ENRIQUE RIVERA

El Gobierno de la Ciudad de México viene organizando desde hace varios años esta feria en el Paseo de la Reforma. Es un micromundo, donde podemos encontrar artesanías, cultura, comida, libros, amigos y, desafortunadamente, también enemigos.

Tal vez por ello, el pabellón dedicado a Israel se encuentra enclavado entre las naciones europeas y no del Medio Oriente. Mientras que el pabellón palestino se halla ahí, donde corresponde.

Al visitar ambos stands, uno puede comprobar que hay cosas en común. Ambos tienen los amuletos contra el mal de ojo, que, al parecer surgieron en Turquía. Ambos tienen imágenes de una tierra que ha llorado y sufrido mucho. Sin embargo, desde mi punto de vista, unos miran a la vida y otros a muerte. Unos tratan de buscar la paz y, al parecer, otros tratan de  evitarla.

Cuando yo vivía en Israel (1988 aproximadamente), hubo un acalorado debate,  lejano en tiempo, pero cercano en conceptos. El diálogo se llevaba entre académicos palestinos e israelíes. Uno de los primeros reclamaba a su contraparte el hecho de que, en Israel, no se había criticado suficientemente la actuación de su gobierno. A lo que uno de los profesores israelíes contestó: “Es cierto. Sin embargo, ustedes ni siquiera emiten una sólo crítica”. Los ojos del palestino parecían salirse de sus órbitas, mientras callaba, sin encontrar respuesta.

En días pasados, cuando recurrí los stands, quien quedó mudo fui yo. Al recorrer el stand palestino, noté que, en algunos mapas, no estaba mencionado Israel. Pregunté el porqué. La señorita que me atendió no tuvo respuesta, así que  preguntó a un hombre que estaba ahí. Él dijo algo así como: “No me importa donde estén”. Luego no escuché otra parte de su diálogo, pero la última fue más que clara: “Son una basura”.

Me quedé callado por varias razones, pero tal vez la más importante fue darme cuenta de que es muy probable que haya personas del lado israelí que no están tan equivocadas: “No habrá paz”.

Es como un instructivo. Primero borran a Israel del mapa; segundo, se le sustrae cualquier valor que pueda tener, llevándolo hasta el extremo de compararlo con basura. Tercero, no hay una vía alterna de canalizar el dolor y la frustración hacia algo que no sea la venganza o el derramamiento de sangre. No hay un esfuerzo por sublimar, por trocar el dolor en progreso.

Siempre podrán decirme: “Claro, como ustedes no lo han vivido, todo ha sido fácil” y, entonces, tal vez tampoco reconocerán que el Pueblo Judío es un pueblo de refugiados por excelencia. Y que, cuando  habla de trocar el dolor por bienestar, no es sólo un recurso de oratoria.

Para hacer un Pueblo orgulloso, apegado a la vida y lleno de energía para doblegar los retos (y vaya que los palestinos tienen muchos) no basta con victimizarse, tener muchos amuletos contra el mal de ojo y formar terroristas suicidas.

Siempre será más difícil, como decía un rabino, vivir en la luz, que en la oscuridad.