JULIÁN SCHVINDLERMAN/ COMUNIDADES

Cuando la cúpula castrense de una nación que limita con Irán, Irak y Siria, y que constituye la segunda fuerza militar de la OTAN, renuncia en masa abruptamente, no se requiere ser un experto para advertir que algo inédito y con repercusiones potencialmente graves para ella misma y toda la región está en juego. Tal fue el caso cuando, a fines de julio, presentaron simultáneamente su dimisión el Jefe del Estado Mayor Conjunto y los comandantes del Ejército, la Fuerza Aérea y la Marina en Turquía.

 

El hecho fue de alto impacto, pero el modo en que renunciaron los militares fue, si es que podemos usar la palabra en este contexto, delicado: ellos esperaron a que dieran las seis de la tarde del día viernes, una vez que los mercados financieros habían cerrado, para efectuar el anuncio, y se aseguraron de que sus reemplazantes estuvieran listos antes de la apertura de los mercados el día lunes. Aún así, la lira turca cayó. El motivo ostensible de la dramática determinación tiene raíces en el denominado Caso Ergenekon, como se conoce al acontecimiento del 2007 bajo el cual el gobierno arrestó a unos doscientos cincuenta militares luego de acusarlos de complotar para derrocar a las autoridades civiles. Todos los generales de cuatro estrellas de la Fuerza Aérea y alrededor de la mitad de los almirantes de la Marina fueron implicados en el supuesto plan de golpe de estado. A cuatro años de iniciados los procesos, todavía no se ha emitido veredicto alguno.

 

Es cierto que en el pasado los militares han llevado a cabo tres golpes de estado (desde 1960) y que provocaron la renuncia de otro gobierno, de tinte islamista, en 1997.  Pero en las circunstancias recientes daría la impresión de que las acusaciones no tienen fundamento real y que estarían enmarcadas en las tensiones cívico-castrenses que han estado aumentando desde el 2002, cuando el actual gobierno islámico tomó democráticamente el poder. Desde entonces el descrédito de las Fuerzas Armadas ha sido intenso: cayó de un 90% de apoyo popular a un 60% en menos de una década. Tradicionalmente, los militares eran vistos como los guardianes del secularismo y de la democracia turca; hoy están siendo presentados ante la sociedad como una amenaza al orden institucional. Como ha informado Soner Cagaptay en CNN Global Public Square,  junto con la acusación de ser golpistas se les endilgó la intención de explotar las mezquitas de Estambul con el fin de propiciar una gran crisis política.

 

Las relaciones entre los dirigentes del gobernante “Partido de la Justicia y el Desarrollo” y la cúpula castrense nunca fueron dóciles. En los años noventa, cuando Recep Tayyip Erdogan estaba todavía lejos de convertirse en el premier contemporáneo, fue arrestado por haber leído un poema islámico públicamente. Poco tiempo atrás, un reconocido general turco dos veces eligió no saludar a la esposa del presidente Abdullah Gul, presumiblemente por vestir ella un velo islámico. Estas disputas ilustran acerca de una lucha por el destino cultural del país en la que los turcos definirán si prefieren preservar el legado laico del fundador de la República Turca, Kemal Ataturk, o si lo descartan a favor de un populismo islamista que en estos últimos años ha estado alejando a Ankara de Occidente y llevándola cada vez más firmemente hacia el Oriente. “Lo que estamos presenciando ahora”, opinaba un editorial del Jerusalem Post, “es un repudio de la idea esencial de la revolución de Ataturk: que la modernización exitosa sólo podría ocurrir si fuese acompañada de secularismo”. Efectivamente, al haber puesto en el banquillo de los acusados a los protectores legendarios del laicisismo turco, en un sentido simbólico, el gobierno ha llevado a juicio a la propia herencia política kemalista.

 

Envalentonado por la tercera victoria electoral consecutiva (con cómodo margen porcentual) del pasado mes de junio, Erdogan esgrime su musculatura política bajo la luz caliente del sol oriental. Los militares, acosados y humillados, se hacen a un lado. El ciudadano medio turco contempla, asombrado, el espectáculo. Y el resto del mundo vigila con ansiedad el derrotero de una nación que supo ser un gran imperio y que hoy está negociando consigo misma, pujando por dar forma, al perfil de su propia identidad.