Enlace Judío México e Israel – En pocos meses y muchas latitudes hemos visto muy diferentes acciones y reacciones a la pandemia del coronavirus por parte de los responsables nacionales de la toma de decisiones, aunque en general podrían clasificarse en dos actitudes opuestas: negacionistas y apocalípticos.

Para ser más exactos, los visionarios de un futuro terrible han estado más en las calles (mejor, encerrados en sus casas) que en los despachos oficiales, ya que los jefes de los gobiernos han entendido que buena parte del resultado a largo plazo tiene que ver con el grado de expectativas de sus votantes o súbditos. Por tanto, la postura más habitual es la de cierto grado de negacionismo, desde el pensamiento mágico a la ocultación de la realidad y la “mentira por compasión”.

No podemos clasificar de forma clara y taxativa a los capitanes de los distintos equipos o estados, ya que las cifras de infectados, muertos, recuperados, suministros, rebrotes e impacto económico han ido cambiando a una velocidad desconocida en las altas esferas. Lo que sí es evidente es que la realidad ha atropellado la lógica con que se habían construido durante décadas los servicios sanitarios. Si bien algunos países han resistido mucho mejor que otros al principio, el tiempo va demostrando que mirar para otro lado acaba siendo igual de mortal que correr a la desesperada. Algunos, como Israel, Suecia, Portugal o Perú (por nombrar casos totalmente diferentes e inconexos) han resistido bien el primer embate, pero observan aterrados cómo la excelencia de su gestión primaria es ahora su principal debilidad de cara a las secuelas, rebrotes y nuevas olas de contagios. Como en los terremotos, el sobrevivir al primer temblor sólo nos sirve para ponernos en alerta e intentar salvarnos ante las posibles réplicas.

Hay naciones que, ante su largo historial de lucha contra diferentes plagas, creyeron estar mejor preparados para ésta. Recuerdo cómo, al principio de la pandemia, muchos tildaron de exageradas las precauciones frente al nuevo coronavirus en comparación con los estragos corroborados de otras enfermedades endémicas como la malaria, el zika o el dengue. Incluso ahora, cuando las cifras de fallecidos por la enfermedad COVID-19 superan ya el medio millón a nivel mundial, hay quienes se resisten a tomar medidas contundentes, escudados generalmente en dos aspectos: el impacto económico cuando se supone que esto acabe, y la cesión de información privada, como el seguimiento de los contactos personales o la monitorización remota de las constantes vitales.

Hay mandatarios que encabezaron de forma beligerante el negacionismo del posible impacto y que han tenido que plegar el rabo entre las piernas como cachorros asustados. Es el casi del británico Boris Johnson. Otros, como el presidente mexicano, siguen empeñados en despreciar las evidencias y derrumbe por el impacto negativo de una gestión optimista por ideología, como si la voluntad fuera capaz de moldear la realidad. Los más persistentes actualmente son justamente los que llevan las riendas de las zonas con peores datos: EE.UU. y Brasil. La mayoría de los líderes ya ha aceptado la triste y dura realidad, mientras que los apocalípticos ya no temen tanto al “fin del mundo” como a la continuación del mismo, pero con las nuevas reglas de juego que nos traerá la previsible debacle económica, la “nueva normalidad” que asoma.

Quisiera poder anunciarles, como en aquellas películas de antaño, que todo no ha sido sino una pesadilla y bastaría con intentar pellizcarnos para comprobar que no hemos tenido más que un mal sueño. Desgraciadamente, esto es más real que el aparente progreso que la humanidad ha experimentado en las últimas décadas. Seguimos siendo nada más que unos animales engreídos, convencidos del poder de nuestros logros intelectuales y científicos, pero aún a merced de organismos que ni siquiera tienen vida propia.

*El autor es director de Radio Sefarad


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