Enlace Judío México e Israel – Yo, personalmente, no le tenía miedo a nada ni a nadie en un pasado no lejano, excepto a las enfermedades, a los misiles que llegaban de Gaza, los atracos, como el que me ocurrió hace unos días, a las epidemias, sobre todo si se llaman coronavirus, a los temblores, a los vampiros, a la gente mala y traicionera, y a mi marido.

En estos días de encierro he vuelto a recordar algo que me sucedió hace años en el teatro Habima en Tel Aviv. Estaba conversando con Abraham Ronai, afamado actor que había emigrado de Hungría, cuando divisé en su mesa de maquillaje una larga fila de amuletos, pequeños animales y una antigua foto de algún miembro de su familia, “todos estos” me respondió cuando le pregunté para qué servían, “para alejar el mal de ojo y asegurar la buena suerte”.

A raíz de todo lo que nos pasa últimamente y recordando a Ronai, decidí volver a investigar las supersticiones judías para tal vez encontrar la causa de tantos males que han ocurrido, y algún método para alejarlos.

Para comenzar hablé por teléfono con dos jugadores de baloncesto del equipo Maccabi Tel Aviv, quienes me comentaron que desde hace años visitaban antes de cada partido a la madre de uno de ellos, Dalia Cohen,  quien, según ellos, posee fuerzas mágicas. Por otro lado, los jugadores del equipo de futbol Beitar Yeushalayim, y su mismo entrenador,  Ronny Levy, solían desparramar polvo obtenido frente al Muro de los Lamentos delante de su arco, antes de cada partido, pues  así, creían, cerraban la entrada a los goles de sus adversarios.  

Algunos viejos actores del teatro ídish no visten jamás ropas de obras que fracasaron. Otros llevan consigo siempre una vieja valija de maquillaje que ellos mismos se prepararon hace treinta años en la carpintería de algún Kibutz cuyo nombre ya ni recuerdan.

El señor Google y otros diccionarios a los que recurrí, atribuyen el término superstición a personas carentes de cultura. Puedo demostrar su error. Mis amistades ashkenazíes, que se las dan de intelectuales, dicen que eso del mal de ojo es cosa de algunos judíos sefaradíes, de negros (perdón, gente de color moreno), y de indios, es decir indígenas, y que solo éstos creen en espíritus y fantasmas. Me opongo a esta aseveración. Y es más, estoy segura que la visita que hacen año tras año, sobre todo antes de las elecciones al Baba Baruj (Baruch Abuhatzeira,  el cabalista y asesor espiritual de Netivot, hijo de Baba Sali), medio séquito del gobierno, no solo conlleva propósitos propagandísticos.

En mi familia todos hemos usado métodos para alejar el mal de ojo. Mi tía Sali que en paz descanse, recuerdo que mató a una gallina a la entrada de la casa de su hija cuando ésta se casó (por fin), con un gringo a quien conoció en Acapulco, para alejar el mal de ojo, y eso que la boda fue en San Francisco. No estoy segura que la muerte de la pobre gallina surtiera efecto alguno, ya que mi prima se divorció al año de estar casada.

Mis amigas Ana y Esther, ambas de Tel Aviv y aun solteras, no se sientan en la esquina de una mesa porque tienen miedo de no poder casarse durante los próximos siete años (una tiene 63 y la otra va a cumplir 67). Lo último que muere es la esperanza.

Mi vecina Dalia me asegura que si descubres un gato negro en la casa, déjalo que se quede, porque trae buena suerte, pero yo siempre pensé lo contrario, así que ahora ya no sé qué hacer con el gato negro que anda rondando por el jardín, tenerle miedo o hacerlo mi cuate y darle un poco de leche.

Pero todo esto no es nuevo. Toda la historia de la humanidad está llena de creencias, leyendas y mitos, que han aterrorizado o conmovido a los hombres, que los han ilusionado, divertido o sembrado en ellos terribles inquietudes. ¿Pero qué es la superstición? ¿Por qué debo tenerle miedo a un pobre gatito negro que nada me ha hecho? (todavía).

Mi mamá  siempre buscaba alguna llave oxidada, pues consideraba que eso simbolizaba que era afortunada y que recibiría una herencia considerable. Nunca la encontró, pero ella vivió toda su vida anhelando ser una reina. O por lo menos una princesa.

Desde niña sé, porque me lo dijeron los adultos, que debo cuidarme de las maldiciones, de los cementerios, de las aves de mal agüero, del encuentro con ataúdes y de los viernes 13. Tampoco soy capaz de abrir un paraguas dentro de la casa. No me atrevo a pasar debajo de una escalera, y más y más y más. ¿Cómo puedo vivir así? Y ahora me dicen que la pandemia es una maldición China. Y yo que no sé chino. Apenas si algo de español.

El mundo de las supersticiones es macabro, con un profundo encanto sobrenatural, es cierto, y lleno de bendiciones, de claves para la felicidad y secretos que encierran poder y dinero, pero también tragedia y muerte.

La frase “un martes trece ni te embarques ni te cases” la repetía mi hermano Mijael. Una frase muy repetida en México. Fue ahí donde aprendí que no debía pasar por debajo de una escalera, cosa que no he logrado superar, al igual que pasar la sal en la mesa. Cuando fui novia de Andrés, mi hermana Orly no dejaba de advertirme: “Shula, déjalo, hazme caso, ni rojo, ni cojo, ni con un ojo”. Y cuando alguien me decía “mejor no viajes en Aeroméxico, que se acaba de caer uno en Acapulco”, yo le respondía: “Oye, no me eches la sal”.

La superstición obviamente no es un monopolio judío, como piensan algunos, quienes también creen que lo son tantas otras cosas como el humor, la genialidad, el sufrimiento y la riqueza.

En nuestros días de pandemia, afortunadamente, para ahuyentar la mala suerte que ha recaído sobre nosotros o simplemente el miedo, hay muchas recetas, no solo el Xanax o el Valium. Por ejemplo, se puede tocar tres veces un pedazo de madera, como lo hace mi tía Irene, quien al mismo tiempo escupe (uy no quisiera estar cerca de ella en esta época), y pronunciar la mágica fórmula que en inglés sería touch wood, y en hebreo Elohim Ishmor y que al parecer le ha dado muy buenos resultados, porque siempre la veo escupiendo y tocando sillas y mesas, como si estuviera ciega.

De entre los políticos, hay algunos que han tratado hasta ahora de no hacer nada durante ciertos meses, especialmente en junio, julio y agosto, lo cual es un buen método, pues según parece, todas sus desgracias han sucedido en ese período.  Prefieren estar en cuarentena fingida o real, mientras sus colaboradores trabajan para ellos, encargándose de alejarles el mal de ojo y brindándoles bendiciones.

Mi amiga Cindy, que vive en Chicago, me ha comentado en varias ocasiones que también a ella le da terror cuando ve un gato negro, no por el color en sí, ya que no es racista, sino por el elemento negativo asociado culturalmente al color, relacionado con el duelo, y el maullido del animal. Vive rodeada de perros.

El fallecido escritor Bashevis Singer contaba que en el teatro ídish en Polonia se acostumbraba tocar la joroba de algún lisiado antes del estreno, y contaba acerca de un actor, que habiendo fracasado su presentación, buscó a otro jorobado. Busquemos jorobados.

Pero miren cómo son las cosas. Antes de esta pandemia decíamos “salud” cuando alguien estornudaba y estábamos  seguros que ese “salud” ahuyentaba la mala suerte. Hoy en día si alguien tose y estamos cerca, vemos el cajón y la guadaña.

Pero hoy es viernes, pronto será Shabat, no hay lugares de diversión, y para que se tranquilicen les notifico que desde que comenzó la pandemia han aparecido decenas de rabinos, magos y “expertos” en estos asuntos que pueden ayudarnos.  

Así que para todos aquellos que como yo sufren de la enfermedad del miedo y creen en el mal de ojo, les aseguro que no deben avergonzarse ni preocuparse, pues los miedos y las pandemias son milenarias. Además, muy pronto  podremos nuevamente hacer Kaparot, ese ritual controversial practicado la noche antes de Yom Kipur, revoloteando una gallina encima de nuestras cabezas, pasándole así a ella nuestros males.

Como ven siempre hay una solución para que podamos seguir pecando y disfrutando de la vida.

 


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