ARNOLDO KRAUS

¿Cuándo duele la vida porque es el cuerpo el que duele y cuándo duele el cuerpo porque es la vida la que duele? El diálogo entre cuerpo y vida es (casi) ilimitado. El peldaño siguiente del infinito es el último resquicio del diálogo entre cuerpo y vida. Mi cuerpo no encontró eco. Fue el silencio quien respondió, escribió un paciente cuya enfermedad había demolido su cuerpo.

El cuerpo es una casa prestada. Algunas personas lo viven, otras sólo lo habitan. Vivirlo implica ir y regresar, demoler y construir, preguntar y nunca dejar de preguntar. Binomios contradictorios y complementarios: como la vida. Vivir el cuerpo es movimiento. Habitar el cuerpo es distinto. Quizás sea más fácil: exige menos. Quienes habitan y no viven el cuerpo recorren los años percatándose poco de la fuga del tiempo, en ocasiones, incluso, sin saber cuándo se acabó ayer.

Vivir el cuerpo significa muchas ideas. Una es la conciencia de ser, otra es la noción del tiempo. Conciencia del cuerpo, tiempo del cuerpo. La casa del cuerpo implica regresar a los cimientos; reparar y construir es indispensable. Habitar el cuerpo es diferente: son escasas las preguntas, pocas las diatribas. La conciencia apenas se entromete, el tiempo camina con otro ritmo. El cuerpo es una casa prestada: quienes lo viven lo saben mejor que los que sólo lo habitan.

El cuerpo gira, camina, se achica, se modifica. Cuerpo y casa cohabitan. Edifican moradas, siembran metáforas, algunas duelen, otras alegran. Ambas se retroalimentan. En ocasiones el cuerpo duele, otras veces es la vida quien se lamenta. Vivir el cuerpo exige mirar y mirarse, por fuera y por dentro. Mirarse hasta convertir el cuerpo en casa. Así lo hacía Hans Castorp, el personaje de Thomas Mann que habita en las páginas de la novela La montaña mágica. Castorp aprendió a mirarse. Mann le otorgó ojos cuya agudeza traspasaba lo ordinario. Su mirada, además, hurgó terrenos distintos por medio de los rayos X. El Nobel alemán creó literatura a partir de las radiografías. Disecó el cuerpo y el alma de sus personajes gracias a la profundidad de los rayos Röentgen; Mann avistó rincones del cuerpo antes no imaginados ni por las letras, ni por la fantasía.

Cuando Mann escribió La montaña mágica (publicada en 1924) los rayos X eran todavía una novedad: se empezaron a usar en 1895 y sus aplicaciones clínicas demoraron varios años. La curiosidad y la sorpresa invadieron a Castorp cuando se asoma a través de las radiografías al interior de su cuerpo. Castorp, afectado por una dolencia pulmonar, observa, gracias al consentimiento del radiólogo, la pantalla fluoroscópica.

Primero mira algunas porciones de su interior; después se detiene en las imágenes radiográficas de otras personas. Se abre ante sí un mundo inédito: sus huesos le revelan fragmentos de su casa. Mira su mano en la pantalla. Ve sus huesos. Son muchos, son pequeños; rectangulares, romboides, planos, con ganchos: son distintos y son iguales. Desconoce sus nombres y sus funciones. Poco importa. Los nombres anatómicos para Castorp carecen de significado. Sólo trasciende lo que observa. Los rayos Röentgen habían eliminado piel, músculos, tendones y nervios. Quedaban los huesos, quedaba parte de su casa.

Al lado de Castorp caminan otros pacientes. Algunos llevan sus radiografías; las intercambian, las escrutan. Hablan sobre ellas, sobre sus enfermedades, sobre el deterioro que éstas producen en sus cuerpos-casas; discurren también acerca de sus amores. Castorp se acerca a la mujer que ama: He visto tu retrato exterior; ahora me encantaría ver tu retrato interior. Su amada le ofrece fragmentos de su casa: le entrega su radiografía. Ese retrato, la radiografía, se convierte en un talismán de la relación amorosa. Mann evoca, gracias al poder de sus palabras y de los rayos X, la intimidad del cuerpo y la fragilidad de éste cuando enferma. El esqueleto desnudo y los pulmones afectados por bacilos son una metáfora: el cuerpo es una casa prestada. Lo saben las radiografías, lo demuestra la tuberculosis; lo vive el cuerpo enfermo.

¿Por qué no es la misma hora para todo el mundo?, se pregunta Alphonse Daudet en su libro En la tierra del dolor. Daudet, afectado por sífilis, sufría intensamente. Los dolores no permitían el sosiego. No había tiempo sin dolor: el dolor se había convertido en su tiempo. Su cuerpo, deformado por la enfermedad y por el dolor, se había transformado en otra casa, en otra morada. Las paredes y los pisos no eran los de antes; su rugosidad y sus grietas eran diferentes. Tropezarse con uno mismo, con sus fisuras y con las grietas del cuerpo deteriorado es la realidad de muchos pacientes. Con los enfermos, la carcoma del tiempo es sorda.

La vida es una invención del ser humano: existe mientras éste la escribe, la evoca, la destruye, la nombra vida o la sobrevive como enfermedad. El cuerpo es mudo cuando se es sano. Habla, se apersona y produce ruido cuando la enfermedad lo desgaja. El cuerpo habla cuando la casa que lo alberga se desmorona. Y pregunta: ¿Cuándo duele la vida porque es el cuerpo el que duele y cuándo duele el cuerpo porque es la vida la que duele?

LA JORNADA