SALOMÓN LEWY

De pronto y sin proponértelo, surge algo: una idea, por una conversación, en un viaje o en medio del horrible caos en que la Ciudad de México se ha convertido.

En ese instante quisieras estar en un lugar que sea como tu casa, con la misma confianza, la misma atmósfera familiar, bien resguardado y platicar con los tuyos. Ese entorno de libertad de movimiento en el cual dedicar un poco de esfuerzo físico, algo de desarrollo intelectual , una conversación con tus pares, por sus usos y costumbres, su conversación; escuchar u opinar de los acontecimientos que se dan “allá afuera”.

Con todas las dificultades que representa llegar, te sostiene el incentivo de que el lugar al que quieres ir es el oasis, el refugio, la respuesta a tu necesidad de paz interior.

Después de miles de tumbos y un sinfín de maniobras, desviaciones, agresiones en el ruidoso y agresivo río de acero y plástico en el que te mueves, llegas a un portón de barras – abierto, eso si – y el único requisito para ingresar es mostrar un cuadrito de plástico azul – o rojo – y, por fin, llegas.

Un “tope” – aberración inventada seguramente por alguien dedicado a reparar automóviles – te marca la llegada a una caseta automática, de la cual extraes un cartoncito que, naturalmente, representa dinero.

Desde ese instante y en adelante, estás en tu “segunda casa”.
Estacionas tu auto en lugar preordenado. Lo cierras y en broma piensas: “Cuando quiera saber qué auto comprar la siguiente ocasión, me voy a fijar en todos los que están aquí. Hay de todas marcas, modelos, colores, estilos y hasta sabores. Por alguno similar me he de decidir”.

En el camino al acceso principal te encuentra el más grande tesoro de tu gente: cientos de niños y niñas quienes, con seriedad digna de envidia, corretean tras un balón de futbol, en el lenguaje que para tí guardas en el alma por más lejano que se encuentre aquel día de tu vida.

Ingresas a través del portal de seguridad. La oficial sonríe contigo luego de pasar tus “chivas” por el arco detector. Los empleados detrás del gran mostrador te devuelven un saludo. Rebasas el rehilete con tu cuadrito de plástico y ¡ya estás adentro!

El imponente “edificio social” a tu izquierda. Eliges cortar camino, pero ¡cuidado! Hay tantas criaturas que debes de cuidar de no pisar accidentalmente a una. Las miras y los ojos se te llenan de orgullo. Son el futuro, son tus hijos o nietos o los de alguien de los tuyos.

Vas rumbo del edificio que ha visto y albergado a miles de los tuyos. Ese edificio al que los modificaciones de tu amigo, tu compañero de la Primaria, ha hecho crecer, moderno, resplandeciente y en el que se han introducido toda clase de adelantos para todas las actividades que otra instituciones, comerciales, eso sí, cobran un dineral por “el placer de ser”.

En el camino, inevitablemente te cruzas con tu gente, la que va y viene. Ocasionalmente te detienes a intercambiar saludos y, por qué no, un beso o un abrazo.

No voy a mencionar para esta plática entre nosotros, todas las actividades que puedes desarrollar en el oasis. Quien como tú asiste, si no lo tiene presente, hay “posters” por todos lados invitando a participar y para rematar, hasta un semanario con todos los acontecimientos e inclusive, sesudos artículos de los más disímbolos colaboradores y temas.

No voy a entrar en detalles del uso de baños de vapor, regaderas, etc., pero sí hacer mención del personal. A lo largo de mi vida he conocido miles de organizaciones, empresas e institutos y puedo constatar que la plantilla de personas que prestan sus servicios en el oasis es de lo mejor. No digo más.

Sí, ya sé que me van a decir: “¡Ay, Salomón, eres un sensiblero inveterado! Todo esto ya lo sabemos y lo vivimos”, y añadirán: “ Teniendo nuestro México tantos y tan graves problemas, dedicas todo este articulillo a un tema por todos conocido en forma redundante”. No van a ir muy lejos por la respuesta.

Surge la pregunta: ¿Este oasis, el Centro Deportivo Israelita de México, se maneja solo? ¡Por supuesto que no! Existe un grupo de personas, conocidas todas por su verticalidad, su energía, su devoción por una de las mejores causas comunitarias, que son los motores detrás de este oasis. Con toda humildad les brindo mi reconocimiento. Hago un voto de honor a aquellos que iniciaron la idea de que hubiera un centro para todos. Sé que no les interesó nunca ser nombrados, ni mucho menos, elogiados, más va mi respetuoso recuerdo para todos ellos.

Sí, ya se que donde habemos tres judíos hay cuatro opiniones y cinco partidos. Este escribiente lo manifestó en su momento – y no se retracta. ¿Qué quieren? Así somos. Lo que no se puede negar es que nuestro CDI, nuestro oasis particular, es un soporte moral, un crisol, una gran fuente de satisfacción y orgullo, y no sólo eso: ¿me creerían si les dijera que he sabido de gente que dice que si no fuera por el C.D.I. se hubieran ya cambiado de cuidad o de país?

Para quienes somos viejos socios – o socios viejos – , que hemos visto y vivido los cambios de más de sesenta años en la vida de la ciudad y en el desarrollo de nuestro CDI – a ver: ¿quién recuerda que el malhadado Periférico no existía, y que llegábamos en el “postergado” o el “circuito –hospitales” a Ingenieros Militares y nos “echábamos” el resto a pie”?
Hoy, con las dificultades conocidas, muchos prefieren “Sport City” y similares. No hay crítica, pero mejor que el CDI no hay.

Supongo – espero que correctamente – que es preferible gozar de “lo nuestro” que buscar la aparente comodidad por otra parte.

Creo que valdría la pena echarle un poco de imaginación y paciencia.
No es que “la cabra tire al monte”. El CDI nos necesita como nosotros necesitamos ese oasis. Tuve oportunidad de conocer otros centros sociales y deportivos en el mundo: Brasil, Sudáfrica, EUA… muy bonitos, pero no tienen nada qué hacer comparándose con nuestro oasis: el CDI de México.