Los Judíos Conversos en México I

Anduve revisando algunos foros de discusión en la red sobre el asunto de las genealogías, y me sorprendió lo álgido que resulta el tema de los judíos conversos que se establecieron en la Nueva España durante el periodo colonial (1521 – 1821).

IRVING GATELL

Parece que hay de todo, incluyendo proselitismo religioso de por medio. Desde simple curiosidad genealógica hasta extraños comentarios de carácter racista, el tema se antoja inagotable.

¿Cuál es el problema? Me parece que tiene que ver con el asunto de la identidad. Es decir, un cristiano mexicano hace su vida muy normal, y de repente un día se entera que por apellidarse Arias — un ejemplo — ES judío. O PODRÍA serlo. O DESCIENDE de alguno. ¿O qué?

Y allí es donde pueden entrar muchos factores contradictorios. Por ejemplo, judíos mesiánicos fanáticos que por lo mismo quieren integrarlo a su “sinagoga”. O una reacción racista que le moleste al susodicho, y lo ponga en una crisis por enterarse que algunas gotas de su sangre son judías.

Así que vamos a hacer un intento por despejar algunas dudas al respecto.

Empecemos por algo de historia. Los orígenes del judaísmo en España se pierden en el tiempo, y no parece fácil establecer en qué época se constituyó la primera comunidad judía de la Bíblica Sefarad. Se sabe que hacia el siglo III aC ya había una próspera comunidad allí, pero ciertos datos — de carácter más míticos que históricos — remontan hasta tiempos del Rey Salomón (siglo X aC) el origen de dicha comunidad.

Lo cierto es que hacia los inicios de la era Cristiana, Iberia tenía una importante comunidad judía, con una gran concentración en la zona de la actual Córdoba, e importantes grupos en la costa mediterránea, especialmente en las zonas de Cataluña y Valencia.

La comunidad judía española logró sobrevivir a todo tipo de presiones, producidas por las cambiantes políticas que eventualmente llegaron a aplicar tanto los gobiernos cristianos como islámicos, hasta que a partir de 1391 la situación empezó a volverse intolerable, y finalmente en 1492 se decretó que los judíos debían abandonar el territorio español. El requisito para quedarse era la conversión (situación que, por cierto, no era nueva; la información sobre judíos conversos por la fuerza data del siglo IV dC).

Un contingente enorme optó por el exilio. Supongo que es imposible calcular el número, pero la cifra mínima que proponen quienes se han dedicado a este tema es de 100,000 sefaraditas abandonando España. Otros hablan de hasta 250,000.

Y si resulta difícil saber cuántos se exiliaron, más difícil aún es saber cuántos aceptaron el bautizo y se quedaron. Y si a eso le agregamos que las conversiones forozosas se venían dando desde más de 1,000 años atrás, resultaría todavía más difícil cuántos españoles eran descendientes de judíos para ese momento.

Por eso el chiste sefaradita: sacude cualquier árbol genealógico hispano, y no tardarán en empezar a caer judíos. O la jactancia de Camilo José Cela (y me resulta harto simpático que lo dijera con JACTANCIA): Después de Israel, España es el país que más sangre judía tiene.

Inevitablemente, esa condición se heredó a las colonias españolas en lo que hoy llamamos América Latina. Fenómeno curioso, porque la Corona Española prohibió a los llamados Cristianos Nuevos establecerse en la colonias de ultramar. Sin embargo, quienes estuvieron extendiendo las autorizaciones para llegar a las colonias (hoy les llamamos visas) fueron miembros de una familia judía conversa, los Vaez de Sevilla, y en consecuencia, esté continente se llenó de judíos que preferían mantenerse lejos de los grandes centros inquisitoriales españoles. ¿La razón? Ah, furioso caso.

Aunque le duela a la Iglesia Católica y a España toda como país, debe decirse que el caso de la Inquisición Española sólo puede calificarse como brutal y criminal. Es uno de los ejemplos más horrendos de intolerancia y deshumanización que podemos hallar en occidente, y representa la fusión de los poderes eclesiástico y político con un objetivo racista en general, y antijudío en particular. Es, por lo tanto, el primer gran eslabón del antisemitismo institucional europeo que va a ver su consumación en el régimen nazi de la Alemania del siglo XX.

Nada de que eran las características de ese tiempo. No todos los países cristianos desarrollaron ese tipo de tribunales, y siglos atrás el califato de Córdoba ya había dado ejemplo en ese mismo país de que se podía gobernar de otra manera.

Asesino y criminales intolerantes, sin más.

El interesante problema es que la Inquisición Española era autónoma en relación al Vaticano, directamente controlada por la Corona Española. Se sabe que hubo repetidos intentos de parte del Vaticano para controlar la ferocidad de las persecuciones de la Inquisición Española, pero no tuvieron efecto.

Todo surge de la fanática y obsesiva visión de Isabel de Castilla y su confesor, el Cardenal Cisneros, quienes fueron los que diseñaron esa Inquisición tan especial, y los que obtuvieron de Roma la autorización para que el tribunal de Santo Oficio español estuviera a las órdenes de la casa real castellana. ¿El propósito? Hacer de España el país más católico del mundo.

Lo lograron, sin duda, pero el precio fue hacer de España también el país más retrasado y viciado de Europa, lo que provocó que todos los adelantos científicos, culturales y sociales que Europa desarrolló entre los siglos XVI y XIX, prácticamente pasaran inadvertidos en España.

Pero hubo un aspecto en el que el Santo Oficio fracasó: Cisneros y Torquemada lograron su objetivo de librar de judíos al país, pero no se tardaron en descubrir que muchos de los que se habían bautizado para poder permanecer en territorio español seguían practicando el judaísmo en secreto. Técnicamente, eran cristianos, y por eso el tribunal de Santo Oficio tenía autoridad sobre ellos.

Eso dio como resultado el inicio de una feroz persecución contra cristianos de origen judío, y la instauración de un régimen que, en sus momentos más álgidos, era simplemente terrorífico.

No necesitabas ser judío para estar en riesgo. Bastaba con que te acusaran de serlo, y eso podía ser por envidia, venganza o lo que gustes. La inquisición te arrestaba, confiscaba tus bienes para pagar con ello el proceso judicial, y no se te informaba bien de qué se te acusaba, ni quien te acusaba. Sólo se te presionaba para que confesaras.

Otra consecuencia curiosa de esa situación fue la creciente obsesión por la “limpieza de sangre”, que era el requisito para demostrar que se era “cristiano viejo”. Originalmente, ésta se obtenía demostrando que no había judíos ni musulmanes en las tres generaciones anteriores, pero el requisito se fue ampliando hasta llegar a siete generaciones.

Sin embargo, para ese momento muchos criptojudíos ya habían logrado obtener certificados apócrifos, y procuraban integrarse de cualquier manera a la sociedad. Los que optaron por venir al Nuevo Mundo, lo hicieron porque calculaban que sería más fácil evadir a la Inquisición de este lado del planeta, y hasta cierto punto tuvieron razón.

Aquí también se establecieron tribunales, e incluso se llegaron a dar grandes Autos de Fe, pero había mucho territorio por colonizar, y por lo complicado que resultaba ese proceso, durante mucho tiempo la sociedad se concentraba en otras cosas y no en estar buscando judíos.

Gracias a ello, familias de origen judío se establecieron en territorios recién colonizados — como el Nuevo Reino de León, actualmente Nuevo León –, zonas de tráfico comercial — especialmente en estados como Michoacán, Veracruz, Puebla, Yucatán o Oaxaca –, o en zonas mineras — como Taxco.

Y aquí es donde empieza lo laberíntico del problema. ¿Cuáles apellidos son judíos? De entrada, estamos hablando de apellidos ibéricos, tanto españoles como portugueses (y cuando decimos “españoles”, obviamente van incluidos catalanes, vascos, castellanos, andaluces, extremeños, navarros, asturianos, canarios, baleares y gallegos). Y entonces resulta que apellidos que hoy son relativamente comunes, como Díaz, González, Arias, Treviño, Benítez están mencionados como propios de familias judías. Más complejo aún, cuando empiezan a aparecer los Ramírez, Sánchez, López, Pérez y Hernández.

Visto desde una perspectiva torpe, resulta que casi todos son judíos. Una perspectiva menos torpe dirá que son descendientes de judíos. Pero lo cierto es que ambas perspectivas son insustentables. Más aún, pretender convencer a alguien de que por llevar cualquiera de estos apellidos es judío.

Y es que el apellido no es determinante en este caso por una razón bien simple: la identidad judía se hereda por la vía materna, y este es un aspecto fundamental a tomar en cuenta por dos razones:

a) Muchas familias criptojudías emparentaron con familias de Cristianos Nuevos. Si una mujer de familia de judíos conversos se casaba con un cristiano nuevo, el apellido que sus descendientes iban a heredar tenía limpieza de sangre. Sin embargo, si la familia seguía vinculada a las prácticas judías — y más aún, al sentido de identidad –, era frecuente que cuando los niños cumplieran 13 años la familia materna le revelara que eran judíos. De ese modo, muchos apellidos que no tenían que ver con judíos, pasaron a vincularse con criptojudíos.

b) Del otro lado, si un joven de familia criptojudía se casaba con una mujer de familia con limpieza de sangre, desde el punto de vista judío los hijos NO ERAN JUDÍOS. De ese modo, muchos apellidos de familias criptojudías pasaron a ser llevados por ciudadanos cristianos y sin ningún vínculo con el judaísmo.

En consecuencia, un apellido no dice nada definitivo para intentar redefinir una identidad hispánica.

Cierto que hay apellidos que en su momento fueron descaradamente judíos. Por ejemplo, en el siglo XVII no podías apellidarte Maldonado, Fonseca, Tinoco, Carvajal, Teixeira, Téllez, Machorro o Cano, y dudar que tus ancestros fueran judíos. En cambio, dos siglos más tarde podías encontrar gente con esos apellidos que no tenían ningún vínculo con el judaísmo, y en cambio gente con apellidos como Hernández o López que en secreto seguían practicando esa religión.

¿Cómo saber, entonces, si un ciudadano hispano tiene un vínculo verificable con familias de judíos conversos?

La única pista fiable, aunque muy difícil, es la tradición familiar.

Me refiero a esto: los criptojudíos cambiaron de apellidos tantas veces como les fue posible, o tantas como les fue obligado. Pero quienes quisieron conservar su vínculo con el judaísmo — que fueron bastantes, por cierto — no cambiaron sus hábitos.

Dichos hábitos eran raros para la sociedad hispanoamericana, pero no descaradamente judíos. Eran necesarios para que ellos mismos pudieran identificarse sin correr el riesgo de exhibirse y ser denunciados, y aunque se llegó a una época donde el tribunal de Santo Oficio dejó de perseguir criptojudíos, dichos hábitos se siguieron practicando para garantizar que dichas familias se siguieran reconociendo, y con ello conservar la identidad del grupo. O dicho en una palabra, sobrevivir.

A muchos les sorprende, e incluso hay académicos que se resisten a admitirlo, pero el hecho es que estos grupos de familias sobreviven hasta la fecha. Algunos no saben que sus hábitos son de origen judío (y por lo tanto, ellos mismos también), pero conservan la curiosa convicción de sólo mezclarse con gente que comparta dichos hábitos (principalmente en provincia).

¿De qué hábitos estamos hablando?

Por ejemplo: cambiar toda la ropa de cama (sábanas, principalmente) los viernes; poner un vaso de agua cerca de una persona recién fallecida, o derramar agua por la ventana; encender velas en la casa los viernes por la tarde; no consumir carne sin antes haber quitado todo el pellejo o toda la grasa; preparar buñuelos desde principios de diciembre y no sólo en Navidad.

Y hay una costumbre más de mucho peso: los católicos de América Latina mantuvieron, por lo menos hasta mediados del siglo XX, la costumbre de nombrar a sus hijos conforme al santoral. Además, muchos mantuvieron la costumbre de llamar a todos los niños “José” y a todas las niñas “María”, así que entre el José y el María, el nombre del santo patrono, el nombre de algún padrino y el nombre que le quisieran poner, los nombres católicos romanos característicos eran largos, y a veces extraños.

Los criptojudíos no tuvieron esa práctica, y optaban por usar nombres hebreos (bíblicos, por supuesto) preferentemente. Además, conservaron la costumbre hebrea de repetir los mismos nombres en la familia, de tal modo que siempre hubiera algún Gabriel, Rafael, Joaquín, Daniel o Ezequiel, por mencionar algunos de los nombres más socorridos.

Resulta difícil, pero en la medida en la que estas características aparezcan juntas, es como más podemos estar seguros de que se tenga algún vínculo familiar con judíos.

Hay que ponerle especial atención al cuadro familiar hacia principios del siglo XX. Si la familia practica alguna de las costumbres que mencioné (o la practicaba), si los nombres son hebreos y se tienden a repetir en varias generaciones, y aparecen varios apellidos identificables como propios de familias de judíos conversos, y se conserva el aspecto mediterráneo – español, es entonces casi seguro que ese vínculo es real.

En la medida en que dichas características no aparezcan, es muy probable que el vínculo sea demasiado lejano, o francamente inexistente.

Aquí lo difícil es encontrar familias que conserven este panorama completo. Y digo difícil, porque son pocas. Y las pocas que hay — insisto, aunque parezca mentira, TODAVÍA LAS HAY –, precisamente por su herencia CRIPTO judía, no suelen hablar del asunto con nadie, a menos que le hayan identificado como otro criptojudío.

Sin embargo, cuando algunos elementos de este panorama empiezan a aparecer, suelen ser varios, no nada más uno. Especialmente en ciertos lugares, o en ciertos sectores sociales más o menos cerrados.

En la continuación de esta nota hablaré un poco sobre el curioso caso de Cotija, Michoacán, y otros similares.

Y también, precisamente por lo antagónico que resultan, los casos de Venta Prieta, Hidalgo, y la sinagoga de Vallejo, Ciudad de México.

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