Enlace Judío México e Israel – Si bien el coronavirus ha puesto a la humanidad en una situación inédita, no es esta la primera pandemia que amenaza con cambiar la historia para siempre. 

 

Corría el siglo XIV y la sociedad del Viejo Continente se encontraba desarrollando las actividades económicas y sociales propias de su tiempo. El comercio estaba en su apogeo, salir a las calles y perderse en sus congestionados mercados era una necesidad y un gran entretenimiento, y es que en los mercados callejeros se encontraban granos, frutas, verduras y hasta animales listos para ser sacrificados.

La oferta de productos era tan amplia que mientras la sangre de algún animal escurría de alguna improvisada carnicería, el oro se colocaba en alguna báscula para ser pesado y de esta forma, ponerle un precio al producto más cotizado del mercado.

Pero estos pintorescos escenarios estaban sentenciados, pues la falta de higiene no tardó en pasar factura y proveniente de Asia, una epidemia llegó a Europa causando una peste despiadada.

Los primeros infectados comenzaron a presentar fiebre, tos y una desesperante sed, para luego descubrir aquellos extraños bubones en el cuerpo: unas ámpulas de color púrpura que podían supurar un líquido con mal olor. Hoy sabemos que aquellos bubones eran la consecuencia de unos ganglios inflamados por el sistema linfático.

Cronistas de la época reportaron que una persona tardaba en morir sólo una semana después de haber presentado los primeros síntomas, por lo que a una velocidad sumamente rápida las muertes se comenzaron a sumar.

El autoritario papel de la Iglesia Católica en aquel tiempo había provocado que la ciencia viviera un retroceso, toda persona que mostrara interés por cualquier tipo de ciencia era condenada, pues Dios era el centro de todo y cualquier propuesta científica se consideraba una amenaza.

Esta ideología sumergió al continente europeo en un profundo oscurantismo, un atraso intelectual y científico que no permitió hacer frente a la crisis de salud que azotó a toda la población, las muertes aumentaban sin control.

Cuando una persona comenzaba a toser sabía que su vida había terminado, y no había tiempo de llorar la muerte de los seres queridos porque cada individuo estaba esperando su propio final.

Los cementerios fueron insuficientes y ante tal crisis, los cadáveres se acumulaban en las vías públicas provocando un escenario de terror. Ante el monstruoso panorama, la situación se trató de controlar a través del ensayo y del error.

De este modo se descubrió que las personas que venían del exterior de la región, como comerciantes y marineros, podían ser portadores de la infección, y que a pesar de no presentar todavía ningún síntoma existía lo que hoy conocemos como período de incubación, ese tiempo en el que una persona está infectada aunque no presente ningún síntoma que lo refleje. Por eso los líderes sanitarios de aquellos años aislaron a las personas que venían del extranjero y a los pacientes infectados, de este modo, comenzaron a controlar la enfermedad.

Sin embargo, mientras algunos luchaban para mejorar aquella situación tan desafiante, otros se enfocaron en buscar culpables y, como parte de un hábito colectivo, los que fueron señalados fueron los judíos.

Se les acusaba de envenenar los pozos de agua y, bajo ese pensamiento, miles de judíos comenzaron a ser asesinados en distintas aldeas, ciudades y pueblos. La enfurecida sociedad no se daba cuenta que los judíos morían de igual manera. Existe la teoría de que los judíos morían en menor medida debido a su precepto religioso del lavado de manos, comúnmente conocido como Netilat Yadaim, sin embargo, esta teoría no puede descartarse ni confirmarse con datos serios, por lo que la hipótesis quedará ahí, en el inmenso mundo de las ideas que nadie puede negar o confirmar. De cualquier modo, miles de judíos murieron asesinados y culpados por la terrible epidemia, hasta que cinco siglos después se descubrió al verdadero culpable:

La pulga xenopsylla cheopis, una pulga que se transporta a gran velocidad y en todas direcciones debido a que posee un efectivo medio de transporte: las ratas. Es así como, sumida en el pánico, la población no entendía la catástrofe que sucedía a su alrededor; la gente solía encerrarse en sus casas bajo muchos candados, sin imaginar que su constante contacto con las ratas era lo que provocaba los mortales contagios.

La peste negra o peste bubónica, alcanzó su punto máximo entre 1347 y 1353, y aunque no existen cifras exactas, se estima que cobró la vida de alrededor de 80 millones de personas.

 

 

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