Enlace Judío México e Israel – Parece que está en boca de todos la discusión sobre las intenciones de Benjamín Netanyahu de comenzar con la anexión de territorios en Judea y Samaria, hoy llamadas Cisjordania por la comunidad internacional. El discurso es el mismo de siempre: es ilegal, es la ocupación israelí del territorio palestino, es un obstáculo para la paz.

Al mismo tiempo, se trata otra vez del mismo discurso anti-israelí de siempre, ese en el que prácticamente no importa qué haga o deje de hacer Israel. Siempre será visto como el que pone los obstáculos para el proceso de paz.

Pero pregunto: ¿Cuál proceso de paz? Desde 1993, los palestinos se han rehusado sistemáticamente a firmar cualquier arreglo o asumir cualquier compromiso. Y vaya que han tenido dos oportunidades de firmar acuerdos en los que se les ofrecía todo lo que nunca se les había ofrecido. Una fue en 2000, cuando Arafat y Ehud Barak negociaron en Camp David. Ante la generosa oferta de Barak, Arafat —para desconcierto y molestia de Clinton— simplemente dijo que no, se retiró de la mesa de negociación, y organizó la Segunda Intifada (el episodio más violento que haya habido entre palestinos e israelíes). Luego, en 2008, Ehud Olmert hizo una oferta todavía más generosa, y Mahmoud Abbas simplemente dijo que no.

Si los palestinos hubieran aceptado en cualquiera de esas dos ocasiones, todo el territorio en disputa hoy sería un Estado palestino y los Estados Unidos no habrían propuesto las anexiones que ahora Netanyahu quiere echar a andar.

Entonces seamos honestos: la medida israelí no puede ser un obstáculo para el proceso de paz, porque el proceso de paz no existe. Lo que existe es un marasmo en el que nadie se atrevía a hacer movimientos, y que parece resultarle muy cómodo a Mahmoud Abbas y a su gente (mientras dure esa inmovilidad, los palestinos siguen siendo considerados por la ONU como refugiados y la Autoridad Palestina sigue recibiendo millones de dólares en supuestas ayudas que, en realidad, sólo son un buen negocio).

Estados Unidos tomó la iniciativa para romper esa innercia inútil y propuso un plan en el que se permite a Israel anexar los territorios de las colonias judías, a cambio de lo cual se le daría a los palestinos una franja hacia el sur de Gaza. Es una zona desértica en la que el proyecto es levantar un corredor de innovación tecnológica para comenzar a apuntalar la deteriorada economía palestina.

Pero los palestinos otra vez dijeron que no.

Entonces Netanyahu ha optado por retomar la iniciativa y, con ello, ejercer una presión más, tanto en los palestinos como en la comunidad internacional, para que todo este asunto camine hacia una solución. Solución que urge, por cierto, porque mientras más se tarda en llegar, quienes se ven más afectados son los palestinos.

¿Tiene Israel derecho a reclamar y anexar esos territorios? En realidad sí, por molesto que le parezca a la ONU y a la comunidad internacional. Si nos remitimos al conflicto que generó la disputa por esas zonas de Cisjordania, hay que recordar que fue una confrontación bélica con Jordania, país que renunció a cualquier reclamo territorial desde 1994. Entonces Israel es el único país interesado.

Pero ¿y los palestinos? Sí, también están interesados, pero no son un país. No son un Estado, esa figura jurídica que es la única que le da legitimidad a un grupo para hacer un reclamo territorial de esta naturaleza. Hay un plan para que lleguen a serlo, pero la realidad objetiva y jurídica en este momento es que no lo son. Y la realidad anecdótica es que desde 1993 se han rehusado a dar los pasos decisivos para convertirse en un Estado.

En ese entonces, con la firma de los Acuerdos de Oslo, se estableció como meta que el Estado palestino quedara formalmente establecido a más tardar en 1998. Pero no se logró. Los palestinos se rehusaron a cualquier nuevo acuerdo. La razón es odiosa, pero bien conocida: fundar un Estado palestino significa definir fronteras oficiales con Israel, y eso implica —por definición— la aceptación de que detrás de esas fronteras existe y seguirá existiendo el Estado de Israel. Y los palestinos no quieren que exista Israel. Su proyecto último —nunca lo han negado, y lo siguen publicando en sus libros de texto de educación primaria, entre otras cosas— es que algún día Israel desaparezca y todo el territorio sea Palestina, gobernada por palestinos y donde los judíos quedemos relegados a ciudadanos de segunda categoría. O probablemente seamos expulsados. Han sido bastante explícitos en señalar que el Estado palestino debe estar libre de judíos. Así, Judenrein, en terminología cien por ciento nazi.

Por eso han aplazado hasta el absurdo la declaración de independencia de Palestina, básicamente a la espera de que Irán desarrollara la suficiente capacidad como para asestar un ataque mortal a Israel, cerrando la pinza desde Gaza por medio de Hamás, y desde Líbano y Siria por medio de Hezbolá.

Desafortunadamente para los palestinos, la economía iraní se ha venido desmoronando poco a poco —consecuencia natural del pésimo manejo de la misma, cuyo control está en manos de gente que decide con criterios religiosos medievales, no con criterios técnicos—, la guerra civil en siria puso en crisis todo el poderío regional iraní, provocó el desprestigio de Hezbolá, y permitió que Israel reventara todas las posiciones iraníes estratéticas para cualquier proyecto de ataque.

En los últimos seis años, lo único que ha quedado demostrado es la absoluta superioridad militar de Israel. Irán no está en condiciones de enfrentarlo. Tras la eliminación de Qasem Soleimani y los estragos de la pandemia de COVID-19, menos aún.

Los palestinos se han quedado solos.

Especialmente porque los demás países árabes, empezando por el reino saudí, saben que su verdadero enemigo es Irán, y no están nada contentos de que los palestinos bailen al ritmo de los ayatolas de Teherán. No pocos políticos saudíes ven a los palestinos como traidores potenciales, y ya hace mucho que están conscientes de que Mahmoud Abbas y su gobierno sólo han sido un caño sin fondo en el cual se han desperdiciado más de 32 mil millones de dólares, sin que ese dinero haya significado una mejora significativa para la población. Todo ha ido a parar a cuentas privadas en bancos extranjeros, o ha sido desperdiciado en terrorismo inútil.

La solución al problema parece cantada, y el plan de paz propuesto por Estados Unidos ya la intuye: al final de cuentas, las decisiones se tomarán sin considerar la opinión de los palestinos. La solución va a ser impuesta. Lo único que se está esperando es a que se den las condiciones necesarias para que esa imposición venga de Riad. Es decir, que sean Arabia Saudita y los reinos sunitas los que se encarguen de someter a los siempre necios e imprudentes palestinos.

¿Qué es lo que falta para que se den esas condiciones? Básicamente, que el rey Salman muera o abdique, y con él se retire todo lo que queda de la vieja guardia política saudí, esa que todavía está atorada en el paradigma anti-israelí a ultranza. En ese momento, el poder quedará plenamente en manos de una nueva generación de políticos, liderada por el todavía príncipe heredero Mohamed ibn Salman, que creció con una percepción completamente distinta de las cosas. Para ellos, el enemigo siempre ha sido Irán, no Israel.

Esa nueva situación permitirá que se den los pasos decisivos para la normalización de las relaciones árabe israelíes, y eso creará las condiciones para que se tomen las decisiones definitivas para imponer un arreglo de paz, ya sea que los palestinos estén de acuerdo o no.

En esa situación, Europa no va a meter las manos. No se va a quejar, porque —lamentablemente— la política europea en Medio Oriente siempre ha estado sometida, a nivel de verdadero servilismo, a los cañonazos de billetes saudíes. Mogherini, Wallstrom y todos esos personajes clásicamente anti-israelíes de la política exterior europea —ya sea a nivel de cada país o de la Unión Europea— sólo siguen los dictados árabes.

Hay todavía una opción para que la anexión no sea necesaria: que los palestinos se decidan a fundar su propio Estado en breve, que firmen un tratado de paz reconociendo la existencia del Estado de Israel, y que acepten algo que, en realidad, debería ser lo más normal: que algunos miles de judíos se van a quedar viviendo en Palestina y van a ser ciudadanos palestinos, exactamente así como hay miles de judíos viviendo en México y son ciudadanos mexicanos.

Pero es absolutamente improbable. La comunidad internacional, siempre siguiendo la judeofobia de la ONU, ha solapado y consentido a los palestinos, y les ha permitido proponer el único proyecto de país abiertamente racista y xenófobo. Abbas y su gente nunca se han limitado para decir que el Estado palestino debe estar libre de judíos. Que ningún judío cabe en la nueva nación.

La patética comunidad internacional siempre ha respondido con un implícito (y a veces casi explícito) “sí, está bien”. Porque a los judíos es natural que se les exija que se larguen de un país.

Lamentablemente para ellos, esa visión está derrotada por la realidad, y ahora es Israel quien tiene el poder objetivo para imponer medidas a su conveniencia, y son los países árabes quienes menos están interesados en defender a los palestinos.

Por eso les escandaliza que Israel anexe algunas zonas de Cisjordania. No les escandalizó la anexión China del Tíbet, ni la anexión Turca del oriente de Chipre.

No, el problema siempre es con Israel. Sólo con Israel.

Pero las cosas dieron un giro y no hay modo de detenerlas.

¿Conviene que Israel proceda con la anexión en este momento? A mi modo de ver, no. Convendría esperar a que las cosas sigan su curso y las decisiones finales se tomen con el apoyo franco de Arabia Saudita. Pero sin duda conviene que haya una presión para que los demás participantes en este marasmo salgan de su zona de confort y se arriesguen a buscar la implementación de esas soluciones.

Porque, como de costumbre, a quienes más le urge es a los palestinos.


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