ADELA MICHA

Poetas, compositores, ensayistas, antropólogos, filósofos, sociólogos, profesionistas y profesionales nos han hablado y le han cantado a la muerte. Al hecho irremediable y definitivo, al adiós que no tiene regreso, al dolor que impone la verdad de saber de la muerte. Y estos años en México hemos vivido la muerte como nunca. Ha estado presente con una intensidad inédita e insólita en todos los escenarios y expresiones, individuales a través de testimoniales y pronunciamientos y, colectiva, en marchas, plantones y manifestaciones.

La muerte violenta que nadie quiere, la muerte impune, la muerte que ha creado una distancia entre la aplicación insuficiente de la ley y la aplicación cruel de la justicia.

Hablamos todos los días de la muerte que está en los penales, a la orilla de las carreteras, en la costera turística, la que han encontrado muchos fuera o dentro de su casa; la muerte que descubren tragedia colectiva en fosas clandestinas, la que está en vitrina, a plena luz del día en avenidas transitadas con reguero de cuerpos inexplicable; la muerte por ajuste de cuentas, por rivalidades, por pleito feroz por el control de plazas, la muerte por respuesta contra instituciones que tienen como propósito principal acabar con la criminalidad; pero la muerte también que es bala perdida contra inocentes; la muerte que se llevó al hijo de un poeta, la que hace reclamar justicia a un empresario, la que en caravanas de dolor ha recorrido de norte a sur el país para exigir que se difunda que toda muerte tiene nombre y apellido.

Los días de este año transcurrido, las semanas y los meses de los últimos años han tenido como principal protagonista a la muerte. La inseguridad y la violencia que ahora impone miedos e incertidumbres, las cotidianas que deambulan por los estados del norte, pero también por la Comarca Lagunera, por el litoral del Pacífico, por la sierra o el istmo, son muertes con un mismo origen: el de los odios, las vendettas, que ni el mejor autor de textos de terror habría jamás imaginado. Ya no hay lugar seguro. Ni en un casino ni en un camino rural ni en un paseo con camellón paradisaco ni en un bar, hospital o centro de adicciones. Hemos visto niños de kínder distraídos por una valiente maestra para jugar a cantar, en medio del estruendo de las balas. Otros, en brazos de policías, salir de un campo con fuego cruzado. Estudiantes de posgrado morir en universidades tecnológicas. Nos han dolido todas esas muertes, las de colegas nuestros, periodistas.

Hoy, estos primeros días de noviembre, vivimos la pesadumbre, porque de ninguna manera podemos ser indiferentes, porque la tragedia no es ajena. Es nuestra familia y es nuestra patria. Y todas las balas nos han herido a todos. Por años, por tradición, nos dijeron que a través de la historia y la cultura el mexicano se burla de la muerte. Y nos la comemos en charamuscas, en calaveritas de azúcar o de chocolate. Y la admiramos en grabados artísticos y la leemos en versos rimados.

Pero este año, como nunca antes, la muerte ha vivido entre nosotros de otra manera. Con otra dimensión, con otras muecas y otros ropajes. Y la reflexión se hace necesaria porque no podemos ya vivir con tanta muerte. Ya no queremos más velas ni ataúdes ni epitafios. Adiós a las armas, a los rostros en la hora de la desesperación y el miedo. Ya no más muertos.

Lo que queremos ahora “es escarbar la tierra con los dientes y desamordazar y regresar a todos” por los que miles siguen llorando. Qué México sea otro, porque hay que celebrar la vida y volver a cantar, sin ese dolor que oprime y que castiga, con lo que han llegado todas esas muertes!