LEÓN OPALÍN CHMIELNISKA

El terremoto de 9 grados en la escala de Richter que registró Japón el 11 de marzo pasado, junto al tsunami que también experimentó ese día en su costa norte, cambió la perspectiva económica de esa nación en el corto plazo, sobre todo por la afectación que tuvo su planta nuclear de Fukushima, que de acuerdo a la Agencia de Energía Atómica de Japón, alcanzó un nivel de 5 en una escala de 7; Japón es el segundo consumidor de energía nuclear en el mundo después de Francia. El incidente de la planta de Fukishima ha puesto en alerta a los productores de energía nuclear, especialmente a los de Europa; diferentes gobiernos han expresado su intención de diferir planes de expansión nuclear, incluso, cerrar algunas plantas en operación; sin embargo, es posible que una vez que pase la “psicosis de la catástrofe nuclear”, se reactiven las inversiones en esa fuente de energía, ya que finalmente es menos contaminante que la originada en combustibles fósiles.

Previo al terremoto, la economía nipona, que es la tercera potencia mundial con una aportación al PIB global del 9.0%, había empezado resurgir de un largo periodo de estancamiento. La proyección original del Fondo Monetario Internacional sobre el crecimiento del PIB de Japón para el 2011 era de 1.6%, ahora se sitúa en 0.5%. Otras fuentes calculan que el PIB podría observar un descenso de 2.0%.  El Instituto de Finanzas Internacionales, con sede en Washington, prevé que las pérdidas que sufrirá la economía de Japón por el terremoto y el tsunami podrían oscilar entre 150 mil y 250 mil millones de dólares y que tomará 5 años reconstruir las zonas afectadas.

La economía japonesa en particular, y la mundial en lo general, resienten cortes de energía eléctrica y escollos para transportar mercancías en Japón,  lo que ha repercutido en el suministro de bienes, sobre todo por la paralización de algunas plantas automotrices y electrónicas; se estima que en 6 meses la situación se normalizará por la elevada capacidad ociosa de la planta productiva de Japón y la del mundo y por el propio proceso de reconstrucción de la economía japonesa; se calcula que la disminución del avance económico a nivel mundial será de sólo 0.1%.

El Banco Central de Japón inyectó más de 430 mil millones de dólares a su sistema financiero para evitar una mayor caída de la producción y para que el yen no siga revaluándose con efectos negativos en el comercio exterior. Por su parte, los bancos centrales del G7 iniciaron una intervención concertada en los mercados de divisas.

La energía nuclear perdida en Japón tendrá que ser substituida de otras fuentes, lo que ha creado tensiones en el mercado petrolero internacional, adicionalmente al corte de suministros por parte de Libia; Japón es el tercer importador mundial de crudo con casi 5 millones de barriles diarios. En este contexto, existe consenso entre los analistas de que los riesgos para el crecimiento económico mundial se centran en la evolución que tendrán en el futuro inmediato las tensiones sociales en el Medio Oriente y en el Norte de África, las cuales se han extendido a naciones más distantes, entre otras, China y Ucrania.

Factores geopolíticos y económicos explican en buena medida las revueltas que se manifiestan en el mundo árabe, que en el caso de Libia adquirieron una dimensión de guerra civil; el descontento entre las poblaciones en esas regiones pudo salir a flote en virtud del desarrollo que empezaron a tener las redes sociales de comunicación que han permitido convocar masivamente a la ciudadanía para expresar públicamente sus demandas. La represión de los regímenes dictatoriales ha sido excepcionalmente violenta; en este ámbito, resulta paradójico que Irán, que ha visto “con buenos ojos” a las revueltas, esté aplastando cruelmente a los adversarios políticos de su gobierno; el régimen de persecución y terror en Irán ha existido desde que los Ayatolas tomaron el poder en 1979.  Se considera, además, que el actual régimen iraní ha alentado los disturbios en el Medio Oriente y el Magreb para crear un clima propicio para la instauración de teocracias fundamentalistas, que contradicen a las aspiraciones democráticas de los reformistas.

Preocupa de manera particular que las exigencias del cambio también se hayan dejado sentir en Arabia Saudita, primer exportador de petróleo y el más importante aliado de EUA en el Medio Oriente. Las viejas dictaduras de la región se niegan a desaparecer, empero, su reemplazo parece inevitable porque ya no responden a la realidad globalizada del siglo XXI. EUA  conciente de este proceso, apoya los cambios sociales y políticos que se están dando para mantener su hegemonía sobre los nuevos gobiernos, y éstos seguirán dependiendo de su ayuda económica y militar.