RICARD VINYES/PUBLICO.es

El 23 de mayo de 1960, David Ben-Gurión comunicó al Parlamento de Israel que Adolf Eichmann había sido detenido en territorio extranjero, que se hallaba cautivo en Israel y que sería juzgado. El primer ministro no precisó mucho más.

En aquella fecha del inicio de los sesenta, aunque las repercusiones del holocausto no habían dejado de martillear algunas conciencias, las conveniencias políticas e identitarias de algunos estados habían tenido el efecto de “suspender” la presencia del tema, por lo que predominaba una suerte de silencio administrativo relativo al holocausto y sus consecuencias, lo que favoreció la incredulidad de la ciudadanía generando un perverso sentido de vergüenza en los sobrevivientes: algunos borraron el tatuaje de la piel de su antebrazo, la marca de su historia.

También en Israel, donde a lo largo de los años cincuenta la shoá (catástrofe) no tuvo prácticamente presencia pública, a pesar de que alrededor de 300.000 sobrevivientes habían alcanzado la tierra donde se construía el nuevo Estado. La revolución sionista precisaba omitir los capítulos de la historia judía relativos a las diásporas y que podían obstaculizar –a su modo de ver– el esfuerzo constructivo del nuevo proyecto. Además, como se decía en Israel, los judíos del exilio –así se llamó a los sobrevivientes– habían llegado a Israel como refugiados tras la guerra, no movidos por un ideal, no por convicción. “En la prensa, en los discursos políticos y en las conversaciones, los estereotipos antisemitas típicos de la Europa de los años treinta traducían un día tras otro el desprecio que los pioneros sentían por los judíos del gueto” (Rony Brauman y Eyal Sivan, Elogi de la desobediencia, 2008).

Un manual de historia de 220 páginas dedicaba una sola al holocausto frente a la decena destinada a las guerras napoleónicas, (James Young, History and Memory, nº 2, 1990).

Los cincuenta fueron una época para los héroes, no para las víctimas . Resulta significativo que la ley empleada para juzgar a Eichmann fuese una ley concebida para procesar a los supuestos colaboradores judíos en el gueto.

Ahora se cumple medio siglo del proceso a Eichmann que sacó al holocausto de la marginalidad en la que Occidente lo confinó. En Israel también cambió todo.

Ben-Gurión decidió organizar un nuevo discurso sobre el holocausto, un discurso de poder que pusiera la memoria al servicio de su política y de su interpretación de la nación. Al fin y al cabo, declaró en una entrevista, “lo que le pueda pasar a Eichmann no me interesa ni poco ni mucho. Lo que me interesa es el espectáculo”. (Idith Zertal. La nació i la mort). Por ese camino, el proceso a Eichmann tuvo en Israel la naturaleza de una metáfora moral de dimensiones históricas que presentaba al Estado de Israel, por primera vez, como redentor de los seis millones de judíos asesinados. Nacía una nueva legitimación no explorada hasta entonces, el inmenso potencial de las víctimas del holocausto lo permitía.

Esa fue la finalidad que estableció el Estado para el juicio, pero “las irregularidades y anomalías del proceso de Jerusalén fueron tantas, tan diversas y de tal complejidad jurídica, que oscurecieron durante el procedimiento (…) los centrales problemas morales, políticos e incluso legales que el proceso inevitablemente tenía que plantear” (Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén, 2005). Esos “problemas oscuros” son los que Arendt nos iluminó.

Arendt había seguido el proceso como corresponsal especial de The New Yorker, un semanario estadounidense de ensayos culturales y reportajes de investigación. Desde sus páginas informó sobre el juicio, y en 1963 publicó una obra nueva: Eichmann en Jerusalén. Un informe sobre la banalidad del mal, basada en sus notas y reflexiones más generales sobre el proceso y sus consecuencias. Habló de tres temas, del nazismo, de las víctimas y del Estado de Israel. La aportación de Arendt consistió en sostener que la insistencia fiscal en buscar la monstruosidad malvada del procesado oscurecía la singularidad –y novedad– del holocausto, que para Arendt consistía en la sorprendente divergencia entre la atrocidad del crimen y la normalidad de sus perpetradores en la ejecución del mismo. Para Arendt, aquella larga carrera de maldad mostraba “la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”. El mal de Eichmann, para Arendt, no era radical, tan sólo extremo; la radicalidad del mal se hallaba en la fuente que lo había generado, el totalitarismo.

Pero Arendt criticó algo que fue muy mal recibido por la autoridad judía, la intelectualidad sionista y la academia israelí: la cooperación de los judíos a su propia hecatombe con una obediencia turbadora, y sostenía sus afirmaciones en la exhaustiva y reciente obra de Raul Hilberg, La destrucción de los judíos europeos (1961), que jamás ha sido publicada en hebreo, al igual que el libro de Arendt.

Lo que reprochaba Arendt no era la ausencia de una rebelión judía, sino la incapacidad de decir no. Puesto que el rechazo a obedecer constituye la esencia de la humanidad, Arendt hacía un elogio de la desobediencia. En realidad, de ahí procede una pregunta universal de naturaleza ética que ha condicionado las políticas públicas de memoria –y también la historiografía– en las sociedades que poseen en su pasado reciente una devastación causada por el totalitarismo, como la nuestra: ¿qué hay que hacer, colaborar, resistir, sobrevivir? Cada una de esas palabras abre aún, ahora y aquí, un conflicto.
Porque la respuesta, sea la que sea, no es inocua: de ella depende la creación, o no, de un grave vacío ético.