Enlace Judío – Las antiguas culturas agrícolas desarrollaron un complejo entramado religioso, mitológico y ritual centrado en los ciclos estacionales del año. Por supuesto, en función del sol y sus efectos sobre la naturaleza. Y, para no variar, el judaísmo fue, desde muy antiguo, la excepción.

¿Por qué el pueblo de Israel se diferencia tanto de las culturas circundantes en este tipo de asuntos?

Existe una explicación religiosa, centrada en el asunto del monoteísmo israelita y el pacto de la Torá establecido en el Sinaí. Pero también hay una explicación histórica a la que debemos poner atención.

Las principales festividades instituidas por la Torá son eminentemente agrícolas: Pésaj se celebra con el inicio de la primavera, Shavuot con la llegada de las cosechas y Rosh Hashaná con el final del ciclo agrícola y como preparación para el invierno. La festividad de Tu Bishvat (año nuevo de los árboles) no está mencionada en la Torá, pero es muy antigua y es el momento que marcaba el nuevo inicio del ciclo de siembra).

Nada raro para las culturas de la época.

Pero de todas estas festividades, solo una —Shavuot— conservó su perfil vinculado con el campo. Las otras dos redefinieron sus significados y se disociaron de los conceptos agrícolas originales.

Para entenderlo primero hay que recordar que el pueblo israelita no es, originalmente, un grupo sedentario. El antiguo Israel fue la forma en la que evolucionó un antiguo clan hebreo que, como tal, debió ser nómada primero y luego seminómada. De hecho, los relatos bíblicos sobre los patriarcas nos los presentan así, yendo y viniendo desde Ur hasta Canaán, y luego entre Canaán y Egipto.

La religiosidad de los antiguos grupos nómadas no estuvo marcada por los ciclos agrícolas. Estos les resultaban absolutamente indiferentes, porque el nomadismo es —por definición— la antítesis de la cultura agrícola y civilizada.

Esto significa que, a diferencia de culturas como la egipcia, los nómadas de la antigua Mesopotamia tampoco le ponían demasiada atención a las deidades solares.

Pero los israelitas no consolidaron una cultura que pudiera definirse como antagónica a todo lo ya mencionado, y es que terminaron por volverse sedentarios y, por lo tanto, agrícolas. Eso significa que tuvieron que aprender a también medir los ciclos solares y definir correctamente las fechas para iniciar con los procesos de siembra y recolección.

Y en ello se resiente la influencia de su paso por Egipto. Fue una experiencia civilizadora, en el sentido literal de la palabra “civilización”, que se refiere a la vida sedentaria y citadina. El resultado fue una singular combinación entre los elementos nómadas ancestrales en los que la agricultura no jugaba un papel decisivo y los elementos civilizados y agrícolas propios de la cultura egipcia.

Y aquí viene lo extraño: Todo esto debía haberse traducido en la construcción de una rica mitología llena de códigos solares y lunares en la que se proyectaran los conflictos de las fuerzas de la naturaleza. Tal y como sucede en los mitos grecolatinos, donde los dioses lunares, solares, agrícolas, citadinos, nacionales y extranjeros, todo el tiempo están en un constante vaivén entre la pugna y la reconciliación.

En cambio, lo que sucedió con el antiguo Israel fueron dos cosas totalmente atípicas. La primera, que la festividad esencial de la religión nacional se basó en un ciclo que no se sujeta ni al sol ni a la luna: el Shabat, un día sagrado que ocurre regularmente cada 7 días y que, por lo tanto, no se adapta a ningún ciclo astronómico.

Se trata del máximo éxito posible de la abstracción religiosa, íntimamente ligado a la noción del monoteísmo judío: D-os, al estar por encima de toda su creación —lo cual incluye al sol, la luna y las estrellas—, no está sujeto a ningún ciclo natural, ya sea terrestre o celeste. La religión judía, por lo tanto, tampoco.

Y la segunda, que el significado de las festividades evolucionó hasta tomar matices muy particulares, y uno notable es el histórico.

Eso ya lo podemos ver de modo explícito en la festividad de Sucot, que se celebra para recordar que nuestros ancestros, durante el Éxodo, vivieron en tiendas durante los 40 años de peregrinación en el desierto.

Pero ese sentido reelaborado también está presente en Lag Baomer, una festividad inmersa en el paradigma religioso agrícola, pero que para el judaísmo cobró una dimensión mucho más elaborada.

Lag Baomer se celebra en el día 33 de la Cuenta del Omer, 17 días antes de la celebración de Shavuot, la fiesta de las cosechas. La Cuenta del Omer no es sino la antigua preparación para presentar las primicias de las cosechas en el Templo de Jerusalén, por lo que el sentido especial del día 33 (de un total de 49) no es difícil deducir: era el momento en el que se tenía que empezar a preparar la ofrenda de Shavuot.

Es decir, la primicia que había que llevar al Templo en Jerusalén, con lo que daba inicio oficialmente la temporada de cosechas. Seguramente, se trataba de un momento particularmente gozoso, relacionado con el éxito del trabajo agrícola, que garantizaba la abundancia y la comida segura para la temporada invernal.

El judaísmo descartó el sentido agrícola, si bien conservó la naturaleza feliz de este día.

Según la tradición judía, una plaga arrasó con la academia del Rabino Akiva y 24 mil de sus discípulos murieron. La plaga se detuvo en el día de Lag Baomer y por ello se convirtió en una fecha para celebrar. El homenaje luctuoso para esas víctimas establece que en esta temporada no se realizan fiestas (por ejemplo, bodas o Bar Mitzves) y los judíos tradicionalistas no recortan su barba durante estos días.

Se discute sobre la posibilidad de que esta idea de “una plaga” tenga un sentido simbólico y, en realidad, se refiera a que los alumnos de Akiva habrían muerto en combate contra las tropas del emperador Adriano, en el marco de la revuelta de Simeón Bar Kojba, a quien el Rabino Akiva apoyó incondicionalmente. El mismo murió martirizado durante este levantamiento.

De cualquier modo, el día 33 marca el final de la tragedia y el reinicio de la vida normal para el pueblo judío. De ahí que sea frecuente que los niños que no pudieron celebrar su Bar Mitzvá en su cumpleaños por caer este entre los días 1 y 32 de la Cuenta del Omer, lo celebren en el día 33, en Lag Baomer.

Es decir, de ese modo se recuerda que la preparación de la ofrenda de las primicias de las cosechas era un momento gozoso para el antiguo Israel. Sin embargo, se enfatiza que lo importante para nosotros no son los ciclos solares y agrícolas, sino la experiencia histórica que es la que nos da un sentido de identidad único.

No es cualquier cosa: es el primer intento —exitoso, además— hecho por un pueblo antiguo para abandonar el mito y abrazar la historia.

Y es que esa es la esencia del monoteísmo.

El mito surge de la visión fragmentada de la realidad. Por ello, en sus relatos tan fascinantes como fantasiosos, los dioses actúan y provocan los acontecimientos de un modo arbitrario, pasional, impredecible.

En cambio, la historia es el esfuerzo por entender el mundo a partir de una relación entre causas y efectos. Lo que ocurre a nuestro alrededor no es arbitrario. Sucede porque algo lo provocó.

¿Y qué es el politeísmo, sino la visión fragmentada de lo divino? Por eso su relación inevitable con el mito. En contraste, el monoteísmo es la visión integrada de la realidad y por ello se descarta que lo Divino pueda estar fragmentado. Al contrario: Se trata de la Unidad por excelencia, incluso más allá de lo que nuestras fragmentarias mentes pueden comprender.

Por ello era inevitable que las festividades judías evolucionaran hacia significados más profundos, vinculados con la historia, no con los ciclos agrícolas.

Y Lag Baomer es una muestra perfecta de ello. Una fogata que ilumina la noche, porque la convicción de que D-os es uno es la luz que nos ilumina en nuestro tránsito a través de la historia.

 


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