para arrepentirse.

 

 

Fuente:lavanguardia.com