EL PAÍS – Aribert Heim, el Carnicero de Mauthausen, escribió esta carta el 15 de octubre de 1982 desde su escondite en El Cairo (Egipto) donde se ocultó 20 años antes. La justicia alemana le acusaba de asesinar a 300 presos con inyecciones de benceno en el corazón durante su paso por el siniestro Revier, la enfermería del campo de concentración donde trabajó como médico de las SS. El nazi quería demostrar que estuvo en Mauthausen en 1941 y no en 1942 como afirmaban algunos testigos.

Aribert-Heim-sobrevivientesEl Doctor Muerte , hijo de un policía y un ama de casa austriacos, fue detenido al terminar la guerra y sometido a un proceso de desnazificación en una mina de sal de los Aliados. En 1947 quedó libre y un año después conoció a Frield, médico perteneciente a una rica familia alemana, y se casó con ella. En 1955 los Heim se instalaron en el palacete de los padres de ella en Baden Baden (Alemania) y ejercieron de ginecólogos. Vivían en paz hasta que años más tarde aparecieron los primeros testigos que le señalaban como uno de los criminales de Mauthausen. La visita de un policía a su villa interesándose por su pasado provocó su fuga en 1962. En aquella época empezaron en Alemania los juicios de Auschwitz.

El clan de los Thyssen y la familia de Frield tenían casa en Lugano (Suiza) y, como otros apellidos influyentes, acogieron durante la guerra en sus domicilios a oficiales de las SS. “Entonces era un honor tener alojado a un soldado alemán en tu casa”, afirma Rüdiger, el hijo del oficial de las SS, mientras prepara una taza de café en la mansión familiar de Baden Baden, ciudad de 55.000 habitantes donde reside con su madre, una anciana de 88 años.

El barón Hans Heinrich, el marido de Tita Cervera, ya fallecido , y sus primos eran probablemente los jóvenes Thyssen a los que se refiere el nazi en su carta. Tenía entonces 21 años. Su tío Fritz financió la llegada de Hitler al poder, aunque años después se enfrentó a él y acabó confinado junto a su esposa en Dachau, Buchewald y en un campo en el Tirol. Goering, antes su amigo, se quedó con su colección de obras de arte, y Fritz terminó condenado en un juicio de desnazificación en Núremberg donde le obligaron a dar el 15% de su fortuna a las víctimas del nazismo.

El Doctor Muerte escribió a su familia 21 cartas manuscritas a las que ha tenido acceso EL PAÍS y que han sido entregadas por su hijo Rüdiger al juez Neerforth de Baden Baden que investiga el paradero del criminal y su supuesto fallecimiento en 1992 en Egipto. Un misterio abierto, ya que su cadáver no ha aparecido. “Son otra prueba de que mi padre vivió allí”, dice su hijo, que le visitó en secreto y negó hasta hace muy poco conocer su paradero.

Aribert-Heim-con-su-hijoGerda, la persona que debía localizar a los Thyssen para que intercedieran por él, era en realidad su hermana Hertak, el familiar que más ayudó al fugitivo, una mujer atractiva y elegante, de vida social trepidante, que se movió en los círculos de la aristocracia alemana y frecuentó la mansión de los Thyssen en Múnich. “Sería suficiente una confirmación, me refiero a la de Von Thyssen porque sería la más fácil ya que tú también viviste allí, y ellos pueden confirmar que estuvimos en el verano de 1942 durante dos o tres meses… Si logras la confirmación de los Thyssen, podría incorporarla en el análisis de mis testimonios y enviarla”.

Desde 1978 hasta 1985, Aribert Heim dirigió a Hertak la mayoría de sus misivas repletas de claves secretas, frases crípticas, guiños y mensajes en los que pedía dinero, criticaba a veces a su ex mujer e hijos y reclamaba que localizara a testigos o a judíos “no sionistas” para defenderse de “los horribles horrores” que relataron sobre él varios presos de Mauthausen. No hay en ninguna de ellas ni un ápice de autocrítica o arrepentimiento.
El Doctor Muerte preparaba sus cartas con la ayuda de un cuaderno comprado en Egipto de color burdeos donde apuntó los nombres en clave de 12 personas para evitar que la policía las identificara si los documentos caían en sus manos. Lyda era en realidad Hilda, su otra hermana; Dora, su ex esposa Frield; Gretl, su hijo pequeño Rüdiger; Rainer, su abogado Steineker; Lattle era Wiesenthal, el cazanazis judío preso en Mauthausen que dirigió su acusación y siguió su rastro hasta su muerte; Carola, una amiga.

Las misivas de Heim están escritas con pluma y tinta azul, en una letra pequeña e inclinada hacia la derecha. El médico acusado de extraer los órganos de sus víctimas y colocar sus cráneos como pisapapeles trufaba sus cartas con mensajes filosóficos sobre la vida, la salud y la felicidad: “La lucha de la vida hay que tomarla como un deporte pase lo que pase”, “se vive solo una vez y no hay que olvidar el humor…”. “Quedarse tranquilo ayuda a la salud, lo más importante en la vida”, recomendaba a Hertak cuando se iba a separar de su marido, un mujeriego.

Las 21 cartas llegaron a su destino desde El Cairo gracias al sistema de seguridad que ideó el criminal nazi. Iban siempre a la dirección de un pequeño pueblo de Baviera donde vivía un matrimonio de amigos que se trasladaba hasta Fráncfort y las entregaba en mano a Hertak. Esta última respondía desde los países que visitaba para hacer turismo, esquiar o visitar amigos.
En la misma carta en la que el SS pidió a su hermana que localizara a los Thyssen, el fugitivo le rogó que contactara con los Bauersachs, otra saga alemana. “Tendrías que visitar a otra familia que conoces en Núremberg. Por supuesto, la vieja pareja habrá muerto, pero su única hija seguirá en la misma villa, en una colina de la periferia llamada Römer Berg (la montaña romana). A lo mejor se ha casado. Puedes encontrar la dirección en una vieja guía de teléfono… La hija se acordará de mí porque sobrevivimos a un bombardeo aéreo sobre Núremberg. Ella tenía mi edad”.

El 26 de julio de 1979 Heim escribió una larga carta a Lothar Späth, ministro-presidente del land (Estado), en la que criticaba que las autoridades filtraran al semanario Der Spiegel los autos de un tribunal de Berlín. El nazi aseguraba que su estancia en Mauthausen duró siete semanas, entre octubre y noviembre de 1941, y que el proceso para embargarle un edificio de 34 apartamentos que tenía en Berlín se basaba en el testimonio de Otto Kleingünther, quien señaló que el doctor Krebsback dio en la enfermería del campo una orden, en abril o mayo de 1942, para que se pusieran a los presos inyecciones de bencina y se extrajeran órganos internos con o sin anestesia. “No puedo ser responsable de unos hechos que se produjeron en 1942… Los terribles horrores que yo habría hecho a los presos extirpando sus órganos solo pueden salir de la fantasía de un sionista fanático… La autojusticia de Wiesenthal está pagada por el lobby sionista de EE UU”, decía.

La primera acusación contra Heim la formalizó este tribunal de Berlín, facultado para expropiar a viejos nazis y creado por los Aliados al terminar la Segunda Guerra Mundial. Le multaron con 510.000 marcos alemanes, el valor del edificio que fue embargado, y le acusaron de haber asesinado a 300 presos durante su paso por Mauthausen. A los administradores en ausencia de esta casa el fugitivo les definía en sus cartas como “una banda muy mala tipo Far West”.
La causa penal contra Heim la dirigió el comisario Aedtner, el sabueso que dedicó su vida a perseguirle. Buscó testigos en todo el mundo; entre ellos intentó localizar sin éxito a nueve ex presos españoles de los 26 que fueron operados por Heim en 1941, según consta en el libro de operaciones de la Cruz Roja. Ocho murieron en Mauthausen y Gusen, campo próximo, y cinco de ellos, en fechas próximas a la intervención. Creía que su testimonio era vital para la acusación.

El policía Aedtner localizó a los ex presos Lotter, Hohler, Kauffman, Sommer y Rieger, que describieron los crímenes de Heim sobre los que todavía se sustenta la acusación del nazi más buscado. Los cinco casos que recoge la acusación son estremecedores. El escrito del fiscal es demoledor: “Seleccionó para su liquidación física a presos incapaces de trabajar o enfermos graves. También a presos sanos, jóvenes y judíos para el tratamiento especial. Bajo la cooperación de funcionarios presos (kapos) y otros ayudantes del Revier (enfermería), los anestesió con éter para simular un examen médico. En este estado de indefensión, les aplicó con sus propias manos inyecciones de cloruro de magnesio en el ventrículo del corazón y provocó su muerte inmediata. El número exacto de asesinados no es conocido porque se evitó registrar a las víctimas”. Según el fiscal, Heim actuaba por “libre decisión” y sus operaciones “sorprendieron al personal sanitario ya acostumbrado a la inhumanidad”.
En sus cartas, Heim se describe a sí mismo como una persona diferente del terrible monstruo que retratan sus víctimas, incluso como un benefactor de los judíos y los enfermos a los que atendió después de la guerra. “En nuestro club de hockey Englamann había jugadores judíos, y también el contable fue judío. Yo mismo invité a un estudiante de medicina hebreo, el doctor Robert Braun, en el verano a mi casa… Cuando tenía 10 años tocaba el violín en un concierto de la escuela musical de mi pueblo junto a una alumna judía que tocaba el piano… En la guerra ayudé a conocidos judíos en el límite de lo que me fue posible como demuestra la carta de la doctora Pauline Kachelbacher presentada en el proceso de desnazificación en 1947”.

En su carta al ministro Späth, el médico de las SS llama ex criminales a los presos que le denunciaron y da una peculiar explicación sobre su fuga: “En 1962 no solo me fui al extranjero por una lesión de columna, sino porque necesitaba probar mi inocencia en caso de un proceso, por los testigos presentados contra mí (ex criminales); también por mis hijos de 6 y 12 años. Su escuela estaba junto a la prisión y el tribunal, lo que habría impedido que siguieran allí si yo me hubiera quedado”.

Y concluye su misiva presentándose como un benefactor. “He perdido ocho años por la guerra y la prisión al servicio del Estado, después trabajé por una miseria en clínicas y hospitales en turnos nocturnos de ginecología, así que puedo con todo derecho sostener que he practicado cristiandad toda mi vida por el bien del prójimo”.

Aribert Heim escribió desde su refugio a su amigo judío y compañero de estudios el doctor Robert Braun para que intercediera por él. Lo hizo el 26 de octubre de 1979, y le explicó por qué entró en las SS. “Al principio de 1940 tomé la decisión, tras terminar mis estudios, de ir a las SS porque podía elegir yo mismo la fecha de entrada, y el 17 de abril de 1940 empecé mi servicio”. El oficial nazi describió su paso por la clínica de Oranienburg, por el campo de Buchenwal y “al final siete semanas en Mauthausen, como médico de las tropas, pero tuve que trabajar en la enfermería con los presos lo que ahora ha llegado a ser el punto central de mi vida… Después llegaron los testimonios preferentemente por parte de comunistas”.

El Doctor Muerte relató a su colega los horrores que le atribuían los testigos -extirpaciones de hígados, inyecciones letales en el corazón- y apostilló: “Comprenderás que algo así sin sentido y tan bestial jamás lo habría hecho un médico”. En su misiva omitió que otros doctores de las SS perpetraron crímenes similares en Maut- hausen.

Heim pidió a Braun que escribiera una carta sobre su etapa universitaria y deportiva (jugó en el equipo nacional de hockey) e incidió en que en 1938 y 1939 nunca le había visto con el uniforme negro de las SS. “A lo mejor tienes relación influyente en círculos judíos, no sionistas, que critican a Wiesenthal y me aconsejan algo que pueda serme útil. Quiero afrontarlo de modo deportivo y no rendirme. No quiero que estas acusaciones destruyan el final de mi vida. Gracias por tu ayuda. Pronto tendrás noticias de mi hermana”. Braun envió una carta notarial, aunque años después matizó su apoyo a Heim.
Además de los Thyssen, el oficial de las SS pidió a su hermana Hertak que localizara al doctor Rieger, asistente sanitario en la enfermería de Mauthausen y uno de los cinco testigos que le señalaron. Lo hizo en una carta, con fecha de 26 de noviembre de 1979. “No le hagáis una oferta de dinero para no inducirle a un testimonio falso. Es el más decisivo en mi causa, decía cosas positivas, pero también negativas, especialmente las inyecciones, algo para mí totalmente nuevo y que a lo mejor pudo ser practicado después de mi estancia porque en la época de la eutanasia funcionó de manera distinta. Yo llegué a Mauthausen bien instruido desde Oranienburg, donde todo funcionaba normalmente. ¿Cómo podía yo haber hecho eso?”, se preguntaba.

Las cartas del criminal nazi Heim reflejan, en ocasiones, ácidas críticas a su ex mujer e hijos por su falta de autoestima y tacañería. En especial, una de fecha 14 de agosto de 1982 que dice así: “Pido que me digas si mis cartas de otoño de 1980 han llegado o no porque te has permitido el lujo de no escribirme desde enero de 1980. Pedí también que mi familia me mandara anualmente 6.000 francos, 500 francos mensuales, y si cada miembro pusiera 125 francos cada mes, que no sería demasiado sacrificio, las transferencias anuales serían fáciles y no tendría esta preocupación… He ahorrado dinero toda mi vida para que mis hijos tengan una casa aquí (había comprado un terreno en Alejandría para construir cuatro apartamentos). No creo que sea pedir demasiado si por parte de mi familia recibo algo de lo que ahorré en Alemania”.

O la misiva del 24 de diciembre de 1982: “No entiendo a la madre de los niños. Debería tener más madurez para activar la autoestima de nuestros hijos y para promover la independencia de alma y espíritu en su entorno. Sería difícil en una situación de pobreza, pero no es el caso. Al revés, la riqueza les ha seducido a vivir de manera privilegiada, ociosa, sin hacer nada. Tú decías que si hubieras sido su madre no les darías ni un céntimo… Me interesa el libro de Arthur Koestler The Thirteenth Tribe porque regalé el que tenía. Mi viejo amigo el húngaro Naghy agradecería veros. Le puedes llamar al número 8593… Feliz Año Nuevo”. El libro que reclamó Heim cuestiona el origen de los judíos y asegura que descienden de los kazares, un pueblo del Cáucaso, una tesis que exponía el nazi en sus cartas.

En esa carta, el oficial de las SS preparaba la visita que su hermana Hertak le haría poco después en su refugio. El amigo Naghy no era húngaro, sino un egipcio con el que el nazi se había asociado para comprar un terreno en la playa de Alejandría. Su hijo Rüdiger lo había conocido durante las visitas secretas que había hecho a su padre en El Cairo en 1975 y en 1980. En la última, Heim había cambiado su identidad por la de Tarek Farid Husein, se había convertido al islam y trasladado a vivir al hotel Kasr el Madina de El Cairo, propiedad de la familia Doma. “Naghy te esperará. Cuando saludes, lleva un periódico en la mano derecha y así serás más visible. Sé discreta con él y no des detalles. El mejor tiempo es abril, no hay que luchar contra la nieve, el viento y el hielo” (se refería a que en otras fechas en Egipto hacía demasiado calor).

La vida de Heim en Egipto es un enigma. En sus misivas no aporta datos de sus actividades. “Lástima que no tengas una distracción que te mantenga ocupada. Yo aquí tengo tantas cosas que me interesan que si el día tuviese 28 horas no sería suficiente para hacer lo que tengo que hacer”, explicaba a su hermana Hilda. “Mi padre hacía fotografías a deportistas, leía artículos de medicina, escuchaba la BBC, estudiaba árabe y reparaba las bicicletas de los Doma”, asegura su hijo Rüdiger.

Las comunicaciones por carta de Heim terminaron en 1985. Desde entonces hasta 1992, fecha de su supuesta muerte, el fugitivo contactó con su hermana y su hijo a través del teléfono de Naghy, su socio egipcio. Cuando murió su hermana Hilda, los policías acudieron al cementerio. Creían que el fugitivo acudiría a despedirla. “Si quiere limpiar su conciencia, llámenos”, espetó un agente a la hija de la fallecida en una llamada telefónica.

En una reciente declaración judicial, Rüdiger, el hijo menor de Heim, aseguró al juez Neerforth que su padre murió junto a él en el verano de 1992, a los 78 años, en la habitación de su hotel, en el número 414 de la calle Port Said, víctima de un cáncer de colon. Declaró que, a petición de su padre, entregó el cadáver a un hospital para donarlo a la ciencia, pero que años más tarde, al regresar a El Cairo, comprobó que ese deseo no había sido cumplido. Según su versión, no sabe en qué cementerio de anónimos fue enterrado. Rüdiger se negó a facilitar al juzgado una muestra de su propio ADN.

La justicia alemana aguarda que las autoridades egipcias respondan a una comisión rogatoria (ayuda judicial) y examina una maleta con documentos que Heim guardaba en el hotel donde vivió en El Cairo. Los Doma, dueños del establecimiento, han corroborado la versión de Rüdiger, pero el cuerpo no aparece y el misterio continúa.

“No quieren aceptar que ha muerto”, se queja Rüdiger en el jardín de su casa de Baden Baden. La familia Heim, a través de un abogado, ha pedido que se cierre el caso, pero los jueces y la policía no están dispuestos a archivar la causa del nazi más buscado. Hoy tendría 95 años.