ROSSANA FUENTES BERAIN

El día que mi tía Raquel falleció mi mamá, una escritora de telenovelas goy de 86 años, insistió en desgarrarse la ropa. El dolor era real, muy real, había sido su amiga más cercana en la vida pero, además, el melodrama siempre fue lo suyo.

En 1943 Ofelia Villenave Garza, cuyo nombre de pluma para escribir sería más tarde Fernanda Villeli abofeteo públicamente a una compañera del trabajo, otra secretaria parlamentaria del Banco de México, cuando esta celebró los rumores iniciales acerca del Holocausto: “Que los maten a todos”, cuenta que habría  dicho la muchacha antes de que la pequeña Ofelia, desde su menos de un metro cincuenta, le cruzara la cara.

Del baño del cine Balmori  salió mi mama descompuesta preguntándose cómo podía hacer algo para no ser cómplice del silencio que rodeaba el presunto asesinato de seres humanos por cuestiones religiosas.

Ofelia nunca había conocido a un judío pero decidió ir a una sinagoga de la Colonia Roma, donde vivía, a preguntar si era cierto lo que se decía acerca de campos de concentración y hornos crematorios en Europa, el origen de aquella conversación que acabo en pelea. Lo hizo porque los noticieros de cine, y los periódicos, las únicas vías de información del momento en México, no daban cuenta cabal de lo que sucedía en el teatro de guerra europeo.

Confirmada la información por una fuente directa, mi mamá preguntó ¿qué podía hacer? ¿cómo podía ayudar? La respuesta fue simple pero definitoria para esa muchacha veinteañera y su futura familia: estar cerca de la Comunidad.

Durante varios meses Ofelia después del trabajo pasaba una noche a la semana o el domingo por la mañana, después de misa y antes de comer, a ayudar a las mujeres de un grupo que se convertiría más adelante en la Women Zionist Organization (WIZO) a localizar escuelas para los niños, a familiarizarse con el mercado de la Merced para que pudieran hacer su compra de la semana o simplemente a platicar.

Mi mamá empezó a hacer amigas en la comunidad mientras la guerra seguía. En abril de 1944 su jefe en el Banco de México, Rodrigo Gómez, le dijo que había la oportunidad de sumarse a la Delegación de México en la Conferencia de Bretton Woods encabezada por Eduardo Suárez, entonces Secretario de Hacienda y de la que formaban parte Antonio Espinosa de los Monteros, Daniel Cosio Villegas, Julián Sáenz, Salvador Duhart y los jóvenes economistas Víctor L. Urquidi y Raúl Martínez Ostos.

Ofelia sería la secretaria parlamentaria que llevaría las minutas de la delegación con su proverbial rapidez y precisión.

No lo pensó dos veces, dijo que sí, era la oportunidad, además, de afianzar el inglés idioma del que había tomado clases en la escuela comercial.

Cuando comunicó en su casa la oferta, su mamá lloró y su papá, un reconocido escritor de teatro de sátira política, que siempre la había apoyado en sus afanes de trabajo y de superación personal, la felicitó y le regaló un ejemplar de un libro de poesía de Ramón López Velarde, “para que nunca te olvides de tu suave patria”, le dijo.

El 22 de julio de 1944, en el Hotel Mount Washington, afuera del poblado de Bretton Woods, en New Hampshire, Estados Unidos, las delegaciones de 44 países aprobaron las actas constitutivas del Fondo Monetario Internacional y el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (hoy Banco Mundial).

Ofelia estuvo ahí entre las 19 delegaciones de países latinoamericanos invitadas y se quedo, dos años más, a trabajar y a vivir en Washington. En las noches se inscribió a un curso de escritura de teatro y de guiones de radio.

La guerra termino y  en 1946 en Basilea Suiza, una mujer checa, Irma Pollack, una de las lideres de la WIZO quien sobrevivió al holocausto, dio un memorable discurso en el cual informó que de las 110 mil afiliadas que tenía la organización en 1939 sólo 55 mil habían sobrevivido a la solución final hitleriana, el intento de exterminio de judíos.

Narró cómo, cuando las puertas de Estados Unidos y Palestina se habían cerrado durante los años más duros de la guerra, más de quince federaciones de la WIZO habían surgido en América Latina.

El 14 de Mayo de 1948, el día del cumpleaños número 27 de mi mamá, Rachel Cohen Kagan firmó como representante de la WIZO la Declaración de Independencia del Estado de Israel. Mi mamá no recuerda haber leído la noticia en el periódico. Estaba muy ocupada con los preparativos de su boda que habría de suceder cinco semanas  después.

Había vuelto a México de vacaciones y a visitar a sus papás en la navidad de 1947, y en una exposición de pintura vio al hombre más guapo que había conocido nunca. Alto, ojos claros, pelo rizado con marcadas entradas, una camisa de franela roja a cuadros. Fumaba pipa. Mi papá.

Abogado de profesión Francisco Fuentes Berain era para la época un solterón empedernido. Había tratado sin éxito de enrolarse en las brigadas internacionalistas que apoyaban a la República Española, se había ido de aventura a Hollywood y de regreso a México vivía en un departamento de soltero en la calle de López en el centro del Distrito Federal donde tenía su despacho profesional.

Se cruzaron apuestas de que ese matrimonio estaba destinado al fracaso, que ni él ni ella, aves de libertad, aguantarían el compromiso. Duraron 57 años.

Cuando llegó el primer hijo, el departamento del Centro les quedo chico y los tres se trasladaron a una de las nuevas colonias residenciales en los límites del Distrito Federal.

El nombre de la calle, Fernández de Lizardi, le gustaba a mi papá porque era el de un liberal el Siglo XIX  que había sido, como él se consideraba a si mismo, un contreras, alguien que no seguía la corriente.

Después del primogénito llegó una segunda hija y, con las responsabilidades del matrimonio y la maternidad, mi mamá no volvió a frecuentar a sus amigas de la WIZO.

Lo que sí hizo fue empezar a escribir para radio y luego para televisión. La primera Telenovela en América Latina “Senda Prohibida”  es de su autoría, así como otras sesenta.

Ya era una escritora con bastante éxito cuando a la casa de junto a la suya se mudo la familia de Raquel Lemberger. Lo que inició como un intercambios de cortesía entre vecinos habría de transformarse en una de las relaciones fundamentales de la vida de mi mamá.

Volvió a convertirse en guía de la ciudad y en traductora de la cultura de los mexicanos del Distrito Federal. Raquel y Ofelia iban juntas a hacer la compra, llevaban a la primera tanda de hijos a las mismas escuelas y a la segunda, a Marcela y Susi, a Laura y a mí, a actividades extraescolares.

Así fue como mi mamá retomó el contacto con la Comunidad.

La recibieron con los brazos abiertos. En un claro símbolo de deferencia, le extendieron una de las primeras cinco mil credenciales de ingreso al Centro Deportivo Israelita (CDI).

Mi papá nadaba en la alberca olímpica todos los días entre semana, antes de irse a su despacho. Mi mamá y mi tía Raquel se turnaban para llevarnos los sábados a las actividades del Macabi, al cine y a las tardeadas.

Al final de la década de los sesenta, en las pantallas del cinito del Deportivo veíamos películas de Viruta y Capulina, de Cesar Costa y de Angélica María pero también, en los cortos, veíamos cómo se estaba construyendo el Estado de Israel.

Lo que más me impresionaba, eran los kibutzim. La transformación del desierto en zonas de producción agrícola, las imágenes blanco y negro de jóvenes israelitas, hombres y mujeres,  comprometidos con la construcción de la patria de leche y miel.

Cuándo la hija mayor de mi tía Raquel, mi prima Maty, anunció que ella y su esposo se irían a trabajar un año a un kibutz en Israel me pareció de lo más moderno del mundo. Desde mi imaginación infantil pensé que, un sábado, estaría en la pantalla, con pantalones y zapatos llenos de polvo del rudo trabajo, manejando un tractor, organizando una comida colectiva o cuando menos cantando entusiastamente sobre las bondades de ayudar a forjar el crisol de las diásporas.

No entendí porque  mi mamá se preocupó tanto de su partida. Se platicó del asunto en la mesa y recuerdo que mi mamá lloró y le dijo a mi papá que no había que decir mucho, que no había que poner nerviosa a Raquel.

No recuerdo exactamente que año fue, pero bueno como Israel vive de guerra en guerra, supongo que lo que preocupaba a mi mamá en lo personal se basaba en lo conceptual, en el incumplimiento recurrente de la resolución 242  del Consejo de Seguridad de la ONU respecto a Israel, aquella que llamaba al “reconocimiento de la soberanía, la integridad territorial e independencia política de cada  uno de los estados del área, y a su derecho a vivir en paz dentro de fronteras seguras y reconocidas, libre de amenazas o actos de fuerza”.

La decisión individual de la hija de su amiga se estrellaba con lo dicho en la conferencia de Jartum de agosto de 1967, suscrita por todos los países vecinos que llamó a “la no paz con Israel, no negociaciones con Israel y no reconocimiento de Israel”.

Varias veces a lo largo de los años, Ofelia expreso que temía que volviera la noche negra, la noche de los cuchillos largos, aquella en la que “matar judíos” era socialmente tolerado en el mundo y claro en su entorno.

El antisemitismo en México ni empezó ni terminó durante la Segunda Guerra Mundial. A la familia de mi padre, en el norte de México, le parecía rarísimo colindando con lo “malísimo” que estuviéramos inscritos en un club “de judíos”, que fuéramos a una escuela, la de la ciudad de México, no sólo no confesional, sino en la que además de darnos una educación laica, ahí también conviviéramos con muchos niños de la Comunidad.

“Qué manía tiene Ofelia con eso, Francisco, qué peligroso ¡ deberías a cuidar más a tus hijos!” cuenta mi papá que le habría dicho algún día su madre. Él, tan claro y tan lacónico como solía ser, dice que le recordó que lo más probable era que “todos fuéramos judíos” ¿o acaso tu no te llamas Rebeca?, le dijo. Fin de la conversación.

En efecto, mis dos hermanas mayores y yo, fuimos a un colegio en la calle de Campos Eliseos, colonia Polanco, a donde también asistían muchos de nuestros amigos del CDI.

Así fue la vida hasta llegar a la adolescencia, las cosas empezaron a cambiar.

Mi tía Raquel y su familia se cambiaron de casa, se fueron a Tecamachalco. Mi papá alteró su rutina de ejercicio y dejó de ir al deportivo todos los días; mi mamá empezó a trabajar mucho, mucho, más.

A los 18 años, entré a la Universidad, dejé la casa familiar y me tardé en regresar. De aquí para allá, de ciudad en ciudad, de trabajo en trabajo, siempre tuve maestros y amigos de la Comunidad. Con uno de ellos, un periodista neoyorquino veterano, del que me separaban varias décadas pero quien me adoptó como aprendiz del oficio, Henry Raymont, fui a Israel en 1995.

Henry había cubierto durante muchos años, primero para una agencia de noticias, UPI, y luego para un periódico, The New York Times, la America Latina y tenía especial cariño por México. Hablaba un español impecable;cuando tenía diez años, su familia había huido de Alemania a Argentina durante la guerra, y ahí había crecido, antes de lograr emigrar a Estados Unidos.

De la mano de Henry, caminé Jerusalén. Con el entré a un kibutz y ahí, privilegios de periodistas, no cualquiera sino Simon Peres, nos puso al tanto de los desafíos del momento, la absorción de los nuevos inmigrantes, principalmente de la ex Unión Soviética, de Europa Oriental y de Etiopía.

Habló de crecientes tensiones internas, y ¡ a qué grado habrían de aumentar éstas!, Esa visita se dió en la primavera del año en el que, el 4 de noviembre, el Primer Ministro Itzjak Rabin sería asesinado por un extremista judío- por haber soñado con conducir a la nación por el camino de la paz.

Volví a ver a Peres siete años después, en Nueva York, en una conversación con el entonces ya ex Presidente de los Estados Unidos, Bill Clinton. Ambos relataron a un grupo que participaba en un encuentro del Foro Económico de Davos, que habían hecho su mejor esfuerzo para encontrar una formula de convivencia entre árabes e israelíes. No lo lograron, lo sabemos todos.

El derecho de Israel a la existencia, el verdadero autogobierno palestino, y en general la paz en Medio Oriente, siguen siendo una asignatura pendiente, una herida abierta, sangrante, en un mundo lleno de zonas en conflicto pero ninguna, ninguna, con tantas repercusiones internacionales como las de esos 22 mil kilómetros de Tierra Prometida.

Al celebrarse el sesenta aniversario, decidí no intentar hacer un análisis político o económico del tema – de esos, estoy segura, estará muy bien nutrido este libro – sino honrar la fecha desde otra atalaya, la de la amistad.

Mi madre se reunirá con su amiga, con su hermana Raquel, y seguramente donde quiera que se encuentren,  juntas, tejerán lazos entrañables,  para que, en este mundo sin orillas, nunca más haya un “ellos” sino un “nosotros”.

Del libro “Sesenta voces por Israel desde México” Editorial KKL.

Rossana Fuentes Berain es Vicepresidenta Editorial del Grupo Editorial Expansión (Time Warner, Mexico)