ESTHER CHARABATI EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO

Nacido en el siglo de Miguel Ángel, de Rafael y de Erasmo, en un mundo que prometía a sus habitantes paz, tolerancia y razón, un siglo que desempolvaba la sabiduría de Platón y Aristóteles, que cacareaba una cultura universal y cosmopolita regida por el humanismo, que abría las puertas a la Reforma como muestra de libertad religiosa, que había borrado las fronteras por medio de la imprenta, que había descubierto un Nuevo Mundo y generado lujo y riquezas… nacido en ese mundo, Montaigne creyó en las promesas de su tiempo. Poco a poco se irían derrumbando, la Reforma no trajo con ella la tolerancia, sino las guerras de religión y la barbarie; la Conquista hizo patente la bestialidad de los conquistadores; las guerras civiles se multiplicaron por toda Europa. Montaigne nunca vio reinar a la razón.

Cuatro siglos después, Stefan Zweig, ante la misma situación de esperanzas aniquiladas —ahora por la barbarie nazi— analiza la vida del filósofo francés y se plantea las mismas preguntas: cuando la paz, la vida, los derechos, todo aquello que consideramos bello y valioso sucumbe ante el demonio que habita a una docena de fanáticos, cuando nos damos cuenta de que no podremos mantener nuestro ser humano, ¿cómo seguir siendo libres? ¿Cómo escapar a las exigencias tiránicas que, contra mi voluntad, quieren imponer el Estado, la Iglesia o la sociedad? ¿Cómo salvaguardar mi alma, mi cuerpo, mi salud, mis pensamientos y sentimientos para que no sean sacrificados por la locura o los intereses de otros? Montaigne consagrará su vida y sus fuerzas a responder a esa pregunta no con palabras, sino con su vida: “Rester soi même”, seguir siendo uno mismo, es lo único que nos garantiza la libertad.

Su combate se limita a defender el bastión más íntimo de su ser, su “ciudadela”, alejándose de la vida mundana. Sabio en una época de locura, se retira de la política, de la vida social, de los negocios, incluso de sus obligaciones como padre y esposo, para finalmente encerrarse en su biblioteca a los treinta y ocho años, con el propósito, ahora sí, de vivir, reflexionar y meditar. Hasta ese momento ha hecho lo que sus cargos, la corte y su padre esperaban de él; es hora de hacer lo que le gusta. En este ocio creativo, Montaigne se convertirá en Montaigne.

Su meta no es enseñar ni dejar un legado; quiere conocer al ser humano conociéndose él. Por ello, no dará reglas para alcanzar la libertad, pero explica los pasos que va dando y que son, básicamente, los siguientes: liberarse de la vanidad y del orgullo, cuidarse de la presunción, liberarse del miedo y de la esperanza, de la creencia y de la superstición, liberarse de las costumbres y de las ambiciones, de la familia y de los amigos, liberarse del fanatismo; ser libres ante el destino ―pues somos nosotros quienes damos a las cosas su color y su rostro―, y ser libres ante la muerte. Ejerciendo su libertad y negándose a regirse por prejuicios, Montaigne alcanzará una de las virtudes más inaccesibles: la tolerancia: “No tengo ese error común de juzgar a los demás de acuerdo a lo que yo soy”. Actitud sabia de un hombre que, aunque nunca pretendió ser ejemplo, hoy sigue siendo modelo de libertad interior y tolerancia.