GUILLERMO HURTADO/ REVISTA DE LA UNIVERSIDAD DE MÉXICO ( fragmento)

El optimismo es la creencia de que en el futuro inmediato vamos a estar mejor, sin que importe gran cosa lo que hagamos para ello. En nuestra historia hemos pasado por momentos de intenso optimismo. Cuando México obtuvo su independencia, su futuro parecía no tener límites. Sin embargo, los mexicanos pronto se dieron cuenta de que ese optimismo carecía de fundamento. La mayor parte del siglo XIX fue para México un periodo de derrotas, discordia y declive. En el siglo XX, la Revolución fue un estallido de fuerzas y de ilusiones. A pesar de que las esperanzas que generó jamás fueron satisfechas plenamente, podríamos decir que hasta en sus momentos más grises prevaleció cierto optimismo. Entre los años cuarenta y setenta del siglo anterior, México vivió un prolongado periodo de optimismo. Fueron los años del milagro económico mexicano, de la creencia de que los hijos vivirían mejor que sus padres. A partir de los años setenta, el optimismo cayó en picada por causas que no viene al caso recordar aquí, aunque hubo por lo menos tres momentos fugaces en los que se revivió este sentimiento: el descubrimiento de la sonda de Campeche en 1976, la firma del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica en 1992 y la derrota del PRI en la elección presidencial. Pero ni el petróleo, ni el libre comercio, ni la alternancia democrática cumplieron con las expectativas que se crearon alrededor de ellos.

Tanto el optimismo como el pesimismo son estados de ánimo, pero en el fondo ambos están basados en un sistema de creencias que puede describirse comofatalismo. Los dos asumen, a fin de cuentas, la tesis metafísica de que nuestros destinos están determinados de antemano por una inteligencia o una fuerza superior que los sube o baja en la rueda de la fortuna. Muchas veces, el fatalismo ha sido determinante para bien o para mal en la historia de México. Lo fue, por ejemplo, por la creencia de Moctezuma de que Cortés era un enviado de los dioses para arrebatarle su imperio. También lo fue, de otra manera, por la creencia de Madero de que su destino, dictado por los espíritus, era derrocar el régimen de Porfirio Díaz.El pesimismo, por otra parte, es la creencia de que en el futuro inmediato vamos a estar peor, sin que importe mucho lo que hagamos. México ha pasado por muchos periodos pesimistas en su historia; en la actualidad, este sentimiento es compartido por muchos mexicanos, quizá por la mayoría de ellos. El pesimismo es una grave enfermedad social: propicia el desconsuelo, la apatía y el cinismo. Es preocupante observar que en la actualidad los más jóvenes, incluso los niños, son pesimistas respecto al futuro inmediato de México. Y es que no tienen otros marcos de referencia: nacieron en la crisis, lo mismo que sus padres. El pesimismo hace que uno vea los problemas más graves de lo que son. Nuestros problemas políticos, económicos y sociales no son menores, pero pueden resolverse. Otras naciones han estado en situaciones más difíciles que las nuestras y las han resuelto. Y lo mismo podría decirse de nuestra propia historia: hemos estado en peores momentos y hemos salido adelante.

Frente al pesimismo y el optimismo propongo que adoptemos un meliorismo (del latín “melior”, mejor). Ésta es la doctrina metafísica de que podemos estar mejor si nos esforzamos en ello. El meliorismo que defiendo no es un optimismo ciego, sino que parte de un análisis crítico de la realidad para luego formular de manera colectiva un ideal. Los mexicanos tenemos que hacer un estudio objetivo de nuestra situación para detectar aquellos elementos en los que podemos apoyarnos para mejorar. Pero nada de esto servirá si no cambiamos nuestra actitud. Para salir de la crisis debemos tener fe en nosotros mismos, por mal que nos encontremos; fe en nuestros valores e ideales, por oscuro que sea el horizonte; fe en nuestra capacidad para transformar nuestras vidas para bien, por débiles que sean nuestras fuerzas. En este momento aciago para México no pueden paralizarnos ni el miedo, ni las dudas, ni el desconsuelo. Estamos obligados a creer y a actuar.

Sé que mis palabras pueden sonar huecas para aquellos que han querido creer y no han encontrado nada valioso en qué depositar su confianza, y para aquellos que han querido actuar y se han topado con un grueso muro. ¿Cómo podemos tener fe sin tener antes un sentido colectivo que la oriente hacia un fin determinado? ¿Cómo entregarnos a la acción sin tener antes un programa de reconstrucción social? Mi respuesta es que no debemos sentarnos a esperar a que nos ofrezcan un sentido o un programa de acción para creer y para actuar. Nuestra primera fe, nuestra primera cruzada, debe ser la de construir entre todos un nuevo sentido. Los que hoy tenemos la responsabilidad de trabajar para atender los diversos problemas de México quizá no podamos resolverlos todos; pero lo que no podemos dejar de lograr —y ésta será la medida de nuestro triunfo o de nuestro fracaso— es formular un nuevo sentido que oriente nuestra lucha en contra de las adversidades.