Enlace Judío México e Israel – ¿Te das cuenta cómo dependemos cada vez más de internet y la computadora? Es cierto que parece un tanto accidental. Es decir, consecuencia de la necesidad de estar encerrados lo más posible como medida de precaución en el marco de un pandemia global. De golpe, nos obligamos a no salir, a dejar en suspenso nuestra vida social, y las reuniones por Zoom o en las salitas de Messenger se volvieron la norma. Pero sería exagerado decir que todo ello sucedió por la pandemia. En realidad, era una tendencia que ya tenía su rato en desarrollo, y la crisis del coronavirus sólo la aceleró.

La vida social no es lo único que, en realidad, se está digitalizando. Desde hace mucho que estamos viviendo un proceso similar en algo muy importante: el dinero.

Desde la aparición de las tarjetas de crédito, la tendencia irreversible es hacia el dinero digital.

Los primeros sustitutos del dinero en efectivo fueron los cheques. Pero eso sólo era practicidad: un documento cobrable que sólo podías hacer efectivo en el banco. El verdadero cambio vino cuando pudimos empezar a disponer de nuestro dinero sin necesidad de tenerlo en la mano. Y eso se dio primero con las tarjetas de crédito, luego con las tarjetas de débito (y sus respectivos equivalentes, como tarjetas departamentales), y finalmente con las transacciones bancarias.

El dinero virtual se va a imponer. Es cuestión de tiempo para que los billetes y las monedas sean cosa del pasado. ¿Por qué? En primera, porque es más barato. Imprimir billetes o acuñar monedas cuesta, y el dinero virtual le permite a cualquier gobierno ahorrarse todo ese dinero y esfuerzo. Pero la segunda razón es algo que acaso le interesa más a los gobiernos: el dinero virtual es más fácil de rastrear. Algo fundamental para supervisar que no haya evasión fiscal, o para rastrear la ruta del dinero sucio.

Hasta el momento, el efectivo ha sido una buena estrategia para evadir cualquier fiscalización del gobierno. Es fácil: contratas un servicio por el que no quieres declarar impuestos, y lo pagas en efectivo para que el gobierno no tenga modo de rastrear la operación. Pero ¿qué va a pasar el día que el efectivo quede descontinuado? Esas operaciones ilegales no se van a poder realizar. El hampa tendrá que inventarse otras estrategias.

Por supuesto, falta tiempo para que se llegue a eso. Todavía no tenemos ni la infraestructura ni los programas (software) que puedan controlar una economía global exclusivamente virtual. Además, no estamos preparados para ello en el aspecto cultural. Todavía estamos bastante aferrados al hábito de saber que nuestro dinero existe físicamente.

Pero eso se cura con el tiempo. Cosa de ser pacientes. Así, junto con el dinero, poco a poco todos nuestros hábitos se irán digitalizando.

Ya no tendrás que ir al supermercado. La pandemia nos ha empezado a mostrar que es más sencillo hacer una orden por internet, y esperar a que la tienda te lleve el producto a tu casa. Tampoco tendrás que ir a restaurantes, ya que los servicios de comida a domicilio pronto se perfeccionarán y empezarán a abarcar más espacio, más mercado.

Podrías decirme que no, que eso es imposible, porque no hay nada que sustituya la experiencia de ir al restaurante, escoger la mesa, degustar con los amigos. Y es cierto. Estoy de acuerdo. Pero tú y yo podemos decir eso porque crecimos con eso. Es parte de nuestro bagaje cultural.

¿Qué van a decir de eso tus nietos que todavía no nacen? Ellos van a crecer con otra realidad. A ellos los restaurantes les van a resultar tan extraños como a muchos niños de hoy ya les resulta raro el cine, ya que están creciendo con las plataformas de streaming. ¿Para qué formarte y hacer fila veinte minutos en la taquilla, y luego otros quince en la dulcería, si mejor puedes quedarte en casa, escoger la película o la serie que quieres ver, preparar tu comida favorita (o encargarla al servicio a domicilio), y ver las cosas en la comodidad de tu sala, sin que haya niños ajenos molestando o chillando e interrumpiendo la función? Además, el streaming es más barato. Por 15 dólares al mes puedes ver todo lo que se te antoje. En el cine, eso es lo que te cuestan dos entradas para ver sólo una película.

“Sí, pero el ritual de ir…”. Repito: eso tiene sentido para nosotros. Para nuestros hijos, no mucho. Nuestros nietos simplemente no lo van a entender.

Estamos frente a lo que probablemente vayan a ser los más grandes cambios que la humanidad tenga en mucho tiempo. Se están dando frente a nuestras narices.

¿Cómo va a impactar esto en el Judaísmo?

La pregunta es interesante porque el Judaísmo es un modo de vivir eminentemente comunitario. El minián es algo presencial, un concepto que no puede ser sustituido por una realidad virtual (si acaso eso merece ser llamado realidad). Las sinagogas fueron pensadas para que la gente esté allí. No se trata sólo de una membresía —como sí lo puede ser Netflix—, sino de la necesidad de estar uno junto al otro.

El máximo mandamiento de la Torá es bien conocido: amarás a tu prójimo como a ti mismo. Y ahí está el detalle: “prójimo” significa, literalmente, vecino. El que está próximo a ti. Luego entonces, es necesario que haya alguien junto a ti.

La Torá sólo llega a su obediencia plena cuando es guardada por el ser humano en contacto con otros seres humanos.

Lo que estamos a punto de comenzar a ver es un proceso de deshumanización. Gente que se distancia una de otra, creyendo que la realidad virtual puede sustituir el contacto físico.

El Judaísmo, una vez más, estará llamado a mantener una conducta revolucionaria, disidente, rebelde. Y, por supuesto, más humana. El peso de nuestra tradición, pero —sobre todo— la convicción de nuestra identidad, hará que nuestros minianim sigan siendo lo que han sido durante milenios. Que los Bar Mitzves se hagan con un Sefer Torá, no con una tablet. Que el rezo sea la unión y reunión de las voces de gente que esta allí, codo con codo, unos con otros, para ser eso que tanto nos ha gustado ser a los judíos: comunidad.

En la medida en la que mantengamos a nuestros hijos en contacto con la tradición judía, serán gente capaz de enfrentar los retos de la modernidad, pero sin deshumanizarse.

Los recursos tecnológicos los van a aprender a usar, inevitablemente. No tienen alternativa. Se les enseñará en la escuela, se les exigirá en el trabajo. Así que siempre tendrán que darse el tiempo para aprender a manejar una tablet, una computadora, un smartphone.

Pero lo que el mundo cada vez va a ofrecerles menos es la experiencia humana de compartir su vida con otros seres humanos.

Una lástima para el mundo, pero no para el pueblo judío. Nuestra identidad radica en ello, así que mi más sincera sospecha es que podremos navegar sin problemas pese a estos nuevos paradigmas.

Tal vez nos estemos acercando a un mundo tan bizarro como el de las películas Matrix. Un mundo en donde todos se relacionan a partir de su conección a un sistema virtual, y donde todo mundo vive en una realidad amable, pero falsa.

Dato curioso: en esas películas, los rebeldes que habían decidido huir de la Matrix se aglutinaban en torno a la última ciudad verdaderamente humana, cuyo nombre es —nótese— Zion.

¿Premonición de los entonces todavía hermanos Wachowski?

No sabemos, pero la realidad se empieza a parecer a la ficción.

No importa. Aquí estamos el pueblo de Israel, listo para volver a juntar minianim tan pronto sea posible y seguro; preparados para seguir preparando a nuestros hijos y nietos en la lectura de la Torá, un libro que se lee en su rollo de pergamino. Nada de impresos, nada de formatos portables, nada de pantallas. Aquí estamos, más convencidos que nunca, a mantenernos próximos unos a otros, y poder cumplir así la sagrada ordenanza de amarnos.

En pocas palabras: aquí estamos, listos para salvar a la humanidad del riesgo de deshumanizarse.


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