ESTHER CHARABATI

Que los tiempos han cambiado es un hecho palpable en el lenguaje, en el que poco a poco se han ido infiltrando Freud, Woody Allen y sus compinches, “patologizando” la realidad. Conductas que antes eran inocuas y naturales, incluso positivas, hoy son síntomas de neurosis. Por ejemplo, cuando una persona tenía sus cosas ordenadas, se preocupaba por llegar puntual y se esforzaba por hacer correctamente su trabajo, se decía que era meticulosa, bien hecha; hoy se le llama obsesiva, y la cualidad se ha transformado en defecto. Antes, la gente que tomaba precauciones era cuidadosa; hoy es paranoica. Podríamos pensar que no ha cambiado nada, sólo el término. Pero las palabras crean realidad.

Palabras distintas construyen realidades distintas. Por ello, es imposible considerarlas inocentes. Al modificar nuestra percepción de un fenómeno, alteran también nuestra conducta. Por ejemplo: antes se lloraba ante una pérdida, y la idea generalizada era que no era “bueno” llorar, porque, de alguna manera, se prolongaba la tristeza. Hoy, quien llora por un ser querido que murió o que simplemente se fue, está elaborando un duelo, y se respeta más la manifestación de su dolor, que se considera parte de un proceso necesario. Si uno no expresa su sufrimiento con la magnitud esperada, entonces somos negadores, estamos evadiendo la realidad. Lo que antes se conocía como ver la paja en el ojo ajeno…, hoy se llama proyección; los miedos se han mudado en fobias, el amor, en dependencia.

No dudo que la adopción de estos términos corresponda a un intento de precisión, pero lo cierto es que hoy estamos más enfermos, porque la forma de designar nuestros sentimientos o males es a través de la patología. Tomemos el caso de la depresión: antes nos sentíamos solos, tristes, desanimados; hoy estamos deprimidos, y es tan claro que se trata de una enfermedad que existen medicinas para combatirla y terapeutas para tratarla. Además, la gente evita a los depresivos como si portaran una enfermedad contagiosa. No son estados de ánimo nuevos en la historia: antes existieron la melancolía y la nostalgia, la saudade, el spleen y el mal de vivre. Pero sí son enfermedades nuevas y los infectados tienen el deber de atenderse para estar más sanos.

Esta lectura diferente de la realidad suscita respuestas diferentes: hoy en día a los delincuentes se les considera psicópatas, lo cual nos lleva a mirarlos de forma más compasiva, ya que se piensa que nadie elige ser psicópata: es una especie de mal congénito o derivado del ambiente. Lo mismo sucede con los comelones que se han convertido en comedores compulsivos; las flacas, en anoréxicas y los gritones en neuróticos, para no hablar de los obesos, los obsesos y los bipolares, de las numerosas víctimas del síndrome de déficit de atención… Aunque algunas respuestas no cambian: si antes los borrachos despertaban enojo y desprecio, hoy los alcohólicos provocan lástima y desprecio… pero no porque se sepa que el alcoholismo es una enfermedad suelen recibir la respuesta que requerirían para ser tratados y rehabilitados.

No hay duda de que somos seres distintos a nuestros ancestros, que vivimos en condiciones históricas inéditas, y por ello nuestra forma de percibirnos es también diversa. El sufrimiento ya no se expresa, como en tiempos de Freud, a través de la histeria, sino de la depresión, mucho más contemporánea. Y ésta se cura con rituales más propios a nuestra época: ni peyote ni rezos, sino Prozac, psicoanálisis… aunque sigamos frecuentando los productos milagro.