BERNARD-HENRI LEVY /EL PAÍS
2 de octubre 2011- Hace más de cuarenta años que soy partidario de la creación de un Estado palestino viable y de la solución “dos pueblos, dos Estados”.
En toda mi vida no he dejado -aunque solo fuese apadrinando el plan israelo-palestino de Ginebra y acogiendo en París, en 2003, a Yossi Beilin y Yasser Abed Rabbo, sus principales autores- de decir una y otra vez que es la única solución conforme tanto a la moral como a la causa de la paz.
Hoy, sin embargo, soy hostil a la extraña demanda de reconocimiento unilateral que debe discutirse próximamente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en Nueva York, y me siento en la obligación de explicar por qué.
En primer lugar, esta demanda se basa en una premisa falsa: la pretendida “intransigencia” israelí, que se supone no deja otro recurso a la parte adversa que esta medida de presión. Ni siquiera me refiero a la opinión pública de Israel, que, como ha confirmado otra vez un sondeo realizado por el Instituto Truman por la Paz en la Universidad Hebrea de Jerusalén, es masivamente favorable (70%) a la idea del reparto de la tierra. Me estoy refiriendo al mismo Gobierno israelí y al camino que ha recorrido desde los tiempos en que su jefe aún creía en las peligrosas quimeras del Gran Israel.
Por supuesto, queda la cuestión de los “asentamientos” en Cisjordania. Pero el desacuerdo en este asunto no estriba en la cuestión en sí misma ni en la necesidad de alcanzar un compromiso, sino que enfrenta a quienes exigen, con Mahmud Abbas, la paralización de los asentamientos antes de volver a la mesa de negociaciones y a quienes rechazan, con Netanyahu, que se plantee de antemano lo que debería ser uno de los puntos de la negociación. Todo el mundo, y yo el primero, tiene su opinión sobre este tema. Pero presentar esta discrepancia como una negativa a negociar es una falsedad.
En segundo lugar, esta demanda se basa en una idea preconcebida, que es la de un Mahmud Abbas milagrosa e integralmente convertido a la causa de la paz. No seré yo quien niegue el camino que ha recorrido, él también, desde los tiempos en que perpetraba una “tesis” con un fuerte tufo negacionista sobre la “colusión entre sionismo y nazismo”. Pero he leído su discurso de Nueva York. Y, aunque percibo en él notas de verdadera sinceridad; aunque, como a todo el mundo, me conmueve la evocación del calvario palestino, que ya ha durado demasiado; y aunque intuya entre líneas que, en efecto, a poco que él quisiera y a poco que lo animasen a ello, el hombre que lo pronunció podría convertirse en el Sadat palestino, o en un nuevo Gorbachov, no puedo evitar percibir también otras señales más inquietantes.
Ese insistente homenaje a Arafat, por ejemplo… La evocación, en semejante ocasión y en semejante recinto, de la “rama de olivo” que blandió aquel que, a continuación, y al menos una vez -en Camp David, en 2000-, rechazó la paz concreta que tenía al alcance de la mano, pues se la estaban ofreciendo… Y luego está el silencio ensordecedor sobre el acuerdo que alcanzó hace cinco meses, él, Abbas, con un Hamás cuya solo “programa” bastaría, desgraciadamente, para cerrarle las puertas de una ONU que se supone solo acepta a “Estados pacíficos” y rechaza el terrorismo. Es con este hombre, claro está, con quien Israel debe firmar la paz. Pero no ahí. No así. No gracias a este farol, a estos silencios, a estas medias verdades.
Y, por otra parte, esta demanda supone, qué digo, exige que, con una firma mágica, se corte el nudo de intereses enfrentados, de aporías diplomáticas, de contradicciones geopolíticas, más inextricable del planeta.
¿Acaso es serio? Hace cuarenta años que se viene discutiendo -a menudo de mala fe, pero no siempre- sobre las fronteras más justas entre los dos pueblos y sobre sus capitales. Cuarenta años que se debate, entre gentes que se juegan sus vidas y sus destinos, sobre la manera menos mala de garantizar la seguridad de Israel en una región que, a día de hoy, nunca ha reconocido su plena legitimidad. Hace 63 años que el mundo se pregunta cómo tener en cuenta el daño ocasionado a los refugiados de 1948 sin comprometer por ello el carácter judío del Estado de Israel.
¿Y pretenden resolver todo esto, arbitrar unos dilemas casi irresolubles, zanjar unas complejidades en las que todo está en los detalles con un gesto espectacular, expeditivo, sobre fondo de arrebato retórico-lírico? ¡Vamos! ¡Qué ligereza! ¡Y qué pésimo teatro!
Está claro que hay que ayudar a los protagonistas de este interminable drama a superarse a sí mismos y a dar los pasos que no han dado durante estos últimos años.
Es evidente que la comunidad internacional debe incitarlos a ponerse de acuerdo o, como dice Amos Oz -y viene a ser lo mismo-, a divorciarse; de hecho, ese es el propósito de la reciente propuesta francesa y de los plazos que impone.
Pero nada podrá evitarles un cara a cara, doloroso y laborioso, sin el cual nunca hay, en ningún lugar, verdadero reconocimiento; nada ni nadie podrá ahorrarles ese instante aparentemente simple pero que será, para los dos, el más largo de los viajes: el primer paso hacia el otro, la mano tendida, la negociación directa.
Traducción: José Luis Sánchez-Silva
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