Enlace Judío México e Israel –  La Biblia está tan arraigada a la cultura occidental que todo su discurso sobre la destrucción del Templo de Jerusalén y del reino de Judea es bien conocido, y, además, entendido como algo bastante lógico. Sin embargo, se trata de un concepto revolucionario en su tiempo y que, a la larga, transformó la conciencia misma de la civilización.

La idea bíblica es sencilla: D-os hizo un pacto con el pueblo de Israel, pero la infidelidad y la desobediencia de los israelitas provocaron que Jerusalén —la ciudad santa— y el Templo —la residencia divina— fueran destruidos por los babilonios. Se trata de un mensaje explícito que encontramos en los libros de los profetas pre-exílicos, como Isaías o Jeremías.

Además, se puede decir sin temor a exagerar que dicho concepto es central en el texto bíblico. Debido a todo el tiempo que ha transcurrido desde que se le dio forma definitiva (redaccional y estructural) a la Biblia, frecuentemente no nos percatamos que todo —desde Génesis hasta II Crónicas, según el orden hebreo original— gira en torno a la destrucción de Jerusalén y el Templo, el exilio y la orden de Ciro para restaurar Judea.

¿Por qué estos eventos tienen tanta importancia? Porque la restauración del texto bíblico comenzó, justamente, al poco tiempo de que concluyó el exilio babilónico.

¿A qué me refiero con restauración? Es simple: las escrituras sagradas del antiguo Israel fueron compiladas, como todos los corpus escriturales de su época, en tabletas de arcilla. El recinto en donde todo este compendio político y religioso estaba resguardado no debió ser muy diferente —aunque sí más pequeño— que la biblioteca del rey Asubanipal en Nínive (Asiria). Cuando los babilonios invadieron el país en el año 587 AEC, seguramente procedieron a destruir la mayor cantidad posible de documentos. El archivo oficial israelita debió mantenerse hecho una ruina durante por lo menos medio siglo, y solo hasta que vino la siguiente generación, la que regresó del exilio, todo ese material empezó a ser restaurado.

Preservando un eco tenue pero nítido de esa memoria histórica, el Talmud afirma que la Torá de Moisés se había perdido, pero que Ezra la devolvió a Israel. El trasfondo es el ya señalado: el patrimonio escritural israelita fue gravemente afectado por los babilonios, y la generación de escribas liderados por Ezra se encargó de la restauración.

Eso le da lógica a los temas esenciales del texto bíblico, porque dicha restauración de escrituras no fue un mero ejercicio de arqueología documental. El nuevo texto bíblico producido tenía el fundamento de la parte más compleja del proceso de restauración: la espiritual.

Y es que había un severo problema en ese momento que podía socavar los fundamentos de la religión israelita.

El paradigma antiguo respecto a las invasiones militares era sencillo: si otro pueblo te invadía con éxito y destruía tus ciudades, tus templos y tus escrituras, seguramente era porque sus dioses eran más poderosos.

Eso, en principio, ya ponía a los israelitas en un dilema: ¿qué sentido tenía regresar y restaurar el culto a un D-os que no los había protegido de los babilonios?

A eso había que agregar otro detalle: los persas —vencedores de los babilonios y, por lo tanto, adoradores de dioses más poderosos— tenían una religiosidad muy similar a la israelita, ya que adoraban a un solo dios: Ahura Mazda (también llamado Zoroastro).

¿Acaso las victorias y derrotas de unos y otros no podrían ser una prueba de que el culto correcto al Único y Verdadero no era el de los persas? Tal vez el error de fondo había sido adorar incorrectamente al que es Uno, y ahora Israel tenía la oportunidad de adorarlo correctamente por medio de la religión mazdeísta.

Esa fue la razón por la cual el trabajo de los escribas dirigidos por Ezra era tan importante. No sólo había que recuperar la historia y las escrituras de Israel, sino que además tenían que ofrecerle al pueblo judío una buena razón para no considerar al mazdeísmo como la opción más lógica a seguir.

Por ello fue tan importante la recuperación e integración de la sección conocida como Neviim, o Profetas. Allí estaba la clave para la sobrevivencia de la espiritualidad israelita.

Los profetas preservados en la Biblia se caracterizaron por darle un enfoque completamente revolucionario a su predicación. Fueron los ominosos agoreros del desastre. No se tentaron el corazón —incluso a costa de arriesgar sus vidas— para advertir que la destrucción era inminente. Primero Amós y Oseah anunciaron la caída del Reino de Samaria, y luego Isaías, Micah, Zefaniah, Jeremías, Najum y Habakuk hicieron lo propio con la del Reino de Judea.

Su mensaje fue rechazado por la mayoría de la población bajo la dogmática lógica de que ellos, Israel, eran el pueblo elegido por el D-os único. ¿Cómo era posible que los babilonios fueran a destruir Jerusalén y el Templo?

Pero sucedió. La catástrofe vino, y seguro que mucha gente se cuestionó si realmente habían sido ciertas todas esas historias de un D-os eligiendo a un pueblo.

Por eso la recuperación del mensaje de los profetas fue crucial. Ellos habían advertido que el pacto entre D-os e Israel tenía como eje central un componente moral. No se trataba de una simple filiación étnica (Israel – D-os de Israel). Se trataba de un compromiso de vivir conforme a una calidad de vida elevada, marcada por la obediencia a la Torá.

Israel había fallado con eso. Luego entonces, no era posible que se esperara la protección divina ante el embate de los babilonios.

Seis siglos y medio después, cuando fue destruido el Segundo Templo —esta vez a manos de los romanos—, los sabios talmudistas recuperaron esa misma reflexión: las divisiones internas del pueblo de Israel habían sido castigadas con la nueva destrucción de Jerusalén y su Templo.

Con eso se confirma que la religión judía desarrolló un sesgo muy particular: si el universo funciona a partir de leyes de causa y efecto, el elemento que le da sentido y lógica a las causas y sus efectos es la moral. El universo es una entidad moral. La historia es un asunto de moral. Los éxitos y las desgracias de los individuos y de los pueblos tienen implicaciones morales, tanto en sus antecedentes como en sus consecuentes.

Podría decirse que esto es una interpretación filosófica demasiado abstracta y nada rigurosa si nos atenemos al análisis estrictamente histórico. Y tiene lógica. Por ejemplo, ante la frecuente pregunta de por qué D-os permitió la destrucción de Jerusalén y el Templo, la respuesta histórica es bastante más sencilla que la construcción teológica de la Biblia. Jerusalén y el Templo fueron destruidos porque los israelitas del año 587 AEC y sus descendientes los judíos del año 70 EC se enfrentaron a las maquinarias militares más poderosas de su tiempo.

Con moral o sin moral, el pueblo de Israel no tenía opción de ganarle a los babilonios o a los romanos.

Pero ese rigor y precisión del análisis histórico no nos contesta algo todavía más interesante: ¿Cómo fue posible que el pueblo judío pudiera resurgir de sus cenizas después de esos dos eventos devastadores? En la antigüedad, por eventos como esos era que las naciones desaparecían de la faz de la tierra, especialmente si eran pequeñas como Israel.

Y la respuesta es la que venimos explicando: porque se aprendió a darle a la historia una interpretación moral. Si la desgracia había sido consecuencia de nuestro modo incorrecto de vivir, la restauración sería consecuencia de nuestro modo corregido de vivir.

Lo sorprendente es que no solo se logró el primer milagro, el de la sobrevivencia. Se logró también un segundo milagro, que en su momento se antojaban imposible: la restauración. Y todavía después se logró un tercer milagro, todavía más difícil: la derrota de los enemigos. En 1967, la situación no era muy diferente al año 587 AEC. Nasser, apoyado por la Unión Soviética y al frente de todos los países árabes, presumió que iban a destruir a Israel y que los judíos serían lanzados al mar. Los aliados occidentales de Israel enmudecieron. Expresaban sus condolencias y se apenaban por la situación, pero ninguna optó por enviar tropas de ayuda o intervenir ante la ONU para evitar la inminente masacre.

Y entonces, en contra de la lógica del rigor histórico, el milagro ocurrió. En seis días Israel aplastó a sus enemigos ante los ojos estupefactos de todo el mundo.

Un nuevo intento se hizo en 1973 —la Guerra del Yom Kipur—, y el resultado fue el mismo. Después de eso, los árabes abandonaron definitivamente el objetivo de destruir a Israel por la vía militar.

Porque —diría cualquier sabio judío— el universo es una entidad moral. Quien entiende esta moral —Halajá, le llamamos en hebreo: el modo correcto de andar—, puede cambiar el curso de la historia.

Esa es la importancia fundamental de la memoria de Tishá b’Av: recordar que por nuestros pecados fuimos condenados a dos exilios, pero recordar que por nuestro arrepentimiento (Teshuvá, en hebreo) fuimos restaurados.

Y, sobre todo, nunca olvidar que las leyes de causa y efecto que rigen al universo funcionan por medio de la moral.

Esto significa algo muy sencillo: las cosas buenas se deben hacer simplemente porque son buenas; las cosas malas se deben evitar simplemente porque son malas.

No porque alguien nos vigile, no porque haya leyes que establezcan castigos para los infractores, no porque alguien nos amenace con la condenación eterna si fallamos. Simplemente, lo bueno se hace porque es bueno; lo malo se evita porque es malo.

Así es como se restauran naciones y se vence a los enemigos.

Al milenario pueblo de Israel le consta. Tómenlo en cuenta.

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