Librería Rosario Castellanos, Ciudad de México
Agosto 28 de 2018

 

Enlace Judío México e Israel.- Al llegar a mis manos La niña que miraba los trenes partir, al entender de manera inmediata el referente histórico, una sobrina me preguntó: “¿No te fastidia leer oootro libro más del Holocausto?”, y no tuve que pensarlo mucho para responderle que ese horror, ese crimen contra la humanidad que implicó el “nunca antes” es una cepa inagotable, puede ser una historia nueva seis millones de veces, sobre todo si está bien contada, como sucede con el libro de Ruperto Long que hoy aquí presentamos.

SILVIA CHEREM S.

Al hablar de “nunca antes” me refiero, por supuesto, a que jamás un Estado organizado había programado y ejecutado una política racista para el exterminio físico de minorías. Nunca, como en Auschwitz, se utilizaron “métodos y eficiencia industrial” para la matanza masiva de población indefensa, incluyendo bebés y ancianos.

Nunca se había empleado el gas zyklon B para asesinar en una máquina de muerte a inocentes; nunca los experimentos médicos sobre personas vivas, nunca se había explotado tan vilmente el trabajo esclavo ni se había utilizado un método para utilizar industrial y comercialmente partes del cuerpo humano de víctimas. Digámoslo claro, nunca antes, nunca, se había creado una maquinaria burocrática y sofisticada para matar inocentes con el único objetivo de generar una remodelación biológica de la humanidad y, sobre todo, jamás la propaganda había servido para confundir tanto a las víctimas con los victimarios.

Supongo que Ruperto Long, ingeniero, escritor y político uruguayo, orgullosamente católico, se arropó con la pasión de escribir La niña que miraba los trenes partir después de conocer, no sé si casual o causalmente, a Charlotte, una mujer judía, hoy uruguaya, nacida en la ciudad belga de Lieja donde vivió una infancia feliz hasta que llegó el tiempo del desprecio, la ocupación nazi de Bélgica en 1940 y la capitulación del rey Leopoldo III, devorando para siempre todas las certezas en las que había vivido hasta entonces.

Si es así, que la mecha iniciática es Charlotte, hoy directora de la Universidad ORT Uruguay, es preciso acentuar que Ruperto Long tuvo la sagacidad para convertirse en investigador privado, en historiador, en periodista de altos vuelos para engarzar a varios personajes, a víctimas y victimarios, a fin de recrear varias historias al mismo tiempo y contextualizar los años de la Segunda Guerra con datos duros, hechos comprobables y referencias puntuales.

Long logró entretejer los hilos para develar la intimidad de sus personajes, para mantener la tensión narrativa, para capturar la mirada y el pensamiento de cada uno de ellos, especialmente de Charlotte. El mayor logro de nuestro autor es atrapar al lector, zarandearlo, mantenerlo en vilo, a pesar de que casi cualquiera conoce los engranajes de esa tragedia.

Transitamos las encrucijadas del cuadro completo. Desde la confiscación de bienes y la inoculación del odio con leyes raciales, incluidos, por supuesto, los golpes, las humillaciones, las estrellas amarillas, la prohibición de los niños de asistir a las escuelas, la destitución de funcionarios públicos, abogados, profesores, médicos y periodistas judíos, la arianización de empresas, casas, campos, dinero en los bancos, hasta la marginación en guetos, y luego, la masacre colectiva en los campos de concentración.

Los padres de Charlotte, Blima y León, pudientes y educados, gente de mundo que gustaba de viajar e ir a la ópera –por cierto, creo que desconocemos el apellido original de la familia–, buscan sobrevivir de la barbarie huyendo como nómadas desprovistos.

El drama inicia cuando León, el padre de Charlotte, recibe en el otoño de 1941, un documento verde para arrancarlo de su familia y enviarlo a los campos de trabajo. Charlotte tiene ocho añitos entonces, a los ocho añitos deja atrás la infancia. Su padre, un hombre inconforme y creativo, consigue documentos falsos, serán ahora la familia Wins, y les pide a ella y su hermano que empaquen en una pequeña maleta escasas prendas de ropa, como si se tratara de un viaje de fin de semana para visitar a su familia francesa. Un viaje de fin de semana que dura más de cuatro años.

León no concede, busca rutas de escape una y otra vez. Para quienes aún creen que los judíos se resignaron silenciosos al matadero, una tesis por demás obsoleta, brilla el ejemplo de León. La familia huye para mantener la vida, lo pierde todo: apellido, familia, amigos, casa y patria.

De París a Lyon, buscando estar lo más alejados posibles del gobierno colaboracionista de Vichy; luego, escapan a Grenoble, y de ahí a Saint Pierre de Chartreuse, un pueblito en la montaña. Sobreviven en cuchitriles, algunos de ellos infestados de ratas, sin luz y, cuando los va cercando el nazismo con sus razias, traiciones y delaciones, buscan un nuevo resguardo.

Charlotte, la niña de nuestra historia, mira los trenes partir rumbo al Este, en los vagones nauseabundos viajan judíos atiborrados como si se tratara de ganado rumbo al matadero. Teme ella a esos trenes, teme al repiqueteo de las botas militares, teme a las deportaciones, prevalece el horror ante la miseria humana, la humillación, la degradación y la falta de dignidad.

Este libro entrelaza tiempos, historias y personajes que narran en primera persona lo vivido. Transita, de manera simultánea, en varias pistas y cada personaje ambienta el tono, brinda contexto para poder adentrarse en la intimidad de aquellos tiempos abominables, para tener un mosaico exacto y entender la culpa, el dolor que aún hoy sigue transitando a las generaciones subsecuentes.

Alter, el tío de Charlotte, un estudiante de Derecho, joven formal, educado y respetuoso, es quien nos adentra en el antisemitismo que se recrudeció en Polonia donde fue a visitar a sus abuelos cuando aún creía en la ilusión de que, si el Tercer Reich invadía Polonia como amenazaba, los franceses, ingleses o hasta los rusos correrían a impedirlo. ¡Qué desilusión cuando Chamberlain, y luego Mólotov, abrazaron a los nazis sumidos en la estupidez, la ingenuidad y la necedad de sus propios intereses!

Alter padece las enfermedades y la insalubridad del gueto de Konskie. “El mal de los judíos”, dicen los nazis refiriéndose a epidemias como el tifus. ¡Oh, ironía!, si por algo se había señalado a los judíos siglos atrás es porque sobrevivían a las pestes, si por algo se les ha conocido desde siempre es por sus códigos de limpieza, salud y cuidado de la vida estipulados en los libros sagrados.

La población no judía, incapaz de levantar la voz, paralizada por la opresión de una maquinaria que no parece dar tregua, va aceptando las normas que impone el régimen. Nadie se salva, cada uno cargará su saco de pecados: desde el encargado del café Saint Hubert que expresa la vergüenza de haber puesto carteles prohibiendo la entrada a los judíos, sus clientes, hasta quien fue responsable de “cumplir órdenes” en los campos de concentración.

El libro alude también al heroísmo de algunos miembros de la resistencia, como Kempinsky que falsificaba documentos, y otros que, en sus reductos de resistencia en los bosques, buscaron la manera de ayudar a los aliados y a los judíos perseguidos por el nazismo.

Sugiere, por otra parte, el desconsuelo y la tormentosa responsabilidad de judíos que fueron elegidos por los nazis para servir como judenrat, una colaboración forzada para censar a otros judíos, inventariar sus bienes y, eventualmente, aunque en muchos casos no se sabía, mandarlos a los campos de exterminio. Ser judenrat fue una sentencia para morir viviendo.

Destaca también la presencia de Domingo López Delgado, quien a sus 24 años va a la guerra, arrastrado por su amor a Francia y a la democracia, participando en las Fuerzas Francesas Libres, luchando como parte de la Legión Extranjera en la Segunda Guerra Mundial. Domingo, a quien Ruperto Long entrevistó para escribir esta novela, estuvo en sangrientas batallas en el Sahara bajo las órdenes del héroe georgiano Dimitri Amilakvari, el soldado leyenda que en Bir Hakeim, la Caldera del Diablo, dio dura batalla a Rommel, el Zorro del Desierto. Domingo se tornó valiente viendo los cuerpos desmembrados y el sufrimiento atroz, durante los quince días de una lucha encarnizada y sin tregua que De Gaulle y Churchill tradujeron como un triunfo, una cita con el honor. Tras el desembarco aliado de Normandía, Domingo participó en la liberación del sur de Francia, donde su vida se cruzó con la de Charlotte.

Ruperto Long nos pone al filo de la navaja en todos los frentes, inclusive conocemos las excusas y justificaciones de los nazis y sus cómplices, como Shärfurer Matthias, jefe de tareas en Treblinka, León Degelle, político belga aliado del nacional socialismo, y Klaus Barbie, el Carnicero de Lyon, jefe de la Gestapo en el sur de Francia.

Nuestro autor también pone la mira en la responsabilidad de la Iglesia. Hay curas que protegen judíos, mientras que otros, como Pío XII, en su velada “neutralidad” solapó a Hitler desde la cúspide. Desconocía yo, por otra parte, que, en Holanda, desde mediados de la década de 1930, los católicos tenían prohibido participar en el movimiento nazi y que hubo obispos que protestaron públicamente contra las razias y las deportaciones de judíos. También que, en Bulgaria, la Iglesia Ortodoxa se opuso a la persecución de judíos.

Colaborar o no, hace la diferencia. Lo cierto es que, ahí donde la población no colaboró con el régimen, hubo vidas que se salvaron. Ahí donde se plegaron ciegamente a obedecer, a destilar envidias, inmoralidad, odio y sometimiento, se heredó un legado que aún deja estragos en nuestro mundo, una sucesión de culpa, pecado y horror.

En la vuelta ¿a casa?, a su ciudad y a su tiempo, aún tatuado en la piel el reproche de estar vivos, los Wins se enfrentan a sus vecinos, muchos de ellos incapaces de mirarlos de frente. El remordimiento es el protagonista, la culpa interpela a quienes algo pudieron hacer para evitar la barbarie. Quizá esa es la lección que nos deja la historia para no estar condenados a repetirla: debemos de levantar la voz, ser fieles a nuestros principios, a nuestra moralidad como seres humanos.

Una guerra y una maquinaria de muerte como lo fue el nazismo con su Solución Final no deja a ningún pueblo indiferente, no dejó a nadie inmune. Una historia descarnada y entrañable como La niña que miraba los trenes partir tampoco deja al lector impasible.

Yo hoy me quedo con el sabor de una pera y con la presencia de una muñeca rusa. Una pera que, si leen el libro, sabrán que dulce e inolvidable es su sabor a libertad. Y Katiushka, una muñeca rusa que baila un canto de esperanza, una muñeca que, es mi deseo, pueda seguir bailando en las manos de generaciones por venir.

 

 

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