Fernando Yurman / Intolerancia y fanatismo actual

Es inevitable, en tiempos turbulentos, rememorar la pesimista visión de Alexis de Tocqueville en 1835 sobre la naciente democracia norteamericana. Las pasiones derrotadas de la revolución francesa parecían tonificarse con nuevas multitudes, pero también alarmaban con sus riesgos abismales. Tocqueville no confiaba que mejorarían las sociedades por el dictamen de las incultas mayorías. Las arengas en la calle mayor, discusiones acaloradas en cantinas y abastos, no presagiaban una convocatoria armoniosa.

El respeto ciudadano fue siempre una causa sagrada de los padres fundadores de la independencia norteamericana. Era el aliento democrático fundamental de sus instituciones republicanas y el hálito pluralista de la identidad nacional. La impronta individual permeaba la vida social. Dicha reserva sostenía el frenético optimismo de Hamilton sobre la diversidad, el mesurado civismo de Douglas, el rigor que, incluso esclavistas como Jefferson, enarbolaban en los ideales libertarios. Pero uno de los padres federalistas, Madison, había advertido, en 1831, que la armonía republicana solo podía mantener un engañoso acuerdo pasajero, hasta que la tensión lo rompiese, como ocurrió treinta años más tarde con la Guerra Civil. Esta contradictoria condición, hizo de la tolerancia una virtud central de la mitología cívica yanqui. Pero la tolerancia excesiva, advirtió Karl Popper, no preserva de la intolerancia.

Paradójicamente, intolerancia es el título de una película de Griffiths, pionero del cine y defensor del racismo y la causa esclavista confederada. Su desaprobación a la intolerancia democrática y su lealtad al regresivo espíritu sureño, eran compatibles a la hora de embanderar sus pasiones. Liberal, esclavista y librepensador, no configuraban un oxímoron en la tradición americana, siempre imbuida de múltiple rebeldía. Esa temperada recepción de ideas contradictorias respetó las ensoñaciones libertarias, favoreció muchas veces la convivencia, pero nunca pudo cesar la vigilia armada. La impredecible expansión democrática inquietaba siempre los pactos sociales. El bastón, la cuerda o la pólvora se citaban ritualmente sobre la incierta herida cívica. En los suburbios de las instituciones, como ecos ominosos, emergían las figuras del atávico enfrentamiento; el Ku Klux Klan o John Brown nunca dejaron de cabalgar.

La actual erupción violenta en EE.UU. del poder blanco, la xenofobia, la incorrección, el racismo y las innobles ínfulas de Trump, tienen larga estela histórica. Es una vasta cultura que gesta un innumerable pasado. Pueden cancelar los monumentos, pero no las fuentes de la íntima identidad regional. Como había observado William Faulkner, “el pasado sigue estando, y ni siquiera es pasado”.

En Europa, de manera similar, se remueven los fantasmas perdidos de su historia, y las convicciones fascistas emergen sin argumentaciones complejas, naturalizadas como un rasgo costumbrista. Pero la objeción, la duda o el pudor ciudadano, requieren reflexión. Todo hace pensar que el final de los relatos, la expansión de la imagen, el vértigo informativo, afectó el pensamiento crítico, aquel tono reflexivo que acompañaba los impulsos. En una mutación indetenible, las ideas se transformaron en cascaras vacías que no dejan pensar. Como si hubiera habido un derrumbe interior que no se pudo registrar. Si en verdad las ideologías fueron arriadas por el descubrimiento de una complejidad mayor de la realidad, esta nueva subjetividad social hizo un resumen fallido. Se desliza en la dirección contraria, hacia una simplificación torpe y oscura; parece una ecolalia zombi de fósiles abandonados. Colores, frases, imágenes, sellan un caudal enorme de pulsiones sin objeto, empujones sociales sin destino, que nacen y terminan en las olas y redes del océano digital. La manifestación global indica que esta sustancia es inmune al ejercicio clásico de la tolerancia, no tiene trato con la crítica, es una nueva aleación entre las pulsiones más hondas y los mitos más arcaicos. La polución de rasgos, géneros, identidades y conflictos de incontrolable diversidad, impide cualquier estrategia crítica. El vértigo evita jerarquizar pasos en la multiplicidad, de manera que solamente los mitos son aptos para fijarse en esas microesferas de la contradicción. Son los únicos que saben viajar transversalmente entre identidades disgregadas. El narcisismo anterior revestía escenarios integrales, fértil en ideales y referencias de horizonte simbólico, el actual es puntual, un emblema imaginario para la pertenencia en el mismo mercado de la moda o el deporte favorito. “Palestina libre” es el grito erudito de manifestantes universitarios sobre un tema del que ninguna ignorancia les resulta ajena. Lo acompaña un coro académico que usa la ideología como emblema, marca que no deja pensar fuera de la caja, ese recipiente seco y vacío que dejaron las pasiones de izquierda. A diferencia de la caja de Pandora, en el fondo no quedó la esperanza sino una algarabía fanática. Esa usurpación de reivindicaciones imaginarias sobre géneros, razas, dietas, colonialismo, imperialismos y culturas, está erosionando el horizonte científico que debería orientar los claustros. Una creciente imbecilidad enciclopédica les garantiza los alaridos, sin desconocer que las inversiones de Catar y otras donaciones sauditas han invadido las universidades. Estas apelaciones colectivas, en su tiempo honraron la oposición a la guerra de Vietnam, no la fidelidad al terrorismo, el antisemitismo o la confusión oportunista de una izquierda degradada. Solo eso podría explicar que estos jóvenes tan sensibles a la lejanía jamás hicieron una protesta por la guerra de Armenia, las matanzas de Sudán, el millón de musulmanes presos en China, los seis millones de venezolanos expulsados por hambre, la destrucción de la selva y etnias amazónicas, los cementerios marinos de refugiados, los rohingas marginados, inmigrantes del Rio Grande y otras minorías sin subvención académica. Uno de los efectos de esta ola enfermiza, es que los críticos genuinos que advierten la complejidad casi inasible del Medio Oriente, y pueden tratar políticas, intereses concretos, coyunturas y gobiernos, en vez de pueblos buenos y malos, no pueden participar sin ser confundidos con esta legión de desvariados que inunda todos los espacios.

El fanatismo, esa concentración unilateral que permite una lucidez enceguecida, es una clásica experiencia narcisista. El narcisismo es bueno y/o malo, como el colesterol, pero es inevitable para la normal circulación afectiva. La exaltación, la tensión del anhelo, la idealización ardiente, templan y sostienen nuestra vida psíquica. El narcisismo fluye evolutivamente, con naturaleza a veces constructiva y a veces maligna. Siempre hubo la posibilidad de diferenciar la pasión enajenada por la creación estética, la fiebre de músicos, pintores y poetas, de la pasión enajenada de las turbas del futbol, o separar la exaltación burbujeante de los enamorados de la delirante entrega de los nacionalistas y extremistas religiosos. Actualmente, el ojo que sopesa esos matices del frenesí está desapareciendo. La defensa de la complejidad y el vigor reflexivo retroceden.

La división entre una dimensión práctica o inmediata y otra trascendente e inefable, ya tuvo tropiezos, y fue reordenada muchas veces en la historia. Desde que la religión perdió gerencia metafísica en la modernidad, y el arte, el romanticismo y luego el totalitarismo se hicieran cargo de la pura trascendencia, hubo modulaciones en ambas orillas. Esos espacios eran incondicionales para la existencia. Actualmente, la velocidad de lo incierto que suministra el Internet ha inflado el presente de manera vertiginosa, dejando vacantes el futuro y el pasado, los dos vértices claves de la trascendencia. Estos jóvenes no logran proyectarse en el tiempo, los algoritmos son sus ideas, y las ideas no los dejan pensar.

La mitología, que en su tiempo se hizo cargo de ofrecerle relieve parcial a la vida cotidiana, parece haber dejado huellas en el psiquismo como entrevieron muchos estudiosos del tema. Los arquetipos del paganismo retoman la nueva administración acotada del tiempo. El poder de las imágenes, su gran espectro semántico, retoma casi todas las figuras de la memoria cultural y las conduce como en la primera antigüedad. Si la reproducción técnica despojó el aura de la obra de arte, como advirtió Walter Benjamín, no es difícil que la alta velocidad que inundó la vida haya desalojado la trascendencia. Es irrisorio temer un efecto distorsionado de la inteligencia artificial, ya que el imparable ritmo actual no acepta la trascendencia, aquel sentido mayor que se estiraba entre los dos tiempos que flanqueaban el “ahora”.

El fanatismo, tan alabado por ideologías extremistas, estandarte de pasión libertaria y autónoma, alentó la audacia creativa de todos los afanes estéticos y cognitivos. Cada creación, cada descubrimiento, es una mini revolución. Esa exaltación fue pervertida como tenacidad obsesiva y sostuvo también las grandes campañas destructivas de la historia humana. Los actuales sistemas receptivos parecen privilegiar la obsesión más que la pasión, es decir la vocación controladora, repetida y encerrante del narcisismo maligno. La tolerancia, a su vez, requiere también ejercerse desde una referencia superior, más duradera que la ofrecida por un presente perpétuo que devora todo sin masticar.

Si no se frena este delirio concertado, en poco tiempo soportaremos la alegría medieval de manifestaciones sobre los derechos geográficos de la tierra plana o la demanda de presupuesto de salud para la corriente antivacunas. El progreso tecnológico no ha sido gratis, la estupidez se ha ido acumulando a su costado.


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