DANIEL RAJMIL

Al inicio de la primavera árabe, Irán fue uno de los países que más claramente mostró su respaldo por las revoluciones en Túnez y en Egipto. Irán sería, durante los días que duraron las movilizaciones, uno de los pocos países de la región que apoyó con una moción parlamentaria las manifestaciones en Egipto. Tras dicho gesto se encuentra una pugna de intereses regionales, así como un discurso de explícito sostén a cualquier revolución popular de carácter islámico.

La particular visión iraní se puso de manifiesto el pasado 11 de febrero. En efecto, la celebración del 32 aniversario de la revolución islámica reveló el contraste entre el contenido del mensaje exterior iraní y su feroz política de represión interna. En un polémico discurso ante la multitud que abarrotaba las calles de Teherán, el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, y su ministro de exteriores, Ali Akbar Salehi, alabaron las revoluciones en los países árabes, a la vez que destacaron la simbólica coincidencia entre la fecha de la revolución iraní y la salida del dignatario egipcio.

Sin embargo, la actitud de las autoridades de Teherán a la hora de apoyar cualquier tipo de cambio interno ha sido diametralmente opuesta. Desde la fracasada revolución verde de junio de 2009, el movimiento opositor, liderado por Hussein Mousavi, no ha organizado manifestación pública destacable. Al mismo tiempo que la revolución se afincaba en Oriente Próximo, el movimiento reformista intentaba en vano promover algún cambio. No obstante, la compenetración entre las fuerzas armadas y los cuerpos secretos de seguridad han demostrado de nuevo que, al igual que en 2009, siguen siendo fieles al régimen y han reprimido sin contemplación cualquier rebrote de manifestación existente.

Por otro lado, la oposición y las propias élites intelectuales del país también se han planteado si la revolución que se inició en Túnez guarda similitudes, o no, con los movimientos de la fallida revolución verde. Una de las figuras reformistas por excelencia, Jamileh Kadivar, hoy en día en el exilio, formulaba pocas horas después de la salida del presidente tunecino Ben Ali una pregunta que se hacen muchos de los miembros del movimiento verde: ¿Darán o no las revoluciones árabes actuales el impulso necesario al movimiento reformista?

Mientras, la oposición iraní, tras año y medio de severa persecución parece no haber sido capaz de contagiar de nuevo a la sociedad del país las ansias de libertad. En su contra, el severo control de las redes sociales, claves en las revueltas populares, y el endurecimiento del discurso represor y populista de las autoridades bajo el regocijo de achacar las revoluciones árabes al éxito de la revolución iraní.

Un Irán cada vez más influyente

Un aspecto cada vez más claro de las revoluciones que estas semanas se desarrollan en los distintos países, es la nueva configuración de poder e influencias que se está creando en toda la zona. En este nuevo mapa de equilibrio de fuerzas regional cada vez queda más claro que la influencia iraní en Oriente Próximo saldrá reforzada.

Las distintas minorías chíies presentes en la mayoría de los países son un factor clave del que Irán es consciente y que puede jugar a su favor a la hora de decantar la balanza de poderes resultante. Uno de los principales escenarios donde Teherán sabe que su influencia puede ser más decisiva es en Bahréin. Este país se ha convertido en un símbolo de la lucha por la predominancia chíi en la región. Se desarrolla allí una nueva pugna de poder confesional entre Irán y los países del Golfo Pérsico, de carácter suní. Países como Arabia Saudí, Qatar u Omán, se mantienen temerosos ante una posible contaminación hacía sus fronteras y han comenzado a mover ficha.

Por lo demás, las redes diplomáticas de Irán y su creciente influencia también han conseguido acaparar la atención de otras potencias que ven en Teherán un actor influyente en los próximos años. Turquía o Siria habían iniciado ya su acercamiento, pero ahora otros actores como China, que cuenta con Irán como uno de sus mayores suministradores energéticos, podrían empezar a ablandar su postura ante el siempre discutido programa nuclear iraní.

La caída de Mubarak también ha producido otro acontecimiento clave que ha beneficiado directamente a Irán. Con la caída del mandatario se terminaba con uno de los máximos aliados de Estados Unidos y de Occidente en Oriente Próximo. Se iba uno de los actores árabes que más sombra le podían hacer. En un acto sin precedentes desde la revolución en 1979, hace unas semanas las autoridades egipcias daban luz verde al paso de dos buques iraníes por el canal de Suez. Todo un acto simbólico ante la nueva influencia persa que no deja de aumentar.

A este ya poco favorable panorama se le debe de sumar la ya creciente influencia iraní con Hizbulá en el Líbano. Tras el fracasado intento de negociación con el grupo por parte del ex primer ministro Hariri, Irán ha visto como un nuevo gobierno de talante pro Hizbolá se instaura en su país. El único e inesperado movimiento con el que Teherán no contaba es la expansión de las manifestaciones en Siria, que sigue manteniendo la lucha contra las revueltas que tienen lugar en sus calles y que puede no facilitar un mapa geopolítico totalmente a su favor. Mientras, Arabia Saudí, con la caída de Egipto, se queda como líder opositor de la corriente chíi iraní en un Oriente Próximo cambiante.

En conclusión, los motivos que han llevado a las distintas revoluciones nacionales en Túnez, Egipto o a los movimientos y manifestaciones en los diversos países árabes son de origen y motivaciones distintas. Los nuevos juegos de poder dan ventaja a los planes de influencia iraní en Oriente Próximo y comprometen los planes de Occidente ante una posible confrontación con un Irán nuclear. Aún con un escenario político incierto, las revoluciones árabes actuales, al igual que lo hiciera en su día la revolución islámica de Jomeini, tendrán una influencia geoestratégica clave para la historia.