MÓNICA UNIKEL FASJA

La colonia Roma tiene muchas historias que contar. El que pasea por sus calles se fascina con su arquitectura, que es el lenguaje explícito de una época, de una forma de vida de principios del siglo XX en el que los aristócratas se mandaron hacer palacios con la ilusión de estar más cerquita de Europa.

Pero hay otras historias en el pasado de la Roma que no pertenecen a los primeros años de 1900 ni a los aristócratas porfirianos. Se trata de un grupo de gente que no podía pronunciar bien la “p” y por eso muchos les decían “baisanos”. Eran los jalebis que después de vivir unos años en centro de la ciudad, en vecindades humildes, vendiendo toda clase de objetos de casa en casa, en los mercados o en puestos ambulantes, pudieron ahorrar y lograr una mejora en su situación económica que les permitió mudarse a un barrio más bonito. ¿Por qué la Roma? No tengo idea, pero seguramente el primer emprendedor encontró allí un lugar apropiado y accesible, y se fue “jalando” a todos los demás, poco a poco, hasta crear un asentamiento común. Ese barrio cambió su población después de la Revolución mexicana, y se fue poblando de gente de una clase media sin aires de grandeza. Y en algún momento ya entrados los años treinta, todos los alepinos ya vivían allí, congregados, recreando una forma de vida judeo-alepina sin obstáculos.

Lejos de su hogar milenario, Jalab, y sin embargo curiosamente con elementos parecidos: las vecindades, el clima, el oficio de comerciante: nada de esto les era tan ajeno como a sus hermanos ashkenazim, quienes nunca entendieron por qué los mexicanos decían que en México había invierno, como si supieran lo que eso significa en los países de Europa Oriental.

Lo que en la Roma aconteció a los jalebis fue como un acto de magia: los judíos le imprimieron un sabor del Medio Oriente viviendo en sus calles como si siguieran viviendo en Alepo. México les dio la oportunidad.

La vida en la Roma reproducía costumbres que se trajeron de Alepo, donde la vida familiar ocupaba un lugar preponderante, y no cabía el individualismo. Cuando eran las fiestas se visitaban unos a otros, empezando por los mayores y siguiendo a la casa de los menores,  donde siempre eran recibidos con dulces típicos y café turco. Por supuesto que llegaban caminando, era muy raro que alguien tuviera coche, y todo estaba cerca. Además de la vida familiar, la religión siempre ha ocupado un lugar esencial en la vida de los jalebis. Pronto empezaron a organizar los rezos en casas, cuya estancia rápidamente se convertía en knis. Y los negocios de comida y abarrotes alepinos surgieron como centros de abastecimiento de bienes que ayudaban a la transmisión de una cultura donde la comida ocupa un lugar preferente. A mediados de los veinte se abrió en la calle de Mérida el primer horno de pan judío, donde también se hacían rosquitas con ajonjolí, que se vendían en hilos con 25 y 50. Las señoras preparaban su masa o su carne para el lajmagin en la casa, y pagaban por la horneada. Ya después se abrieron tiendas donde se vendía pan y otras cosas, y también había un señor que repartía el pan a domicilio en un carrito.

En la misma calle de Mérida había -además de la primera tienda de la familia Amiga donde se vendían aceitunas, halawa y otras exquisiteces del Medio Oriente-, había una abarrotería familiar en la que se vendía azúcar, cacahuates, jitomates, arroz, de todo “en pobrecito”: dividían, por ejemplo, una botella de aceite en cuatro vasos. Funcionó desde 1930, y su dueño, de apellido Shabot era muy religioso. Dice una pariente que a veces perdía clientes por estar metido en un libro. Muchos señores llegaban y se sentaban sobre una caja del mercado a platicar, a veces ni compraban nada. Y es que estos lugares no eran solamente establecimientos donde poder comprar y vender: eran espacios de chisme, de intercambio de recetas, de encuentros sociales. Así era antes, cuando la ausencia de supermercados hacía que las relaciones humanas vibraran más en cada transacción.

En esa época no había refrigeradores en las casas, así que todo se compraba fresco y del día. La carne, que se comía sobre todo en shabat, se colgaba del patio más fresco. De allí viene la expresión: con un ojo al gato y otro al garabato (el garabato era el alambre del que se colgaba, y había que cuidarse de los gatos…).El señor Achar era uno de los que vendía carne kosher en frente del kitab de Córdoba, así que los jalebis podían estar tranquilos de seguir las leyes que imponía la religión. La comida, así como el agua para el baño, se calentaba en hornos de carbón.

El jardín del Ajusco era frecuentado por los jalebis constantemente: en la mañana las mamás llevaban a sus bebés en las carreolas, por las tardes se veía gente de diferentes edades paseando a pie o en bicicletas rentadas, y los sábados después del rezo muchas familias se encontraban allí sin ponerse de acuerdo. Dicen que una vez los vecinos se quejaron de los judíos que dejaban el piso del parque tapizado de cáscaras de pepitas.

Las calles eran sitio de juego y reunión. Eran espacios que pertenecían a la gente.

La juventud se organizó en locales de la Roma: grupos que agrupaban a jóvenes para su un unidad y para hacer parejas afines que se convertirían más adelante en familias. En Chihuahua 110 primero, y en Mérida 105 después, tuvo su sede la juventud alepina, llamada Club Maguén David. Allí había actividades todas la noches: música con el trío Maguén David, que cantaba canciones mexicanas en árabe (ulí, imagínense aquello…) Se daban conferencias, actividades culturales donde se concientizaba a los jóvenes con respecto a temas de actualidad que preocupaban en ese momento, como eran el Holocausto y el sionismo, organizaban excursiones a Xochimilco, campamentos y otras convivencias que fueron realmente importantes en un grupo que se estaba integrando a un país nuevo.

Iban a dos cines principalmente: el Royal y el Balmori, que a veces proyectaba películas árabes. Con 1 peso entraban tres personas con dulces y todo.

Otra diversión era comprar helados en el carrito de La Heróica, que con sus deliciosos sabores fue incluso frecuentado por ex presidentes de la república. Pero cuando había masari, la mejor opción era La Bella Italia, el “Duraznos” de la época, que sigue allí, en Orizaba, igual pero con una rokola que funciona con CD’s en lugar de discos de vinil.

En el pasaje El Parián compraban la fruta, las estampitas en la papelería y pescado, aunque muchos seguían abasteciéndose en La Merced, que era más barato.

Había un lugar de vicio que se conocía como “El café de Guanajuato”, en el que se oían las fichas de dominó y del “shesh besh” desde la calle y donde más de un esposo fue reprendido por no salirse a la hora de la cena, y en una ocasión varios apostadores fueron llevados a la cárcel, por “actividades ilícitas”.

No podemos dejar de mencionar la creación del knis de Córdoba, una réplica en pequeño de la Gran Sinagoga de Alepo, en la que los jalebis pudieron reproducir un espacio muy querido y respetado por la comunidad. Allí se continuó la trascendente labor de enseñanza de los textos sagrados por parte de los primeros jajamim, siendo de especial importancia Murdoj Attíe, quien se encargó de lograr la creación de esta sitio, mientras daba clases de Talmud Torá.

Allí se realizaron cantidad de bodas, y tuvo la tebilá que usarían generaciones de señoras apenadas ante las miradas de los hombres que las veían maliciosos salir de allí con el pelo mojado, sabiendo cuáles eran sus obligaciones para con su esposo aquella  noche.

Las celebraciones para las novias antes de su boda se llevaban a cabo allí con toda la tradición alepina: el diefe hecho en casa (cuál Shouli’s ni qué nada), los cantos y “saglutas”, las palmas y el henna, la rosca de estrella y el azúcar.

La vida de la comunidad giraba alrededor de esta sinagoga, que además contaba con un midrash para el estudio y el rezo cotidiano (que hoy es el espacio que sigue vivo en este edificio, porque cada tarde llegan señores a rezar y estudiar en él, a pesar de no vivir en la Roma, pero por el afecto que le tienen y el temor a verlo morir). Este es un espacio pequeño, acogedor, que guarda algunos objetos ceremoniales valiosos y una sensación de estar en un país del Medio Oriente. Las tazas de café turco y las rosquitas que se guardan en la pequeña cocineta nos indican que allí hay vida y tradición.

En la Roma los niños iban a escuelas de gobierno o de monjas católicas, en donde reafirmaban su identidad judía. La Emilio Carranza, la Benito Juárez, la Euterpe, fueron escuelas muy frecuentadas por los niños que no contaban aún con un marco comunitario. Pero el estudio religioso  nunca fue un asunto descuidado u olvidado: pronto se organizaron las clases de Talmud Torá en casa de los jajamim, o ya de manera más organizada en el kitab de Córdoba 167, donde la señora Juanita, y más adelante sus hijas, harían de “camión ambulante” al ir a recoger a cada niños a su casa, gritándoles desde la calle: Zuriiiii, Saaaariiii, a la escuelaaaa!

En la colonia Roma ya no viven judíos. Se fueron hacia Polanco en los Cincuenta siguiendo el mismo patrón que cuando llegaron a la Roma: unos pocos atrevidos iniciaron la marcha, invitando a los suyos a seguirles. Y así poco a poco las calles donde la vida alepina de la colonia Roma vivió con tanta intensidad se fueron quedando abandonadas. La colonia Roma es hoy, básicamente, un lugar en la memoria de mucha gente que voltea a ella cuando quiere rescatar una parte significativa de su pasado, una época que está llena de nostalgia, pues todos coinciden, que en la Roma la vida fue especial.

REVISTA MAGUÉN DAVID