MAY SAMRA

“Vamos a “visitar”, es la expresión de los judíos árabes, con ese pudor característico de ellos cuando se trata de la muerte, una Muerte que no se enfrenta  sino que se disfraza, se rodea, se ignora, con la esperanza de evitarla en el camino: en la cultura árabe como en la judía, la palabra hablada es sumamente importante y pronunciar el vocablo es como invocar  el concepto. En caso de cosas funestas, es importante seguir la palabra con algo que la anule como la expresión “D-os no lo quiera”.

Es por ello que siempre le temí a la muerte; nunca pisé un cementerio hasta la muerte de mi padre, la cual me abrió la puerta de todos los cementerios. Incluso, en algunas “shives”, el ritual de siete días en el que las familias del fallecido se sientan en el suelo en señal de duelo y reciben visitas de consuelo, se prohíbe saludar de mano y darle un abrazo al deudo, el cual queda expuesto y aislado, frente a una sociedad que desfila, sin parar, escuchando homilías de un rabino.

En la Comunidad judía árabe, existía, hasta hace poco, una especie de prohibición a las mujeres referente a los cementerios: alguna vez me dijeron que era porque no sabían conducirse con el recato debido, y manifestaban ruidosamente sus sentimientos de pérdida. Sin embargo, en una especie de rebelión respetuosa, las mujeres judías árabes también conquistaron su derecho al espacio antes vetado de los cementerios.

El caso es que evité religiosamente  los cementerios, cualquier plática sobre duelo e incluso apuntar en mi celular el teléfono del responsable de la Jevrá Kadishá, esta cofradía de hombres y mujeres santos que se ocupan, con el más absoluto respeto, de dar los últimos cuidados a los cuerpos, lavándolos y velándolos, hasta llevarlo a a la tierra a la que pertenecen. También, en los últimos momentos de vida de mi padre, me molesté con un hermano quien, bajo la cubierta de un libro de salmos, se informaba acerca de los ritos judíos del duelo. Así, creía yo poder alejar a la muerte. Se me olvidaba que es la única certeza que tenemos, como lo demuestra el cuento árabe La Muerte en Samarkanda*.

En cambio, la tradición mexicana es abierta a la muerte. Al llegar a México, conocí el 2 de noviembre, con sus calaveras de azúcar, sus obituarios a gente viva y los banquetes que el mexicano lleva a sus “muertitos”, a la vez de flores y hasta serenatas. En la entrada de su casa, mi amiga Beatriz Rivas eleva, cada año, un altar a los muertos, entre ellos sus autores favoritos desaparecidos.

Finalmente, terminó mi juego de escondidillas con la muerte. El cementerio judío se llama, paradójicamente, “Bet Hajaím” , lo cual significa “Casa de la Vida”, una reconfortante alusión a la vida eterna que nos espera al terminar la travesía turbulenta a la que tanto nos aferramos. Conocí, además del cementerio Monte Sinaí (mi comunidad de origen), el cementerio Ashkenazí, e incluso el cementero judío de Marruecos, al cual llegué tras un encadenamiento de extrañas circunstancias. Los cementerios resultaron ser lugares de mucha paz y mucho viento, donde, a pesar de que el sol pega duro, se tiembla.

Una costumbre judía muy arraigada es la de visitar a los difuntos entre Rosh Hashaná y Yom Kipur. Mi madre y hermanos elegimos ir el domingo anterior a Yom Kipur. El lugar rebosa de actividad y de gente, unidos en el mismo dolor y expresándolo de forma más o menos discreta. Hay tumbas modestas, otras más ostentosas, tumbas dobles para parejas que eligieron pasar juntos la eternidad, y en cada una de las lápidas, los sentimientos que quienes quedaron han elegido para definir a la persona fallecida. El libro de rezos blanco que llevo en la mano dice que no se deben leer las leyendas de las tumbas, so pena de olvido, una referencia, me imagino, a una especie de Alzheimer precoz.

Una de las expresiones frecuentes y cariñosas de la tradición árabe, dirigida a los hijos, es “Tiibrini” (Que me entierres), la cual créanlo o no, es una bendición en la cual el padre o la madre expresan su deseo de morir antes que sus hijos.

Recogemos unos pedruscos en la entrada, los cuales dejamos en la tumba como señal de que estuvimos allí. Leemos los salmos referentes a cada letra del nombre de mi padre, el cual  es Victor Ben Mary ( Victor hijo de Mary),  recordando con ello la línea materna del judaísmo. Junto a las tumbas, los varones dicen el Kadish, y esta plegaria suena, una y otra vez, en todos los rincones. En pequeños grupo, hombres y mujeres hacen un recorrido de sus muertos, el cual incluye parientes cercanos, lejanos , amigos y conocidos. En una muestra de solidaridad, se dice el Kadish con otro grupo presente, y se responde “Amén” a sus plegarias. En ese día, incluso, hay dos “mitzvot”, palabra que significa buenas acciones y que se refiere a entierros.

Un manto de tristeza recubre el cementerio; el piar de los pájaros es entrecortado por llanto y sollozos.

Salgo, dejando a mi padre bajo una lápida de mármol. Quizás pida, cuando sea el momento, que sólo cubran mi cuerpo con una piedra grabada y un poco de tierra fresca, para que mi alma pueda salir un ratito a tomar el sol.

 

*Como corolario, les dejo este relato que demuestra el apego de la cultura árabe al concepto de la inexorabilidad del destino:

La muerte en Samarkanda
Farid al-Din ‘Attär.

Una mañana, el califa de una gran ciudad vio que su primer visir se presentaba ante él en un estado de gran agitación. Le preguntó por la razón de aquella aparente inquietud y el visir le dijo:
– Te lo suplico, deja que me vaya de la ciudad hoy mismo.
– ¿Por qué?
– Esta mañana, al cruzar la plaza para venir a palacio, he notado un golpe en el hombro. Me he vuelto y he visto a la muerte mirándome fijamente.
– ¿La muerte?
– Sí, la muerte. La he reconocido, toda vestida de negro con un chal rojo. Allí estaba, y me miraba para asustarme. Porque me busca, estoy seguro. Deja que me vaya de la ciudad ahora mismo. Cogeré mi mejor caballo y esta noche puedo llegar a Samarkanda.
– ¿De veras que era la muerte? ¿Estás seguro?
– Totalmente. La he visto como te veo a ti. Estoy seguro de que eres tú y estoy seguro de que era ella. Deja que me vaya, te lo ruego.
El califa, que sentía un gran afecto por su visir, lo dejó partir. El hombre regresó a su morada, ensilló el mejor de sus caballos y, en dirección a Samarkanda, atravesó al galope una de las puertas de la ciudad.

Un instante más tarde el califa, a quien atormentaba un pensamiento secreto, decidió disfrazarse, como hacía a veces, y salir de su palacio. Solo, fue hasta la gran plaza, rodeado por los ruidos del mercado, buscó a la muerte con la mirada y la vio, la reconoció. El visir no se había equivocado lo más mínimo. Ciertamente era la muerte, alta y delgada, vestida de negro, el rostro medio cubierto por un chal rojo de algodón. Iba por el mercado de grupo en grupo sin que nadie se fijase en ella, rozando con el dedo el hombro de un hombre que preparaba su puesto, tocando el brazo de una mujer cargada de menta, esquivando a un niño que corría hacia ella.

El califa se dirigió hacia la muerte. Está, a pesar del disfraz, lo reconoció al instante y se inclinó en señal de respeto.
– Tengo que hacerte una pregunta -le dijo el califa en voz baja.
– Te escucho.
– Mi primer visir es todavía un hombre joven, saludable, eficaz y probablemente honrado. Entonces, ¿por qué esta mañana cuando él venía a palacio, lo has tocado y asustado? ¿Por qué lo has mirado con aire de amenaza?
La muerte pareció ligeramente sorprendida y contestó al califa:
– No quería asustarlo. No lo he mirado con aire amenazante. Sencillamente, cuando por casualidad hemos chocado y lo he reconocido, no he podido ocultar mi sorpresa, que él ha debido tomar como una amenaza.
– ¿Por qué sorpresa? -preguntó el califa.
– Porque -contestó la muerte- no esperaba verlo aquí. Tengo una cita con él esta noche en Samarkanda.