ROBERTO MERINO MARTÍN/ABC

Mientras en la Península se expulsaba a los hebreos, en el Archipiélago se les daba acogida

Decía el profesor Julio Valdeón en sus clases, que la historia del pueblo judío, irremediablemente, siempre ha estado asociada al destierro, a la huida, a la clandestinidad. Y no solo por la archiconocida expulsión establecida por los reyes católicos en 1492. La situación se ha repetido una y otra vez: los judíos se integraban entre cristianos o musulmanes; pueblo trabajador, hábil en el manejo del dinero y la usura, el hebreo amasaba riqueza, se hacía fuerte económicamente hasta que terminaba por convertirse en un elemento molesto para las élites locales.

Así, tuvieron que abandonar su tierra una y otra vez, condenada a un nomadismo inmanente. La diáspora judía se remonta nada menos que al siglo VI a.c, y la memoria colectiva sigue recordando (que no lo olvide nunca) el holocausto que Hitler y todos los que le apoyaron con su entusiasmo, su aprobación o con su silencio (la humanidad) infligieron a los judíos en los años 40. La «solución final» pretendía extirparlos del planeta, nada menos.

Hay una vasta tradición hebrea en la historia de España. No en vano, los judíos «autóctonos» de la tierra hispana llamaban a la Península «Sefaradí». Los sefarditas, tras el decreto de expulsión de finales del siglo XV, se dispersaron por diversos lugares, sobre todo en torno al Mediterráneo. Una de las colonias más populares de estos «judíos hispanos» se asentó en la fértil tierra de Tesalónica, en Grecia.
También las Islas Canarias sirvieron de destino a los desterrados: «Mientras en la Península se les expulsaba, en el Archipiélago se les daba acogida. Para pasar a las islas no se tropezaba con grandes inconvenientes. Había necesidad de poblar y colonizar las nuevas tierras. Y los intereses terrenales pesaban mucho entonces en las motivaciones», escribió el historiador Pérez Vidal. Eran hombres y mujeres que llegaron en los años finales de la conquista y los primeros de la colonización. Fieles a sus rituales, rigurosos en sus tradiciones, «se esforzaban en casarse sólo entre ellos, y practicaban con todo rigor sus ritos de comida, ayuno, trabajo», añade el historiador canario.
A comienzos del siglo XVII, por otra parte, se produce una segunda oleada de judíos a Canarias. España firma el Tratado de paz de Londres, con Inglaterra, en 1604. Esta vez no vienen los expulsados, sino que se trata, sobre todo, de comerciantes hebreos europeos que «se establecen en el Archipiélago para dedicarse a la exportación de azúcar y vinos canarios», escribió Elfidio Alonso. En este contexto, acercamos la lupa al municipio de Icod de los Vinos, en Tenerife.

El historiador Lorenzo Santana Rodríguez, en una magnífica investigación, afirma que el retablo barroco de la capilla de Montiel, en la iglesia del ex convento agustino, contiene pinturas que, bajo una aparente estética cristiana, esconden una iconografía característica de la religión judía. Así, por ejemplo, una de las escenas del retablo muestra a Adán llorando desconsolado la muerte de su hijo Abel, pasaje que no está recogido en el Antiguo Testamento cristiano, pero de gran importancia teológica para la tradición rabínica. Y lo mismo puede decirse en otra de las escenas, que representa al templo de Salomón. Y es que, según relata el Talmud (libro sagrado del pueblo hebreo), Adán fue creado con el polvo del lugar donde, más tarde, se alzó el citado Templo.

El asunto todavía es más enrevesado, pero lo que importa es que en una iglesia cristiana existe un retablo de velado culto judío. Y que sus pinturas esconden las argucias que aquellos ingeniosos judíos realizaron para seguir rezando a su dios.