ALBERTO LIFSHITZ

La curiosidad y una tendencia derivada de muchos años de ejercer mi profesión de médico me provocan que de manera casi automática mi mente fabrique verdaderas historias especulativas a partir de las primeras impresiones que me causan las personas. Como seguramente les ocurre a muchos médicos, no puedo evitar ponerme a elaborar diagnósticos en muchos de los individuos que observo en la calle, en un elevador o en un transporte colectivo. Se trata, por supuesto, de diagnósticos reflejos, más que reflexivos, que surgen como insight gestáltico a partir de que reconozco ciertos patrones y de ninguna manera a partir de un acto analítico, lógico, racional. Puedo decir que me he vuelto esclavo de esta tendencia de mi mente que, a partir de lo visible, escudriña lo invisible, y que está habituada a buscar lo patológico, aunque no siempre puedo constatar que he acertado. Por ejemplo, a partir de cierta deformidad facial característica descubro el tumor de hipófisis que produce hormona de crecimiento en exceso; la prominencia de los ojos me revela que existe una enfermedad en la que se produce una gran cantidad de hormonas tiroideas, sobre todo si percibo un abultamiento en el sitio de la glándula tiroides en el cuello; ciertas manchas rojas en la piel cubiertas con escamas me permiten identificar una psoriasis sin necesidad de entrevistar al paciente o hacerle pruebas de laboratorio; también a simple vista reconozco al vitiligo por sus manchas blancas que alternan con zonas que conservan el color original de la piel; identifico personas con cirrosis, embarazo, uremia, enfisema pulmonar, síndromes genéticos y varios más. En la escuela les llamábamos diagnósticos ‘de camión’ que conforman el llamado ‘ojo clínico’.

Esta deformación de mi pensamiento me hace ver casos en vez de personas y extenderme a especular toda la historia que subyace en cada uno de ellos para explicarme (y eventualmente explicarle a alguien, el paciente o su familia) qué pudo haber ocurrido para que se llegara a la situación presente.

Hasta ahora no me he atrevido a acercarme a tales supuestos enfermos para informarles de su condición si es que no la conocieran o para advertirles si corren riesgos, por temor a que piensen que me estoy haciendo propaganda o los quiero atraer hacia mi consultorio, de modo que este pasatiempo no suele ser más que un inútil ejercicio académico.

Pero tengo que confesar que ha caído en un exceso, pues ahora trato de imaginar las historias personales de quienes veo en la calle aunque no tengan ninguna enfermedad visible. A partir de su cara, de la forma en que caminan, lo que llevan en las manos, de quien los acompaña, la velocidad con que se dirigen a su destino, la mirada, la dirección que llevan, fabrico toda una historia que estoy seguro que es falsa pero ya casi no lo puedo evitar, a menos que desvíe la mirada hacia otro lado o deje de poner atención. Comprobar que mi historia tiene alguna posibilidad de ser cierta implicaría ir más adelante y, por ejemplo, seguir a los sujetos hacia su destino o interpelarlos directamente, pero no me he atrevido a hacerlo, además de que me parecería un exceso el penetrar sin propósito en la intimidad de las personas, así que me he conformado con imaginar la historia, suponer que puede tener algo de verdad y acaso recrearme en ella como una especie de experiencia literaria.

Como una alternativa al arriesgado experimento de seguir a las personas, se me ocurrió intentar un procedimiento contrario para estimar qué tan fieles pueden ser estas impresiones visuales, de modo que me atreví a solicitarle a un peatón que pasaba por allí si se animaba a hacer alguna especulación sobre mi persona, que nomás de verme me dijera cuál suponía podía ser mi historia hasta donde su imaginación se lo permitiera. Para mi sorpresa hubo quien aceptó, sólo para percatarme que estaba totalmente equivocado como debía estarlo yo con respecto a mis especulaciones sobre los demás, pues sus conjeturas fueron absolutamente opuestas a mis atributos: me imaginó economista, que juega en la bolsa de valores, divorciado, sin hijos y que gusta del buen vino, del rock pesado y de Los Tigres del Norte.