MICHAEL J. BOYDE Y YONA REISS

(TRADUCCIÓN: MARIO NUDELSTEJER T.)

Cuando el impensable desastre golpeó hace una década y cerca de tres mil personas fueron asesinadas en el World Trade Center de Nueva York, la escala de destrucción creo también un reto único para las familias de las víctimas: la identificación se sus muertos.

Con solo fragmentos de restos humanos y degradado ADN dejado en el principio del 11 de septiembre, esa empresa se convirtió, en palabras del Instituto Nacional de Justicia, “el reto forense jamás empleado por este país” (los Estados Unidos, N. del T.).

Para las familias de las víctimas judías este problema era particularmente espinoso. De acuerdo a las leyes judías, una mujer no puede casarse nuevamente a menos de tener prueba definitiva de la muerte de su esposo, pudiendo entrar inadvertidamente en un caso de relación adúltera. Las leyes judías dictan que la muerte puede ser probada de tres maneras: la evidencia física, el testimonio de testigos del fallecimiento o cierta confirmación de que la persona estuvo en una situación en la que su supervivencia era esencialmente imposible.

Ausentes tales pruebas, esto deja a las esposas judías de aquellos asesinados en las Torres Gemelas en una posición de clásicas Agunot, o mujeres “encadenadas”, que son dejadas en un matrimonio legal con alguien que bien pudiera estar muerto.

Por décadas casos como estos han sido pocos y lejos de quedar irresueltos. En pasados siglos, sin embargo, esta ley judía era punto de referencia para las esposas de marinos que han desaparecido, soldados que han fallado en retornar a casa desde los campos de batalla y comerciantes viajeros que han desaparecido a lo largo del camino.

Las consecuencias de no poder identificar a los muertos en sí no representa un problema únicamente judío. Declarar a un individuo muerto simplemente por asumir que lo está puede causar terribles complicaciones. Por ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial, el tío del Presidente Jimmy Carter, Tom Gordy fue declarado muerto por oficiales de los Estados Unidos tras haber sido tomado prisionero por los japoneses, y su esposa se casó nuevamente durante la guerra.

Pero cuando el conflicto terminó, Gordy regresó a casa como liberado Prisionero de Guerra para descubrir, trágicamente, que su esposa estaba casada con otro. Bajo la ley judía, Gordy no debería haber sido declarado fallecido, y su esposa no se hubiera podido casar de nueva cuenta. La desaparición de una persona y el solo paso del tiempo no son considerados suficiente prueba, bajo la ley judía, para declararle muerta.

Sin embargo, las circunstancias de la desaparición de alguien, en ciertas situaciones, pueden apoyar la suposición de su deceso. Dos casos ilustrativos son discutidos comúnmente en la literatura judía son aquellos donde un hombre es visto caer en una profunda caldera podría presumirse muerto y el que se sumerge en un cuerpo de agua que tiene demarcación visible como un lago o una alberca.

En el primer escenario, las sagas judías apuntan a que el hombre que es visto caer en un caldero profundo presumiblemente estaría muerto porque no tiene modo de escapar y seguro que ha perecido. Del segundo, se ha descrito que el hombre que supuestamente se ha ahogado en un cuerpo de agua con límites visibles se presumirá que está muerto porque, de lo contrario, seguramente se le podría haber encontrado o visto en la orilla, de haber sobrevivido.

Ha sido esta línea de razonamiento la que permitió al Bet Din de los Estados Unidos, una corte rabínica involucrada en muchos aspectos de la ley comercial y familiar en ese país, pronunciarse sobre la mayoría de las víctimas del 9/11 en ausencia de las evidentes pruebas físicas concluyentes.

Cuando la oficina del Jefe de Medicina Forense en Nueva York concluyó la investigación, más de 1,100 víctimas del 9/11 permanecieron sin identificar. Incluso respecto a 1,600 víctimas que fueron identificadas, la identificación no podía ser presumirse automáticamente para corresponder a los estándares marcados por la ley judía.

En su búsqueda por confirmar la suerte de las víctimas, el Bet Din tuvo que determinar cuáles y qué métodos modernos de identificación podrían cumplir con los estándares judíos de evidencia. Qué satisfaría los requerimientos de la evidencia física -¿la evidencia del ADN? ¿Qué de los registros dentales? ¿Qué del reconocimiento de ropas y entrañas? Y el Bet Din también impuso una pregunta adicional: en el evento de determinar la requerida confiabilidad de los testimonios de testigos oculares, ¿qué persona podría proveer tal testimonio?

En la búsqueda de respuestas, estudiamos la literatura de tragedias anteriores, encontrando discusiones legales judías sobre esposos que desaparecen en el hundimiento del Titanic, en el colapso de los puentes de Roma, en avalanchas en los Alpes, en bombardeos de artillería durante la Primera Guerra Mundial, y en el hundimiento del submarino israelí “Dakar”. También estudiamos los casos de soldados israelíes que desaparecieron durante la Guerra de Yom Kipur en 1973 y, por supuesto, a los casos de aguná relacionados con el Holocausto.

Después del 9/11, en algunos casos, la sola evidencia para ubicar a alguien en el World Trade Center al momento de los ataques es circunstancial –llamadas telefónicas o e-mails enviados desde dentro de las oficinas, tarjetas de seguridad marcadas en las entradas al ingreso sin salida aparente, y más así. En algunos casos, los investigadores identificaron restos a través de la moderna tecnología con el análisis del ADN.

Después de análisis rigurosos de los precedentes legales judíos, el Bet Din determinó que la evidencia del ADN puede ser manejada aceptablemente con propósitos de identificación, ciertamente cuando se combine con otras evidencias circunstanciales de la muerte de un individuo. En los pocos casos donde los investigadores no encontraron evidencias físicas, el Bet Din confía en el tercer estándar de prueba: suponiendo al marido, con certeza, en una situación en la que nadie realmente podría esperarse que sobreviviera.

Más del 90 por ciento de las bajas del 9/11 fueron localizadas por encima de donde los aviones chocaron con las torres, particularmente en la Norte. Con ningún modo de escape y enfrentando una muerte segura, esas personas estaban en la posición similar a la del hombre que cae dentro de una caldera.

Frecuentemente, llamadas de teléfono o e-mails fueron suficientes para ubicar a la persona dentro de su oficina en un momento determinado, después del cual era imposible que escapara. Junto con otras evidencias, el Bet Din podría confiar en la marca del tiempo y las estadísticas para pronunciar muerta a la persona desaparecida.

Para poder hacer tal pronunciamiento, no era automáticamente suficiente saber que la persona trabajaba en el World Trade Center o asistía a una junta ahí, si no existe evidencia adicional que pruebe su presencia la mañana del 11 de septiembre del 2001.
Y ¿por qué retener un juicio bajo las circunstancias en que la desaparición de un individuo indica tan claramente su muerte? Una desafortunada razón lo es porque alguna gente usa una tragedia como oportunidad para el fraude y la manipulación, o tal vez como vía para hacer un nuevo comienzo. El casos del 9/11 abrió las compuertas a un número de reclamos fraudulentos a las compañías de seguros y otros crímenes. Otra triste realidad es que en ocasiones, en la corriente de la desesperación, se cometen errores. En las décadas después del Holocausto, gente a la que por largo tiempo se creyó muerta fueron descubiertos con vida y bien, desarrollando una nueva familia en otras partes del mundo, en casos similares a los del tío del Presidente Carter.

Con el tiempo, el Bet Din de los Estados Unidos encontró suficiente evidencia para hacer una declaratoria de muerte en cada uno de los casos anteriores. En haciendo esas determinaciones el propio Bet Din absolvió cada aguná de acuerdo a los principios de la ley judía y permitió que los deudos de cada víctima hicieran el duelo por su pérdida y comenzaran a reconstruir sus destruidas vidas. Ulteriormente, el proceso halágico proveyó de un marco de tiempo para honrar la dignidad de quienes habían fallecido, en tanto creaba un sentido de dirección para las o los consortes que les habían amado.


 

Michael J. Boyde es catedrático de Leyes en la Universidad de Emory. Yona Reiss es Dean del Seminario Teológico “Rabi Isaac Elchanan” en la Yeshiva University. Ambos son miembros del Bet Din de los Estados Unidos. Este ensayo es adaptado de su contribución a “Contending with Catastrophe: Jewish Perspective on September 11”, publicado en agosto por el Bet Dino f America Press y el K’hal Publishing.