Enlace Judío – Las deidades solares fueron de una gran importancia en el antiguo Egipto y en la antigua Mesopotamia. Es decir, en los reinos que rodearon durante milenios enteros al antiguo pueblo hebreo y luego al reino de Israel. Luego, hacia el siglo I AEC o I EC, la influencia de las modas llegadas de oriente provocaron que el culto a los dioses solares también tuviera su momento de auge en la antigua Roma. Por eso, no es de extrañar que muchos detalles del texto bíblico reflejen una intensa guerra contra este tipo de religiosidad que el judaísmo siempre vio como idolatría. Lo que si es sorprendente es el modo tan original y contundente en el que los autores bíblicos lanzaron su embate contra los dioses solares.

Llega año nuevo (en este momento es 31 de diciembre de 2020) y con ello llegan muchas celebraciones y costumbres que tienen su raíz en las festividades invernales ancestrales. A fin de cuentas, el inicio del mes de enero no es sino un eco de las antiguas celebraciones al dios Jano, el dios de la puerta con la que iniciaba este nuevo ciclo.

¿Ciclo de qué? Ciclo solar, por supuesto. La importancia de estas fechas para las antiguas culturas era que estábamos en pleno arranque del invierno, la estación más fría del año en la que la naturaleza “muere” y el sol es débil.

El momento crítico de esta etapa era el solsticio de invierno (que este año ocurrió el 21 de diciembre), día más corto del año (o noche más larga), en el que el sol aparece en la mañana por el punto más hacia el sur posible. Es decir: conforme se acerca este solsticio, el sol aparece cada vez un poco más al sur; el día del solsticio se llega al punto más al sur posible, y a partir del día siguiente y hasta el solsticio de verano el sol aparece cada día un poco más al norte.

Pero esto tiene otra implicación importante: a partir del día siguiente al solsticio, el sol es cada vez un poco más fuerte. Una primera fase de este “crecimiento” llegará con el equinoccio de primavera (momento en el que el día y la noche duran exactamente lo mismo), y una segunda fase se logrará con la llegada del solsticio de verano (cuando tenemos el día más largo y la noche más corta). Por ello, el solsticio de invierno era celebrado como el momento de renacimiento del sol, el equinoccio de primavera como momento de triunfo del sol (porque a partir del día siguiente los días ya son más largos que las noches), y el solsticio de verano como momento de apoteosis o divinización plena del sol (porque es su momento de mayor fuerza y esplendor).

Pero el antiguo Israel se rebeló contra esta noción de deificar al sol y celebrarlo de este modo. Es un hecho fuera de toda duda que la cultura egipcia —con una religión solar por antonomasia— influyó de manera relevante en los israelitas, pero curiosamente el culto al sol fue drásticamente rechazado en todo momento.

Por eso hoy comienzo con una serie de notas para explicar cómo diversos pasajes bíblicos nos muestran ejemplos sorprendentes de cómo sus autores combatieron esta creencia. Por supuesto, lo hicieron de un modo muy distinto al que nosotros usaríamos hoy en día. Y es lógico: fueron autores de la antigüedad, con otros paradigmas culturales. Sin embargo, fue un modo muy eficiente y ello garantizó que el judaísmo, desde sus más remotos orígenes, descartara al sol como una deidad.

Comencemos en esta primera entrega con los dos primeros relatos que ponen en jaque el culto al sol: el de la creación y el de Caín y Abel.

En Génesis 1:1 al 2:3 se nos ofrece un primer relato de la creación en el que el ser humano es creado hasta el final (día sexto), y donde no se nos habla de la creación de un individuo, sino de toda una sociedad (“creó D-os al hombre a su imagen y semejanza, varón y hembra los creó”, dice Génesis 1:27).

En este relato sucede algo muy singular: todo el proceso de creación está estructurado en seis días (“fue la tarde y fue la mañana…”, frase que se repite seis veces). Sin embargo, según Génesis 1:14-19, las “lumbreras” fueron creadas en el día cuatro. Y el texto es muy claro: las lumbreras son una mayor “para que señoree en el día”, otra menor “para que señoree en la noche”, y las estrellas. Es decir, el sol, la luna y las estrellas.

De allí surge la duda razonable para mucha gente: ¿Cómo se hizo el conteo de los primeros cuatro días, si sólo hasta el cuarto fueron creados el sol, la luna y las estrellas? ¿De dónde sale la noción de “tarde y mañana” si no había sol?

Y entonces empiezan las explicaciones rebuscadas orientadas a satisfacer nuestra lógica.

Pero atención con esto: la lógica de un lector del siglo 58 hebreo, equivalente al siglo 21 occidental, no es la misma que la de un autor que vivió hace miles de años.

Lo que el autor del Génesis nos está diciendo es algo que no tiene mucho que ver con astronomía (porque la Biblia no es un tratado de astronomía). Es algo más profundo y sutil, pensado específicamente para los israelitas de la antigüedad: el autor nos está diciendo, desde el capítulo 1 de este libro, que el sol no es una deidad que deba ser adorado. La luna tampoco. Las estrellas, menos aún.

Por eso el relato del Génesis los reduce a meros componentes de la creación, útiles apenas para todo un plan definido de D-os. Es decir, tienen una importancia relevante (ser usados para la medición del tiempo), pero ni siquiera son lo primero en crearse. Menos aún, lo más importante. Están a medio camino entre el inicio de la creación y la aparición del ser humano. De ese modo, se les despoja de cualquier posibilidad de ser identificados como algo divino por sí mismos y, por lo tanto, algo que deba convertirse en foco de nuestra devoción o adoración.

Tal vez hoy en día esto nos parece apenas algo simpático y un tanto banal, pero basa con hacer un simple ejercicio de imaginación para ponernos en los zapatos de la gente antigua, y entonces comprenderemos que en su época este texto era revolucionario y fortísimo. Imagínense: hablar del sol, esa esfera “dadora de luz y de vida” y adorada por todas las grandes culturas, y decir que simplemente era algo así como un foco. Bueno, un focote, pero no más que eso. Una luminaria que nos brinda luz en el día, pero nada más.

De este modo, el autor bíblico sienta las bases de un tema que volverá a aparecer varias veces en todo el Tanaj (Antiguo Testamento para el mundo cristiano) en otras ocasiones, y que tendrá ese mismo objetivo de poner en jaque la jerarquía divina del sol y la práctica idolátrica de adorarlo.

El siguiente pasaje es casi inmediato. Se trata del desconcertante relato de Caín y Abel. En Génesis 4:3-7 se nos cuenta el episodio del sacrificio que celebraron Caín y Abel, origen de la ira asesina del primero de ellos.

Y allí sucede algo que también es desconcertante: el sacrificio de Caín, compuesto por el fruto de la tierra, es rechazado por D-os; en cambio, el de Abel —animales de su ganado— es aceptado.

¿Por qué rechazó D-os el sacrificio de Caín? Entendiendo al autor en su época y en su diatriba contra la religión solar (específicamente, la egipcia), el sacrificio de Caín fue rechazado porque era el sacrificio de una cultura agrícola. ¿Y cuál es el problema de las culturas agrícolas? Que fueron las culturas que impusieron el culto al sol.

La evolución de la agricultura sólo fue posible gracias a que aprendimos a medir adecuadamente las estaciones solares. Pero a la par de este conocimiento astronómico, se desarrolló también el culto al sol. A fin de cuentas, la percepción de la gente antigua era que el sol era quien dejaba morir a la naturaleza en invierno y quien la hacía renacer en primavera. Era, en sentido literal para ellos, la fuente de la vida.

Ahora pónganse otra vez en los zapatos del autor bíblico: en su época, el agricultor era el arquetipo del adorador del sol. Caín no era nada más un campesino. Era un campesino de la antigua Mesopotamia, es decir, alguien en cuya lógica era el sol quien daba la vida. El sacrificio de Caín es la representación máxima posible de la devoción religiosa de alguien que adora al sol.

Los hebreos fueron todo lo contrario. Nómadas o seminómadas que durante más de mil años se rehusaron a asimilarse a las culturas agrícolas, el sol nunca representó una deidad significativa para ellos. Lo suyo no era la agricultura, sino la ganadería y el comercio. Por ello, el sacrificio de Abel es el arquetipo de la devoción de un hebreo libre, hombre de ganado, viajero incansable.

En cierto modo, podemos decir que el contraste entre el sacrificio de Caín y Abel es que el de Caín es el del esclavo y el de Abel es el del hombre libre. ¿Por qué? Porque en las culturas agrícolas la esclavitud era la base de la economía, y los campesinos eran —literalmente— propiedad de los señores de la tierra (reyes, nobles, sacerdotes). En cambio, los rebeldes hebreos rechazaban toda forma de esclavitud y durante siglos fueron el único grupo que le daba refugio a los esclavos que huían de sus amos.

Así que el sacrificio de Abel fue aceptado porque era el sacrificio de un hombre libre, pero también porque era la adoración del un hombre que no se inclinaba delante del sol.

Así comienza, en apenas cuatro capítulos del Génesis, la guerra teológica de los autores bíblicos contra la religiosidad más popular del mundo antiguo.

En la próxima entrega veremos como Yosef y sus hermanos se convierten en el siguiente eslabón importante de este conflicto de ideas, creencias y devociones.

 


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