Enlace Judío México e Israel – La promotora cultural Orly Beigel habla, en exclusiva, sobre su ensayo “Y la sangre fue mía”, aparecido en “Cosas que nunca hablé con mi madre”, una recopilación de textos que abordan los aspectos más íntimos, lumínicos y dolorosos de esa relación única que sólo puede establecerse con una madre. 

 

En febrero de 2021 apareció en español, por primera vez, el libro Cosas que nunca hablé con mi madre (Editorial Diana), editado por Michele Filgate, que reúne 17 historias sobre cómo la relación con la madre nos puede marcar para siempre. Al libro original se le ha añadido una historia más: la de Orly Beigel, hija de una superviviente del Holocausto, que ha cargado con los fantasmas propios de quienes pertenecen a la “Segunda Generación”.

“¡Qué honor, poder estar en un libro tan importante!”, dice Beigel en entrevista exclusiva para Enlace Judío, donde hablará del ensayo “Y la sangre fue mía”, un ajuste de cuentas con la memoria, la culpa y el amor, y sobre cómo fue que su texto se integró a la versión en español del libro.

Tamara Gutberg “me escuchó en una plática que di para la Ídishe, el día de la conmemoración del Holocausto de hace dos años, y me llamó y me dijo que ella quería, muchísimo, introducir un capítulo, un ensayo, en este libro, que lo iban a traducir al español, que tuviera que ver con la Segunda Generación y, por supuesto, con el Holocausto.”

Conocida por su trabajo como productora y promotora de eventos culturales, especialmente musicales, Beigel ha construido una carrera de cuatro décadas que ha ligado su nombre al de artistas como Celia Cruz, Philip Glass, Yo-Yo Ma, Ute Lemper, Itzhak Perlman, Stevie Wonder y muchísimos más.

“No hay nadie como una madre”

Al igual que otras celebridades, en Cosas que nunca hablé con mi madre, Beigel deja de lado su carrera, su vida pública, para llevarnos a la intimidad de una relación marcada por los claroscuros, por los momentos más brillantes y por la lucha contra las sombras: la relación con su madre, una sobreviviente del campo de Bergen-Belsen que, a decir de su hija —que debuta como escritora con este texto—, “fue la que me inculcó el amor a la música. El amor a la ópera, a la música clásica, al cine también: le gustaba mucho el cine.”

Beigel habla con elocuencia sobre el proceso de escritura, sobre sus motivaciones y sobre el origen de gusto por escribir, pero advierte que no dirá mucho sobre el texto en cuestión, pues “si yo empiezo a explicar, la parte sorpresiva, la parte mágica, la parte oscura se va a ir”. Por eso prefiere que la gente lea el libro y, claro, su ensayo, “Y la sangre fue mía”, cuyo título “viene de un poema que yo escribí hace muchísimo tiempo y de unos hechos que me sucedieron en la época de mi temprana juventud”, a los 14 años.

“Cuando yo estudiaba en la Universidad Hebrea de Jerusalén era la época cuando yo escribía mucho. Escribía prólogos para otros amigos en sus trabajos, para tesis (…); muchos poemas, mucha poesía. Yo encontré en la poesía y en la música mis bálsamos del alma, siendo una hija de sobreviviente y viendo el insomnio de mi madre, su melancolía, su dolor, su gran fuerza para sobrepasar todo lo que vivió en la Shoá, y darnos todo el amor, todo el amor que pudo, a sus hijos.”

Así como en algún momento encontraría en la música  “un bálsamo”, para Beigel fue la escritura un instrumento de sanación y descubrimiento. Poesía, voces, pensamientos… “había cosas que no las podía decir pero el papel me era muy fiel. El papel me regresaba lo que yo le escribía y me decía ‘ahora velo fuera y a ver si te alivia’. Y me alivió mucho. Y gran parte, en trozos de poemas, están justamente en este ensayo también.”

La dualidad

Cuando habla sobre su madre. Beigel la muestra como un personaje lleno de contrastes, de dualidad: un ser amoroso, fuerte, resistente, por un lado, y un alma atormentada por las sombras de un pasado trágico, terriblemente traumático. Al hacerlo, también su voz, sus expresiones y su mirada van brincando de una emoción a su opuesto, de la luz a la sombra, del dolor al amor.

“Yo creo que todos tenemos dualidad. A algunos, el monstruo los come tanto, que no permite sacar, justamente, lo otro: la parte alegre, la parte feliz. Hablaré de la parte feliz de mi madre: cuando dormía, era imparable. Mi madre cocinaba lo más rico. Luego se volvió vegetariana y mi papá, pobrecito, en las cenas de Shabat extrañaba su pollo, y en lugar de pollo (mi madre) nos daba tacos de zanahoria. Pero cocinaba maravilloso.”

En su ensayo, Beigel también narra “cómo íbamos a (la tienda) Liverpool a ver las telas. (A su madre) le fascinaba ver las telas y me hacía toda mi ropa. Ella me hizo una capa mágica, que relato en el ensayo también. Mi madre pintaba. Mi madre estudiaba todo aquello que no pudo estudiar en la Shoá.”

Las historias de mi madre

Pero la luz y la sombra convivían en su madre como amigas íntimas. “Por el otro lado, la sombra de lo que ella vivió en el Holocausto no la dejó en paz. Por supuesto que es un monstruo. ¡Cómo podemos siquiera entender lo que la gente pasó en la Shoá! Mi madre me decía que no importa cuánto me contara, no sería ni un décimo, que yo no le podría entender ni un décimo de lo que ella pasó. Y por supuesto quedan dudas muy fuertes. Hay preguntas que nunca serán respondidas. Nunca. No tienen respuesta. No tengo más a quién preguntarle esas preguntas. Mi madre ya no vive hace mucho tiempo.”

Esas preguntas sin respuesta constituyen un peso, quizá un abismo para quienes, como Orly Beigel, tienen que formularlas en el silencio, en una consulta psicológica o en un diálogo interno que no para, porque detenerlo implica también detener la memoria: esa fuerza que nos mantiene unidos a los que se han ido.

“Yo era muy joven cuando escuchaba las historias de mi madre. Mis hermanos no querían escuchar las historias de la Shoá. Yo sí. Escuchaba y escuchaba pero era tan joven que nunca se me ocurrió anotarlas. Las anoté mucho después de lo que me recordaba. No había grabadoras como las hay hoy. Había unas grabadoras muy grandotas que uno no tenía, para grabar su historia. Mi madre murió prematuramente, a los 59 años, en Israel, y ya no tengo más respuestas a estas dudas que a veces me torturan un poquito, porque quisiera saber un poco más.”

Sin embargo, es “suficiente con lo que ya sé de la Shoá, de lo que vivió mi madre, y suficiente con el efecto que dejó en mí.” Beigel se sabe parte de ese grupo de gente hermanada por el Síndrome de la Segunda Generación. Incluso, dice, “se está estudiando mucho que no solamente es la segunda sino también la tercera generación, los efectos que se transmitieron y que los cargamos nosotros.”

Entender para sanar

“Gran parte de las heridas las he ido sanando porque las he ido entendiendo. Por supuesto, la edad, el tiempo, la terapia, la lectura, la vida en sí, el amor que tiene uno al lado te ayudan a sanar esas heridas pero (…) la que soy hoy, gran parte, tiene que ver con la Shoá.”

El trauma transgeneracional tiene efectos insospechados: “la forma en que reacciono ante las cosas, más que cómo soy. La forma en que veo el mundo.” Pero también deja en los integrantes de la Segunda Generación aprendizajes importantes.

“Mi madre pagó con pan y limpiando letrinas, ganándose más pan para aprender inglés y francés en el campo. ¡Cómo me puedo quejar yo, justamente en la pandemia, de lo que uno está pasando, cuando mi madre recibía un huevo al año!”

Y esas son las historias que su madre le contó, las que recuerda, pero hay también historias truncas, confusas, condenadas a dormir entre la niebla de lo que ya no podrá ser nombrado nunca, y de las que Beigel no tiene sino fragmentos, como que su madre, un día “despertó en la barraca donde estaba y un nazi le acariciaba la cara…”.

Historias sobre el hambre y la angustia, sobre las ratas y las enfermedades, “pero también las historias, (de cómo) se contaban recetas, las mujeres del campo, para quitarse el hambre.” O de cómo su madre  “buscaba la nieve en el invierno para limpiar su cuerpo. Eso me impresionó mucho (apenas ahora, en la entrevista, lo recuerda): se limpiaba porque quería estar pulcra y trataba de guardar una dignidad, la dignidad humana, que eso fue lo que los nazis lograron hacer con tantos millones: hicieron todo para despojarlos de la dignidad humana, y es cuando pierdes tu razón de vivir.”

“El Holocausto nunca terminó para mí porque tengo la melancolía en los ojos de mi madre”

Orly Beigel tiene una carrera larga y exitosa, pero también es una portadora de sombras, de fantasmas. “Yo creo que tengo algunos monstruos prestados, que ya les dije que se fueran por favor, porque no son míos”, dice riendo, “y tengo algunos monstruos que se han ido creando de a poco, con todos estos años, y muchos que ya se fueron. Muchos. Me siento muy satisfecha. Es una lucha diaria. El trabajo no va a terminar nunca, yo creo.”

Dice Beigel que el Holocausto dejó en su madre una melancolía permanente, impresa en sus ojos. “Claro que fue una víctima de la vida. Yo, en el ensayo, escribo que la vida le debía caricias. Muchas caricias. Y yo durante mucho tiempo sentí que la vida me debía caricias también. Porque no entendía. Porque no podía, como hija, entender la magnitud del dolor y la oscuridad de su alma por lo que pasó.”

La culpa

Si bien se recuerda como una chica alegre que hacía deportes y reía, Beigel es consciente de haber sentido culpa por sentirse tan bien, cuando su madre no pudo tener una infancia y, de hecho, tuvo que cargar con los traumas de la Shoá toda su vida. “Yo siempre digo que la culpa me acompaña de una mano y mi terapeuta de la otra. Y ahí andamos los tres para tratar de resolverlo”, dice y vuelve a reír.

Y aunque admite que jamás logró despojarse por completo de la culpa, esa culpa transmitida como parte de un paquete de traumas psicológicos profundos, sí ha logrado disminuirla, “dándome cuenta que nadie tenemos la culpa de haber vivido lo que vivimos pero sí tenemos la culpa de no trabajarlo y de no tratar de ser mejores y de no tratar de superar, justamente, esos monstruos que uno tiene.”

Entre esos monstruos se encuentra un tipo de inseguridad del que también se atreve a hablar con nosotros: “nunca acabo de estar completamente satisfecha de cómo hablé, qué dije, qué hice (…). Me cuesta trabajo reconocer mis logros.”

Al fantasma del hambre, otro monstruo heredado de los campos, Beigel lo combate desde lo más luminoso de su persona: “Hago box lunch —yo los hago con mis propias manitas— que traen fruta y jugo y agua y un paquete de galletas y un sándwich triple y chocolate y hasta servilleta, y muy bien empacados, bonito. Y voy en mi camioneta por ahí, a donde me lleva el auto, y reparto comida en la calle. Es una de las cosas que más satisfacción me pueden dar.”

La música como terapia

También la música ha contribuido al proceso de encontrar la luz en la oscuridad. “Yo no he salido de la Segunda Generación. Yo seré segunda generación hasta el día en que me muera. De lo que sí he salido es de traumas, de heridas que venía cargando durante toda mi vida. Otras siguen ahí pero la música es un bálsamo maravilloso.

Según la ve Orly Beigel, la música tiene el poder de tornar melancólico al escucha, pero también de darle “esa fuerza, esa alegría” que necesita para salir de entre las sombras.

“Yo tengo una carrera que me ha dado un alimento a mi alma… no solamente por la música per se, sino por la gran oportunidad de conocer a estos maestros y maestras, a estos cantantes, mujeres, a músicos únicos que han transformado la cultura del planeta.”

Beigel lamenta que el grupo de Segunda Generación al que llegó a pertenecer, y que ayudó a revivir en algún momento, se encuentre inactivo, pues es consciente de su valor, no solo como herramienta terapéutica sino en la preservación de la memoria, sobre todo ahora, cuando los negacionistas pululan y, al parecer, los libros de historia no bastan. “¡Que me vengan a decir a mí que el Holocausto no ocurrió!”

El libro

Sobre Cosas que nunca hablé con mi madre, Beigel dice que “todos los escritores, incluyéndome a mí (…), han tenido una gran valentía para plasmar en este libro lo que más les ha dolido en su infancia y juventud, y lo importante de su relación cono el personaje que es una madre. No hay un personaje más importante (…), la madre es única.”

Seguramente no es la única, entre los autores del libro, que querría hablar con su madre una vez más, para decirle “que la extraño profundamente. Extraño sus caricias, que tenían un calor y una fuerza (…); extraño su pastel de naranja (…). Y le preguntaría todas esas preguntas que quedaron sin respuesta.”

También querría “que sepa que siempre la he celebrado; que siempre le he hecho homenajes; que cuento de ella para mantener su memoria viva; que no sienta que todo lo que escribí aquí, de lo que nunca hablé con ella y lo que nunca hablé en público es un acto de ingratitud: es un acto de amor.”

La conversación se acerca a su fin. En la pantalla, detrás de ella, relumbra lo que pareciera una sala de trofeos, con lunas que conmemoran grandes eventos, carteles promocionales, discos… pero sus trofeos más preciados son otros. “La amistad entrañable con algunos de mis artistas. Yo te puedo decir hoy que Ute Lemper y yo somos íntimas amigas, y que gracias a ella voy a ir a Alemania por primera vez.”

Las últimas líneas

Su madre (y también su padre) han estado ahí, detrás de cada triunfo, y ella les ha dedicado cada concierto, cada evento, porque sabe que, al menos en parte, a ellos se debe. Quizá haya sido eso una parte importante de su proceso de saldar cuentas con los monstruos de un pasado heredado y, también, de uno vivido en carne propia. Un proceso interminable, según sus propias palabras.

Antes de despedirse, Beigel nos obsequia las últimas líneas de su texto, incluido en Cosas que nunca hablé con mi madre:

“Hoy, ya no custodio a mi madre, sino atesoro su recuerdo entrañable y honro su memoria como sobreviviente del Holocausto. Hoy, ya no pago su melancolía. Hoy, ya no me debe ni le debo disculpas. Porque sé que cada una está sola y que solas estamos juntas. Con independencia pero lado al lado. Hoy, no es tiempo ya de hablar desde el dolor sino solo desde el amor. Hoy, soy yo.”

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