ALEJANDRO KATZ/ www.elboomeran.com

1. Soy un viejo editor que llegó a este oficio en el siglo XIX. En efecto, cuando comencé a trabajar en la edición, con poco más de 20 años, en la Ciudad de México, las primeras herramientas que conocí fueron el tipómetro y la linotipo; y el principal bagaje tecnológico que traía conmigo era el común a los hombres de aquel tiempo: la máquina de escribir.

Federico Álvarez me educó en las obsesivas artes de la persecución de las erratas y Vicente Rojo en la búsqueda de la equilibrada belleza de la página. En el viejo y noble edificio que el Fondo de Cultura Económica ocupaba en la avenida de la Universidad esquina con la calle de Parroquia fueron mis maestros Jaime García Terrés y Adolfo Castañón, mientras José Luis Rivas me transmitía el valor de la palabra adecuada en el sitio preciso de la frase. Allí, las presencias ausentes de David Huerta y de Marcelo Uribe habían dejado inscrito el sentido del trabajo en común, del que nos ocupábamos con Christopher Domínguez y Jaime Moreno Villarreal.

Los casi 30 años transcurridos desde entonces me condujeron del siglo XIX al siglo XXI. Cuando en 1987 regresé a la Argentina, las urgencias de la comunicación con la casa matriz de la editorial en la Ciudad de México se resolvían yendo a unas oficinas de la empresa pública de teléfonos desde la cual era posible enviar un télex, mucho antes de que nos maravilláramos por la invención del fax. Los manuscritos llegaban por correo: enormes paquetes pesados proponían posibles publicaciones bajo una envoltura de papel madera.

Nada, en nuestras rutinas profesionales, era demasiado diferente del modo en el que lo había sido para los fundadores de la edición moderna en nuestros países: seguíamos siendo fundamentalmente hombres de las tecnologías calientes, de la mecánica y el movimiento: el de la linotipo, el de las prensas, el de la encuadernación o, más sencillamente, el movimiento de la hoja bajo el rodillo de la máquina de escribir. Éramos, en una palabra, hombres del libro.

2. Y, sin embargo, en los treinta años transcurridos la idea de ser “hombres del libro” ha sufrido una profunda mutación, que obliga a pensar nuevamente la profesión editorial. Una mutación producida porque, por primera vez, es posible disociar los sentidos de los envases en los que éstos se transmiten. Fue justamente en aquellos años en los que se extendió en el mundo de la edición la primera tecnología que alteraba la lógica de la composición tipográfica desde que Gutenberg había inventado la imprenta de tipos móviles: la composer, un desarrollo realizado en 1968 por IBM que, en un artículo del Journal of Research and Development, editado por esa compañía, era descrito como “un nuevo tipo de máquina de imprimir, muy parecida a una máquina de escribir, [capaz de] satisfacer requerimientos de composición tales como buena calidad de impresión en una variedad de fuentes clásicas y de tamaños; interlineado vertical variable; justificación, y una salida de la copia final que puede ser apreciada tanto por los legos como por los expertos en impresión”.

Concebida inicialmente como una máquina para optimizar las tareas de oficina, el mundo editorial no tardó en adoptarla como una herramienta adecuada para la composición tipográfica. La introducción de la composer nos desplazó rápidamente del siglo XIX al siglo XX. Porque si hasta entonces el soporte de la memoria colectiva era el objeto impreso, el libro mismo, a partir de entonces, para la fabricación de ese objeto se comenzó a utilizar una memoria ya no física sino lógica. Desde ese momento, y aun si entonces no se comprendía plenamente el alcance del hecho ni se podían deducir todas sus consecuencias, resultó posible acumular texto, lenguaje escrito, en soportes lógicos, y reutilizarlo cada vez que fuera necesario, sin depender para el almacenamiento de contenidos exclusivamente de soportes físicos. Quizá en aquel momento debimos comenzar a reflexionar sobre el significado y las posibles implicaciones de un cambio tecnológico que modificaba uno de los sentidos mismos de la profesión de editor, ya que uno de los fines fundamentales del impreso, la conservación de la memoria, comenzó a estar en crisis desde entonces.

La introducción de la composer para la elaboración de tipografía significó el fin de la tecnología caliente en el proceso industrial del libro y el comienzo del reinado de las tecnologías frías. La sustitución de las tecnologías calientes por las frías está en el origen de la revolución tecnológica de la segunda mitad del siglo XX. Simbólicamente representado por la sustitución de la válvula por el transistor (y más tarde por los componentes de estado sólido en general), el paso de lo caliente a lo frío es la condición que permitió que se iniciara el camino hacia el advenimiento de la actual sociedad digital, que nos hizo, una vez más, cambiar de época, para entrar en el siglo XXI.

La expresión digital, que está en el centro de los discursos sobre el fin del libro y el destino de la profesión, describe a la tecnología electrónica que genera, almacena y procesa en términos de dos estados: positivo y no-positivo. Para la teoría de la información, las cantidades digitales, a diferencia de las cantidades analógicas, que varían de forma continua a lo largo del tiempo (como la distancia, la velocidad o la temperatura), son discretas, como la cantidad de personas en una sala o la cantidad de libros en una biblioteca. En la tecnología analógica es muy difícil almacenar, manipular, comparar, calcular y recuperar información con exactitud cuando esta ha sido almacenada, en tanto que la tecnología digital permite realizar esas tareas de forma muy precisa y muy rápidamente.

En nuestra historia profesional, el trayecto de la linotipo a la fotocomposición y de ésta a la composición digital en ordenadores marcó el tránsito de lo caliente a lo frío y de lo analógico a lo digital, y anticipó un futuro –hoy presente– en el cual el activo principal de un editor, junto con el control de la propiedad intelectual, no es ya el stock, el conjunto de unidades físicas producidas y en condiciones de ser comercializadas, sino la capacidad de almacenar, poner en valor y distribuir información –o, en términos más amigables y habituales: contenidos-– obteniendo un precio por ella.

La introducción de tecnologías frías y digitales en la fabricación del libro es también el paso de la máquina al dispositivo, es decir, de un proceso productivo que entrega un objeto terminado, que llega al usuario final bajo una forma cerrada e inmodificable, por un proceso productivo que entrega al lector una serie de posibilidades abiertas.

3. Hace cuatro años, cuando llegaron a las librerías los primeros libros de Katz Editores, el primer catálogo publicado expresaba “la vocación de contribuir a ampliar los horizontes del conocimiento disponible en nuestro idioma, y la convicción de que es siempre necesario poner en crisis muchas de las ideas que organizan las visiones del mundo contemporáneo.” Una editorial para ser compartida, utilizando la expresión de Ralf Dahrendorf , con los “hombres Erasmo”: “esos individuos que resistieron todas las tentaciones antiliberales, [que] como Erasmo de Rotterdam, fueron defensores de la Ilustración sin por eso querer destruir la tradición. Defendían y apoyaban nuevas ideas, querían que se impusieran, pero trataban de que penetraran paulatinamente en el mundo, por convicción y tal vez (como lo expresó uno de ellos) ‘por una ingeniería social gradual’. La revolución no les repugnaba menos que la guerra. No les gustaban los movimientos de masas y por eso no pensaban en unirse a ellos. Pienso en una combinación de duda sin deses- peración, tolerancia sin relativismo y la aceptación de instituciones, pero jamás de tiranías.”1

En mi historia –en mi historia profesional, pero también en mi biografía– el mundo de los “hombres Erasmo” tuvo siempre su correlato en la cultura del libro. Y el libro había sido, en aquella historia, un objeto a la vez permanente y transitorio. Permanente por su materialidad, por su capacidad de contribuir a difundir y preservar las ideas, por la estabilidad de aquello que se inscribía en sus páginas. Y transitorio, porque en el momento del máximo aprecio, el momento de la lectura, el libro, el buen libro, debe desaparecer en las manos del lector.

En el acto de lectura el libro debe desmaterializarse a favor de los sentidos que produce el texto en él inscrito: si el lector se encuentra con el libro durante la lectura es sólo por una deficiencia del editor: una traducción precaria o incorrecta, una tipografía con erratas o errores, una caja mal concebida, una encuadernación inconveniente, un estilo descuidado. El libro existe como algo material entre dos procesos inmateriales: el de la creación de sentidos por parte del autor y el de la creación de sentidos por parte del lector; debe existir para hacer visible lo que es invisible, debe mostrarse para llamar la atención y desaparecer luego discretamente, detrás del acto de lectura.

Y, sin embargo, a pesar de esas exigencias, de nuestra disposición a desmaterializar el libro, hemos pensado siempre a la cultura del libro, a los hombres del libro, apegados también al objeto y no sólo a los sentidos que produce. Hemos siempre pensado que las virtudes que Dahrendorf atribuye a los “lectores Erasmo” son virtudes de la palabra impresa. Pero, sin haberlo previsto, hemos ingresado en el siglo XXI como testigos de la evidencia de un cambio cuya naturaleza y alcances no alcanzamos a comprender, pero cuya realidad y envergadura parece inexorable y nos obliga a repensar la tarea del editor. Roger Chartier lo advierte con claridad. Al presentar, en su lección inaugural en el Collège de France, la cátedra consagrada al estudio de las prácticas de lo escrito, cátedra cuyo objeto es comprender “qué lugar ha tenido lo escrito en la producción de saberes, en el intercambio de emociones y sentimientos, en las relaciones que los hombres han mantenido unos con otros, con ellos mismos y con lo sagrado”, afirma:

“La tarea es seguramente urgente hoy, en un tiempo donde las prácticas de lo escrito se hallan profundamente transformadas. Las mutaciones de nuestro presente modifican todo a la vez, los soportes de la escritura, la técnica de su reproducción y disemi- nación, y las maneras de leer.”2

El tránsito del siglo XIX al siglo XXI es, en la profesión editorial, el tránsito de lo caliente a lo frío y de lo analógico a lo digital; pero es un tránsito que, si bien explica las mutaciones mencionadas por Chartier, no explica el futuro de nuestras prácticas. La separación, ya no probable ni posible, sino real, entre los antiguos modos de lo escrito y las actuales prácticas de su inscripción, circulación y lectura, implicará también seguramente una transformación de la estructura misma de los discursos, una meta- morfosis de las ideas de autor y de obra, y, por supuesto, una transformación de las funciones de los editores.

Miro hacia aquellos maestros de principios de los años 80 en la Ciudad de México para imaginar sus reacciones y aprender de ellas, y aunque no encuentro respuestas descubro actitudes: escrutar el futuro para interpretar las necesidades de los “hombres Erasmo” que nos son contemporáneos, y reinventar la profesión para seguir siendo, más allá de las mutaciones de nuestro presente, hombres del libro. ■

Alejandro Katz es editor y profesor en la Universidad de Buenos Aires

1 Ralf Dahrendorf, El recomienzo de la historia. De la caída del Muro a la guerra de Irak, Katz Editores, 2006.

2 Roger Chartier, Escuchar a los muertos con los ojos. Lección inaugural en el Collège de France, Katz Editores, 2008