SARA COHEN SHABOT EN EXCLUSIVA PARA ENLACE  JUDÍO

Parecía ser un martes como todos los martes: despertarse muy temprano en la mañana, junto con mi esposo y mis hijos, y apurarnos lo mas posible para alcanzar, sin problemas, a dejar a los niños en el kinder a tiempo y llegar al tren de las 9:22. Es este el tren que tomo todos los martes, desde Haifa, la ciudad en la que vivimos, para llegar a uno de mis (varios) lugares de trabajo – la Universidad de Ben Gurion, en Beer-Sheva.

Usualmente, el viaje toma unas dos horas y cuarto y debo confesar que siempre es un viaje lleno de sorpresas – aunque definitivamente ninguna como la del martes 28 de diciembre pasado. Cuando digo sorpresas, me refiero a que, a pesar de que Rakevet Israel – la única compañía de trenes activa en el país – puede jactarse de tener trenes rápidos, que cruzan del norte al sur (en teoría) en menos de tres horas – casi nunca el viaje es totalmente predecible: no pocas veces los trenes retrasan sus salidas, provocando así que al llegar a la Universidad tenga a menudo que correr para poder llegar a tiempo a la clase que tengo que impartir, o al seminario que tengo que escuchar, y no pocas veces tengo que viajar por lo menos una parte del viaje – generalmente hasta Tel Aviv – parada o sentada en el suelo del tren, entre enormes mochilas de soldados o carriolas de bebés.

Justo el martes 28 de diciembre parecía desenvolverse como un martes predecible, con un viaje predecible y hasta tranquilo. Lo único que me molestó muchísimo fue que al llegar a la estación en Haifa me acordé que olvidé meter a mi bolsa, repleta de libros para las clases y de muchas otras cosas que obviamente no necesito, mi ipod que deje cargando en la computadora. Esto significaba que en vez de escuchar durante dos horas a Radiohead, The National o a Interpol, iba a tener que re-leer mi clase intentando no escuchar las decenas de llamadas telefónicas de asuntos muy privados que seguramente se llevarían a cabo a mi alrededor.

El tren salió a tiempo y –sorpresivamente – encontré lugar para sentarme. No sólo lugar, sino uno compatible con la dirección del viaje, o sea, ni siquiera iba a tener que marearme. El viaje se desenvolvía tranquilamente y a pesar de la falta de música, pude hasta cerrar los ojos por un rato, porque a mi alrededor se desarrollaban pocas – y hasta podría decir relativamente silenciosas – llamadas telefónicas.

Es importante, para efectos de lo que sucedió a continuación, señalar que me encontraba sentada en uno de los vagones cercanos al primer vagón. Esto es un tanto casual y un tanto no. Es verdad que durante este año he observado que por alguna razón es más fácil encontrar lugar para sentarse en los primeros vagones y es por esto que generalmente me dirijo a éstos primero, pero es también cierto que, tomando en cuanta lo que señalé antes respecto a la falta de lugar en el tren, muchas veces recorro el tren de arriba a abajo para encontrar lugar, y muchas veces termino sentada en alguno de los últimos vagones del tren.

El viaje, como venía diciendo, se desarrollaba predeciblemente y ya estábamos por llegar a Tel Aviv, la hora era más o menos las 9:55. Los gritos de una mujer que venía corriendo desde los vagones de atrás, me hicieron abrir los ojos en un segundo, perder la calma y olvidarme del ipod que deje en la casa. Los gritos no eran sólo gritos; anunciaban algo: “¡Fuego! ¡Fuego! Madre mía, por favor, detengan el tren!” Eso era lo que los gritos de histeria anunciaban. Las reacciones fueron rápidas, pero no por eso tranquilas o calculadas. De pronto toda la gente de mi vagón, y muchos que venían de atrás también, corríamos apretujándonos hacia adelante,  queriendo todos y cada uno instintivamente “salvarnos” de una muerte segura, y no sólo muerte, sino una muerte terriblemente cruel, en un tren cerrado, en movimiento, ardiendo en llamas. Todo esto suena muy dramático, especialmente teniendo en cuenta que ahora sabemos que todo el evento terminó, para algunos más y para algunos menos, en un gran susto. El hecho es que en ese momento nadie sabía como todo iba a acabar.

Fuego en el tren: nadie entendía por qué, en dónde y qué tan rápido ese fuego podía extenderse. Es indudable que una de las principales causas de histeria en esos momentos fue la proyección, en la cabeza de todos los que viajábamos en el tren, de las escenas que hacía menos de un mes nos habían conmocionado a todos los israelíes, y tal vez en especial a los habitantes del norte del país: el autobús tragado por las llamas durante el incendio en el Carmel, en el cual habían perecido más de 40 personas. Todos sabíamos que entonces el fuego había avanzado en segundos y que los pasajeros del autobús ni se imaginaban, segundos antes de quedar atrapados en el vehículo incendiado, que estaban viviendo sus últimos momentos. Ahora me toca a mí, pensé. Esta vez sí que no la libro. ¿Y por qué yo? ¿Por qué ahora? ¡Por qué justo en el único tren que tomo durante la semana? Confieso que todos estos pensamientos rondaron en mi cabeza durante esos instantes en los cuales el tren aun estaba en marcha y todos gritábamos, rogábamos que nos dejaran bajar. Increíblemente, a la par de que trataba “salvar mi pellejo”, llamé por teléfono – aún desde dentro del tren – a Ron, mi esposo, con el cual – me aventuré a pensar – podía ser la última vez que hablara. “El tren se incendia” – le anuncié. “Estamos intentando salir”. En retrospectiva, él dice que en esos momentos mi voz sonaba ecuánime, y que difícilmente alcanzó a entender lo que sucedía. Fue sólo cuando seguí hablando con él, después de que detuvieron el tren, abrieron las puertas y salí corriendo por el campo abierto, que mi voz se quebró y llorando le expliqué lo que pasaba, que frente a mis ojos veía dos vagones del tren incendiándose, entre llamas enormes, que despedían un humo negrísimo. “No sé si hay gente ahí atrapada” – seguí diciendo, pero todo mientras me alejaba corriendo lo más rápido posible, despavorida, temiendo que aún las cosas podían ponerse peor, que algo podía explotar y el incendio podía extenderse al resto de la zona.

Llegué hasta la carretera y una buena mujer en un auto – Ruthy, me dijo que se llamaba – me sacó de la zona y me llevó hasta una parada de autobús en la que pude tomar uno de vuelta a Haifa. Ese día mis alumnos en Beer Sheva se quedarían sin clase.

En Haifa me esperaba Ron. Por fin pude desahogarme. En las noticias ya escuchábamos que nada grave había pasado, que afortunadamente – y en especial gracias a los rápidos instintos de los que habían roto las ventanas para saltar y sacar a la gente lo mas rápido posible – no había victimas mortales, sólo algunos cuantos heridos por los saltos y gente que había aspirado humo. Esta vez no había tragedia nacional, ni Netanyahu ni Eli Yshai tendrían que justificarse frente a las cámaras. Esta vez era sólo el susto.

Por la noche, las escenas en las noticias me hicieron entender aún mejor que mis sentimientos en esos momentos no habían sido injustificados: las cosas podían haber acabado mucho peor, en especial tomando en cuenta la enorme cantidad de desperfectos y anomalías que – por enésima vez – se revelaba eran parte cotidiana de los viajes en Rakevet Israel. Sin embargo, tal como ya estamos acostumbrados a que suceda últimamente en Israel, nadie verdaderamente se hizo responsable, nadie se disculpó, o renunció, tras haberse revelado de nueva cuenta la corrupción en el sistema, la manera en la cual la gerencia de Rakevet Israel de hecho pone en peligro, día con día, la vida de sus pasajeros.

El gerente general del sistema ferroviario se atrevió a decir esa misma noche, que los pasajeros habían actuado “histéricamente” y que esa había sido la razón por la cual no habían podido abrir fácilmente las puertas y las ventanas. Eso, junto con la gran compensación que recibimos los pasajeros del tren de las 9:22 – (¡dos boletos completitos de tren!), me hizo pensar que la reacción mas seria que recibí tras el evento fue en realidad la de mi hija Noa, de tres años, quien al escuchar lo sucedido, me preguntó quién, durante el incendio, había llamado a “Sammy el Bombero” – personaje de una de sus caricaturas favoritas. En el Israel de hoy, parece ser que, a lo mucho, podemos contar con “Sammy el Bombero”. Ojalá que no resulte ser antisemita.