FRANCISCO PRIETO

LA MUJER DE LOT: “Era mujer a pesar de no tener nombre. Y por eso, por ser mujer, desafió la amenaza divina. Más fuerte que el miedo hacia a Dios fue el deseo de retener con la mirada la vida transcurrida. Llevarse consigo los días y los años para tener con qué amueblar el futuro, llevarse un pasado que terminó bañado en piedras, cenizas y humo”.

Y si así se inicia Jirones de silencio. Continúa, más adelante, la narradora:
“Mis padres conocían la historia de la mujer de Lot, ¿para qué volver la cabeza?, era vital evadir la maldición de Dios, huirle al castigo, aprender la lección. Mejor esconder el pasado en un pañuelo de encaje, ocultarlo en algún cajón secreto al cual únicamente ellos tenían acceso. Tal vez por las noches, en soledad no compartida, volvían a ese universo inviolable del cual nunca fuimos partícipes los hijos”.

La experiencia poética de esta novela que es, también, una memoria porque en el curso de nuestra existencia hacemos novela del otro , de los otros, de lo otro y esto porque, en rigor, la objetividad pura no existe para nosotros y, frágiles, necesitamos construír señales de identidad que sean asideras y guías como un buen filósofo parte de una escuela determinada para deconstruirla y dar lugar a un pensamiento a un mismo tiempo antiguo pero nuevo. Pascal oró a Dios diciéndole “te busqué porque ya te había encontrado” y la experiencia nos enseña que lo que no está unido desde un principio no lo estará jamás. Así, la narradora vive la densidad de un secreto que la posee y que por ello mismo requerirá de toda una vida para decodificar. Destejar la compleja telaraña y recomenzar una y otra vez porque ella permanece intacta. Viajar a los lugares donde todo se originaría y no poder, sin embargo, despeja la incógnita.

Jirones de silencio nos habla de un pueblo al que pertenece la narradora que a pesar del éxodo se conservó como pueblo por un libro, un libro que es el libro que está más allá de todos los libros porque los contiene a todos. He aquí algo engañoso ¿o es que ha existido, acaso, algún pueblo sin libro? Escrito o no, cada pueblo ha contado su origen que identifica con el origen del universo y si ese pueblo es absorbido por otro pueblo asume el libro de ese otro pueblo y termina haciéndolo suyo. El pueblo judío ha parasitado su existencia en medio de muchos otros pueblos y el libro ha sido el mismo; ha conocido incursiones bárbaras en territorios donde sus miembros estaban de paso el alma y la mente apuntando a Sion donde y a pesar de padecer depredaciones de todo tipo que no los distinguía de los gentiles , después de mil y una catástrofe permanecía incólume. He aquí algo que el racionalismo no consigue explicar como si algo sobrenatural marcase el sino inescrutable de un destino misterioso fijado por el Señor. Nosotros, cristianos, recibimos en heredad el libro y en nuestra misa dominical escuchamos la Palabra y a través de los profetas hebreos asumimos una historia que hemos hecho nuestra pues Jesús era, en rigor, un judío que nos mostró al Padre.

Como leemos en el Levítico:

Tú “amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
Yo soy el Eterno”.

Y en otro lugar, después:
“Le trataréis como a un hermano…Amarás
Como a ti mismo al Extranjero que viva entre vosotros…
Porque vosotros habéis sido extranjeros en el País de Egipto.
Yo soy el Eterno, vuestro Dios”.

Y en Jirones de silencio se vive esta condena beatífica que, internalizada por el Libro, lleva al judío a un rigor singularísimo en su existencia, ese de una doble lealtad en que la una no puede suprimir la otra. El judío ha sido siempre él mismo y siempre otro entre los otros; ha llevado la problemática de la alteridad a cuestas y ha revelado hermosos rincones íntimos de los hombres y de las mujeres más diversos. ¿Es necesario recordar, para no viajar demasiado lejos en el tiempo, a Scheler –converso al cristianismo y desconverso- y a Buber, a Husserl, a Edith Stein y Simone Weil, a Emanuel Lévinas, Edmond Jabés, Steiner…? ¿Cuántas incógnitas no despejó Lévi-Strauss hasta hacernos constatar nuestra comunidad de naturalezas con los que nos atrevíamos a llamar salvajes o primitivos? El acercamiento al marginado como una constante que, en la música, lleva a George Gershwin a escribir Porgy & Bess, al matrimonio Bobath- y a muchísimos otros, por cierto a lo largo y ancho del mundo- a comprometerse con las personas con discapacidad, a Sigmund Freud, a Viktor Frankl procurar la sanación de los desesperados, judíos o no, a Alberto Lomnitz a la creación del teatro de sordos y para sordos y a tantos historiadores en el transcurso de la historia a buscar el desentrañamiento desde la simpatía de los pueblos que han sido también los suyos desde una otredad que es, también, una mismidad.

Jirones en el silencio es, desde una perspectiva singular, como corresponde a una novela, desde una concreción, testimonio de una agonía o lucha que parte de una moral vivida, experiencia existencial de una doble lealtad, narración terapéutica de una vida en busca de sentido. Ya había escrito Rimbaud “Je est un autre” y sucede que todo ser humano auténtico tiene la experiencia del poeta y del desdoblamiento de la personalidad. El otro, no se olvide, es, desde la raíz un a priori del yo. Alienado, en un principio, a mi padre, acabo en combate contra él y vuelvo a meterme en mí para ganar fuerzas y encontrarme conmigo fuera de mí, en el mundo, entre los otros, en un nuevo combate para dejar una huella en los otros y en lo otro, combate que me dejará, venturosamente, impregnado, a mi vez, del ser de los otros. La reconciliación con un mundo que me fue impuesto y con el que combatí concluye en la paz, cuando ya nada podrá perturbarme instalado, al fin, en el sentimiento de la Fraternidad.

Jirones de silencio es presencia viva del silencio ardiente. La soledad en la que se cuece la identidad de la narradora es indecible pero es. Como escribiera Ramón Xirau “La esencia de la realidad es la palabra; la palabra verdadera contiene silencio… La palabra, el verbo, el Logos son previos a la Palabra. Sin la existencia previa de la palabra, sin su semilla en nosotros, sería imposible hablar o callarse”. Llevar una experiencia que se coció en el silencio y la soledad a la palabra es la experiencia poética de Cecilia Cung para remitir al lector de nuevo al silencio animado para emprender la travesía de su propia existencia. Ya lo había expresado San Juan de la Cruz:

“Entréme donde no supe
Y quedéme no sabiendo
Toda ciencia trascendiendo”.

Y Jirones de silencio es una novela. Una novela exige que la acción fluya y no se vea interrumpida por exaltaciones deli beradamente poemáticas o reflexiones filosóficas que alejen al lector de la historia, donde no se encuentre, para entorpecer la comunión posible del lector con el autor, un amor excesivo a las propias palabas, donde el narrador haga una distancia para respetar las existencias ajenas que se desplieguen en su relato pero que, sin embargo, para usar una expresión amada por Cioran, que el texto se le meta, cual un virus, en sus venas. Toda novela, escribió una vez Azorín, tiene que ser rápida, contenga un ciento de páginas o seiscientas. (Todo dependo, añado yo, de que se lea en las condiciones propicias; la Montaña Mágica no es una novela para leerse a lo largo de viajes en el metro).

Así, esta novela o esta memoria de Cecilia Cung nos engancha y si, en ciertos momentos de gran intensidad nos lleva detener la lectura, es sólo para degustarla, deletrearla, gozarnos en lo que revela de lo mejor de nosotros mismos, incluyendo esa rabia inasible contra el horror del mal en el mundo. Porque si como dijo Gide no se puede haber buena literatura con buenos sentimientos, Jirones de silencio es un trozo de vida sufriente y gozosa transfigurada en palabra luminosa.

Ya casi al final del libro, la autora escribe:“Terminó nuestra estancia en Ludmir. Siento una enorme frustración y tristeza. No encontramos rastros de huellas. Fuimos a buscar nuestras raíces y nuestra esperanza se sostenía en el aire. Me siento derrotada, vencida, fui a llevar a cabo una lucha con el vacío y la nada, con un hoyo negro que se tragó nuestra historia”.
Pero aquel hoyo negro se transfiguraría en Jirones de silencio, verdadera raíz y asiento de la esperanza.

Cecilia Cung, Jirones de silencio, Khálida Editores, México, 2011.