ANDREA MONTIEL

¿Quién no ha tenido la experiencia de recordar a una persona o algún suceso especial al percibir un aroma?  Sea este un perfume, el olor de un objeto, o el de un espacio, al estimular nuestro olfato, de inmediato las remembranzas nos recorren como si esas realidades estuvieran al lado nuestro.

Los perfumes siempre han sido asociados al simbolismo general del aire, ya que equivalen a la penetración de formas concretas que se traducen en estelas, reminiscencias y recuerdos.  Y mientras el aire frío y puro de las cumbres expresa el pensamiento heroico y solitario, en escritores tales como San Juan de la Cruz o Nietzsche, el aire cargado de perfumes se relaciona con el pensamiento saturado de sentimientos y de nostalgias.

En las diferentes culturas los aromas, especialmente los perfumes, han tenido siempre una importancia fundamental.  Así, en las ceremonias religiosas de los griegos y romanos los perfumes se empleaban corrientemente, se vertían sobre las estatuas de los dioses, con ellos se embalsamaban los cadáveres, y se depositaban en frascos en las tumbas. En Egipto, las esencias se extraían y mezclaban en los templos y se creía que las diosas eclipsaban a todas las mujeres por sus perfumes.   La sutileza casi imperceptible del perfume hacía que este se viera como una presencia espiritual y asociado a la naturaleza del alma.

Todos hemos experimentado como la persistencia del perfume de una persona, aún después de su partida, evoca su presencia e inevitablemente su recuerdo, por ello, el perfume llegó a ser símbolo de la memoria y ha sido utilizado desde la antigüedad en multitud de ritos funerarios, con el fin de hacer permanecer al ser que ha abandonado el mundo.

El perfume también es expresión de virtudes y desempeña un papel de purificación, porque a menudo, exhala sustancias incorruptibles tales como las resinas y el incienso, este último propio de los rituales hindúes.

Entre los escritores, el perfume también ha sido un símbolo asociado a la luz y al respeto.  Víctor Hugo nos dice: “Toda lámpara es una planta y el perfume su luz”…  y Balzac en alguna de sus obras escribió: “Todo perfume es una combinación de aire y luz”…

La literatura universal está plagada de párrafos maravillosos en los cuales se exalta la presencia de sensaciones táctiles, visuales, auditivas; otras más que aluden al gusto y los sabores, pero muy poco ha sido escrito alrededor de nuestro maravilloso sentido del olfato. Una obra espléndida que no sólo dedica unas cuantas páginas al tema sino que toda ella se refiere a este sentido tan olvidado es “El perfume” de Patrick Süskind, novela verdaderamente excepcional en el tratamiento dado al tema y sin precedente en la literatura actual.

Recorramos ahora a los escritores mexicanos y recordemos a nuestro gran Ramón López Velarde, poeta de estilo novedoso, lleno de sorpresas y para quien las cosas diarias siempre fueron poesía que convirtió para nosotros en algo definitivamente mágico. Poeta cuyas páginas son una sucesión de colores, sabores, perfumes y sensaciones.  Y ya que de aromas se trata, a continuación reproduzco para ustedes uno de sus poemas escrito en 1917 y que es definitivamente olfativo:

TIERRA MOJADA

Tierra mojada de las tardes líquidas

en que la lluvia cuchichea

y en que se reblandecen las señoritas, bajo

el redoble del agua en la azotea…

 

Tierra mojada de las tardes olfativas

en que un afán misántropo remonta las lascivas

soledades del éter, y en ellas se desposa

con la ulterior paloma de Noé;

mientras se obstina el tableteo

del rayo, por la nube cenagosa…

 

Tarde mojada, de hálitos labriegos,

en la cual reconozco estar hecho de barro,

porque en sus llantos veraniegos,

bajo el auspicio de la media luz,

el alma se licúa sobre los clavos

de su cruz…

 

Tardes en que el teléfono pregunta

por consabidas náyades arteras,

que salen del baño al amor

a volcar en el lecho las fatuas cabelleras

y a balbucir, con alevosía y con ventaja,

húmedos y anhelantes monosílabos,

según que la llovizna acosa las vidrieras…

 

Tardes como una alcoba submarina

con su lecho y su tina;

tardes en que envejece una doncella

ante el brasero exhausto de su casa,

esperando a un galán que le lleve una brasa;

tardes en que descienden

los ángeles, a arar surcos derechos

en edificantes barbechos;

tardes de rogativa y de cirio pascual;

tardes en que el chubasco

me induce a enardecer a cada una

de las doncellas frígidas con la brasa oportuna;

tardes en que, oxidada

la voluntad, me siento

un poco pez espada

y un poco San Isidro Labrador…